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sábado, 15 de septiembre de 2012

El muerto de guara

Leyenda del pirineo

Si miramos las cosas y la vida con candor y con ilusión siempre recomenzada todo lo teñiremos de poe­sía y la realidad se nos hará menos prosáica y menos chata y el mundo de los niños, de las nubes, los pájaros y las leyendas adquirirá una consistencia nueva que jamás habíamos sospechado. Esto lo digo a propósito de la silueta de Guara.
Miradla bien; la mejor perspectiva la tenéis desde Siétamo. Gratal, alejándose, ha perdido la morbidez que tiene vista desde Huesca o Igriés. Sivil se adivina entre brumas, allá a la derecha. Pero Guara se nos entrega en toda su plenitud. Ahora entornad un poco los párpados y miradlo con los ojos semicerrados pero abriendo los de la imaginación. ¿No lo veis? Guara es un gigantón tumbado. Yaciente. Muerto.
Fraginete es la cabeza, con su nariz afilada por la muerte y que apunta al cielo. El pico de Guara es el pecho. Tiene las manos cruzadas sobre él, debajo del sudario blanco. Vallemona, con su cuerpo estirado en el que destaca la tumergencia de las rodillas en el Cabezón de Guara. Majestuoso ¿verdad?
Pues ahora escuchad la leyenda tal como a mí me la contaron aquella noche de luna llena y cielo sereno, cuando el perfil nevado del "hombre grandaz" se recor­taba nítido, claro, contra un firma-mento azulado y sin estrellas.

***
Gabardón tenía dos hijas, orgullo de su vejez: Ga­barda y Gabardiella. Los tres vivían felices en su palacio de cristal, asomados a la vitalidad del Valle del Ara y de la Guarguera. Allá abajo los pueblecicos parecían reba­ños de corderos pastando por sus prados. Más lejos, los picos del Pirineo se asomaban al mismo espectáculo y las nubes blanquísimas eran como pañuelos que se agitaban saludándolos desde la lejanía. El mundo estaba bien hecho.
Gabarda, la hija mayor, soñaba con correr mundo y conocer los horizontes infinitos de la tierra baja en donde ninguna montaña se interpone a la vista hasta donde alcanza la mirada. Y a esas llanuras de los Monegros quiso marchar y allá fue con la bendición de su padre. Allí se casó y allí vive feliz en el campo de Grañén. Preside los inmensos trigales, verdes en prima­vera, amarillos en verano, salpicados de amapolas.
Gabardiella, la pequeña y revoltosa Gabardiella, había salido a su padre. Amaba los riscos y las breñas de la montaña, las cascadas de los ríos que se despeñan desde lo alto, las nieves eternas, los ibones y lagos, los bosques impenetrables, las praderías siempre de color esmeralda. Sí, era montañesa: había salido a su padre.
Un día conoció al altanero y gallardo Gratal y se enamoró locamente de él. Las boiras de la mañana eran sus mensajes encendidos que corrían a engancharse entre las rocas de su cima. Gabardiella se pasaba los días y las noches suspirando. Tanto, que Gabardón tuvo que notarlo:
-¿Qué te pasa, mi pequeña Gabardiella?
Ella, ligeramente ruborosa y entrecortada lanzó un profundo suspiro y confesó:
-Suspiro por un pico maravilloso.
-Algo de eso estaba yo imaginando. Y es natural, hija mía, ya no eres una niña. ¿Y quién es ese feliz caballero que merece tus suspiros?
-Míralo, papá: allí enfrente está; es Gratal, el más hermoso monte de la Sierra.
-¿Has dicho Gratal? ¡Si es el más pobretón de todos los picos que se conocen! Todo él es maleza, carrascales, pedruscones y algún pino escuchimizado: ésos son sus tesoros. No tiene bosques, no tiene flores, ni siquiera tiene pueblos.
-Me gusta tal y como es y lo quiero.
-No. Olvídate de él. Encontraremos otros muchos con mejor fortuna y que valen más la pena. Nunca con­sentiré en ese amor tuyo tan loco.
Y nada pudo vencer la testarudez de Gabardón. Ni siquiera le conmovió la languidez de su hija que nunca ya volvió a asomarse a la Guarguera ni al reidor valle del Ara, y menos aún a los remotos montes que seguían agitando sus pañuelos en la lejanía.

***
Quien no se resignaba era Gratal. Quería de cora­zón a Gabardiella y lo intentó todo. Visitó al viejo Gabardón para explicarle que el amor era más importan­te que las riquezas, pero ni le dejó hablar. Lo echó a cajas destempladas. Buscó la intercesión de Sevil, pero de nada le valió. Por fin se decidió a raptar a Gabardie­lla. Nada podía frenar su amor correspondido.
Urdieron juntos sus planes y en un atardecer tor­mentoso, cuando todas las montañas se afanaban por encender sus chispas y fabricar sus truenos, Gabardiella huyó de casa en busca de Gratal. Es verdad que tenía que atravesar el Guarga, desbordado en terrible riada, esqui­var Aineto y Lastanosa, cruzar el vallón de Nocito... pero la ilusión era más fuerte y apagaba sus temores. Sabía además, y esto le daba inusitada fuerza que en aquellos momentos su amado también corría hacia ella.
Y dicen que un pastor (ellos se enteran de todo) dió la noticia a Gabardón. Pero el pobre viejo, con sus acha­ques, ya no estaba para echar a correr detrás de su díscola hija. En su amargura pidió ayuda al poderoso Guara.
El gigantón amigo acudió. Su potente vozarrón airado sobresalía entre todos los truenos de la noche. Su talla descomunal se perdía por encima de las nubes. Su temible clava se blandía en el aire amenazando despe­dazar la sierra. Hasta Aneto y Cotiella y Balaitús lo observaban con mirada torva conteniendo el aliento. Los tozales y cabezos se acurrucaban como podían ante su paso de zancadas colosales. Toda la tierra estaba ame­drentada, igual que aquella noche en que Pirene, acosa­da por Hércules incendió la montaña desde el cabo de Creus hasta el Atlántico.
Eructando amenazas, Guara se avalanzó implaca­ble sobre los dos amantes que por fin se habían encon­trado y los separó de un manotazo revolcándolos por tierra. Con un tajo de su clava partió en