Leyenda del pirineo
Entre todas las peñas
famosas derramadas en nuestra tierra, nuestra historia y nuestra leyenda, ninguna
tan entrañable para nosotros como San Juan de la Peña , cuna de Aragón y de su
reconquista, símbolo de la fe, la tenacidad y la voluntad de un pueblo que no
se resigna al anonimato ni a la servidunbre. Un pueblo profundamente díscolo e
independiente por citar sus virtudes-defectos que no han cambiado con el paso
de los siglos.
Dicen que Dios al hacer
el mundo, todas las piedras que le sobraron las echó en Aragón. Por eso tenemos
tantas. Por eso nuestra historia está unida a ellas. Todo el mundo conoce San
Juan de la Peña
y aun con peligro de contar algo de sobras conocido es preciso aquí hablar de
su leyenda.
Razón tienen los
asturianos al enorgullecerse de su Covadonga, los catalanes de su Montserrat,
los navarros de su Aralar. A cada uno lo suyo. Pero es que San Juan de la Peña es otra cosa. Escondido
como nuestras virtudes; duro como nuestro temple y poético y hermoso;
gigantesco y sorpren-dente; austero y acogedor.
Cuando todo el Alto
Aragón esté definitivamente deshabitado o colonizado, cuando ya se hayan
vaciado del todos nuestros pueblos y nuestros valles se hayan encharcado y apantanado,
cuando nuestras obras de arte terminen de alojarse en los museos y nuestros
documentos hayan terminado de atiborrar los archivos catalanes y castellanos,
cuando ya no quede nada, le bastará al turista con visitar San Juan de la Peña y en esa rinconada
entrañable adivinará forzosamente que aquí hubo un pueblo diferente, con idioma
diferente, con diferentes valores y distintos esquemas mentales.
Yo ya no estaré. Ni tú.
Ni siquiera nuestros niños más pequeños. Pero San Juan de la Peña seguirá siendo una
canción de piedra.
No sé si todo esto lo
pensaba o al menos lo intuía aquel astroso y enjuto anacoreta de hace doce
siglos que dejó su pueblecillo de Atarés arrinconado en la montaña y sonriente
como ella.
Llevaba días y días
dominando su cuerpo y flagelando sus instintos, dejando volar así su alma
enamorada de Dios. Y un día de primavera, en el hondón de la roca hecha
bóveda, sus manos sarmentosas empezaron a apiñar piedra sobre piedra la
ermitica humilde de San Juan Bautista. Aquel día, sin saberlo, empezó el buen
ermitaño a hacer Aragón.
No lejos de la enorme
gruta de San Juan de la Peña
se encuentra el monte Pano que engancha su historia con la del Santuario.
Cuenta la leyenda que
cuando los árabes invadieron nuestra tierra, aunque muchos de nuestros mayores
pactaron con ellos y se avinieron a ser sus amigos-esclavos, un gran grupo de
cristianos huyeron al Pirineo, a lo más intrincado de sus montañas y se
reunieron en el monte Pano en donde decidieron construir una ciudad que
llevaría su nombre y que significaría la resistencia al invasor.
La abigarrada multitud,
con sus sayas de colores lampantes y sus zamarras de piel de oveja llenaba la
esplanada del Pano y las jergas de sus valles se entremezclaban animadas. Una
misma ilusión los unía a todos.
Iban colocándose donde lo
disponía un anciano de blancos cabellos bajo los que se asomaban unos ojos de
azul intenso. Lo ayudaban en la tarea sus dos hijos, Oto y Félix, nerviosos
mocetones, que querían acelerar todas las cosas para disponerse pronto a luchar
contra el invasor de sus tierras. Rebullían por los corros de gentes; aquí
hablaban con unos, allá con otros, persuadían, animaban y contagiaban
reclutando a la juventud para la pelea.
Una mañana, al acercarse
a su padre para recibir las órdenes del día, lo encontraron con el rostro más grave
que nunca, la mirada triste, hasta más encorvado que otras veces por el peso de
los años y las preocupaciones. Les explicó que la noche anterior había escuchado
un quejido lloroso:
-Es la Maladeta que siempre
suena así quejumbrosa cuando se avecina una desgracia y más todavía si el
Cuculo se corona de boiras negras como esta mañana.
Por desgracia, el
presagio de la montaña maldita no tardó en cumplirse. Los agarenos habían
descubierto el proyecto de ciudad y fortaleza en el monte Pano y se disponían
a atacarla y asolarla antes de que estuviera terminada del todo. Una
muchedumbre increíble de guerreros moros subía ya por las laderas de la
montaña.
Los aragoneses se
dispusieron a una lucha desigual, como tantas y tantas veces les iba a tocar a
lo largo de su historia. Y todos, hombres, niños que apenas podían con el peso
de la azcona, viejos de pulso tembloroso, mujeres hechas para derramar paz y
cariño, todos se aprestaban a la defensa.
De nada les iba a servir.
La batalla fue terrible. Por cada cristiano había treinta moros. Uno a uno
fueron cayendo los defensores ante el mortífero alfanje sarraceno que se
ensañaba de manera especial contra los niños, como si quisera matar de raíz
todo intento de rebrote del campo cristiano.
Todo fue un caos, un
lamento continuo, un griterío ensordecedor. En unas pocas horas, el proyecto de
ciudad quedó cubierto de sangre y las paredes que habían empezado a levantarse,
como una esperanza y una promesa, arrancadas de cuajo.
Solamente quedaron para
contarlo dos hombres maltrechos y malheridos: Oto y Félix, que tuvieron que
apartar los cadáveres de sus compañeros para poder ponerse en pie. Los
sarracenos, cumplida su misión habían desaparecido como una exhalación igual
que habían llegado.
Al encontrarse vivos,
exclamó Felix: "¡Oto, hermano mío!" -y corrió a abrazarlo. El, sin
una lágrima en los ojos y con toda el alma en su voz le contestó:
-"Tu hermano, sí,
pero no Oto. He olvidado ese nombre. Ya no me llamo Oto. Hice un voto y desde
hoy en adelante me llamaré Voto".
Difícil le iba a resultar
a Voto cumplir su promesa. Y a Félix que desde el primer momento decidió unirse
a su hermano en la empresa imposible: sacar de las cenizas del maltrecho Aragón
un pueblo nuevo.
De momento no tenían otra
posibilidad que animarse mutuamente y adiestrarse para la lucha en las anfroctuosidades
de la montaña dedicándose a la caza que era lo único que tenían a su alcance,
incluso su único medio de vida.
Por eso aquella mañana el
joven Voto perseguía enconadamente a un corzo. Lo adivinaba entre los pinos,
abetos y matujos. Se había lanzado a todo el galope que permitía la espesura
del terreno. Ya le parecía tener la pieza a tiro, cuando se le volvía a
escabullir. En un instante en que el animal asomó su testa entre la maleza,
casi un poco a ciegas le lanzó la azcona con toda la fuerza de su brazo.
Vió que el corzo dibujaba
una cabriola en el aire y Voto se precipitó hacia él. El caballo dio un
relincho lastimero, clavó sus cuatro cascos en la roca cubierta de musgo y sin
el mínimo derrape quedó cosido al suelo con todas las crines erizadas.
El jinete, milagrosamente
aferrado al cuello de su montura no salió despedido. Temblado todavía, descabalgó,
apartó con su espada la maleza y quedó horrorizado al mirar: unas pulgadas más
le hubieran precipitado en el increíble abismo de piedra.
Recordó que se había
encomendado a San Juan. Solamente un milagro del cielo y de su santo patrono le
habían salvado la vida. Atraído por el vertiginoso precipicio quiso explorar
el hondón que le había maravillado.
Un escarpado sendero de
cabras que se borraba del todo de trecho en trecho bordeaba el abismo. Lo
siguió con toda cautela. De cuando en cuando la espesura le dejaba adivinar el
fondo de la barrancada muchísimo más abajo. A su paso graznaban inquietos los
aguiluchos escondidos en los agujeros profundos de la roca y las águilas reales
expiaban sus movimientos desde su vuelo majestuoso. A su lado, únicamente las
lagartijas parecían moverse seguras por la peña.
Al cabo de una hora de
descender jugándose la vida en la escarpadura llegó a la base de la peña.
La gigantesca mole de
piedra terminaba en una cueva a la que defendía de las inclemencias a modo de
visera. Penetró en la gigantesca gruta, y casi en el fondo descubrió lo que
parecía una rústica ermita de piedras amontonadas. No tenía puerta alguna que
la cerrase. Entró en ella.
Parecía el símbolo de la
pobreza y austeridad. Y en el suelo, tendido, el cadáver andrajoso de un
ermitaño con un basto sayal ya medio podrido por el tiempo. La tétrica visión
lo dejó paralizado. Luego observó al anacoreta. Ni un rictus de dolor o
desesperación: una serenidad absoluta aureolaba sus rasgos carcomidos y aperga-minados.
Su cabeza estaba apoyada en una piedra a manera de almohada y sobre ella podían
leerse unas palabras toscamente trazadas:
"Yo, Juan, fundador
de esta iglesia y el primero que la habitó, por amor de Dios despreciando la
vida humana, como pude, construí esta iglesia y la dediqué a San Juan Bautista;
en la cual he vivido largo tiempo como ermitaño, y ahora, muerto, descanso en
el Señor. Amén."
Voto comprendió la ayuda
de San Juan y de este otro Juan -Juan de Atarés- servidor suyo. De ahora en
adelante ya tendría una misión que cumplir: consagrar al cielo este rincón
idílico del Pirineo.
San Félix y San Voto
serían los primeros habitantes del Monasterio de San Juan de la Peña que había cimentado el
ermitaño Juan de Atarés.
Con San Juan de la Peña , Aragón se ponía en pie
y comenzaba no sólo la cruzada contra el Islam, sino el nacimiento de un Reino.
0.013. anonimo (aragon)
Hermoso escrito...lástima que el autor parezca "aquel astroso y enjuto anacoreta de hace doce siglos que dejó su pueblecillo de Atarés arrinconado en la montaña y sonriente como ella".
ResponderEliminarNo conozco España pero espero que "San Juan de la Peña, cuna de Aragón y de su reconquista, símbolo de la fe, la tenacidad y la voluntad de un pueblo que no se resigna al anonimato ni a la servidunbre" sea uno de los primeros que conozca.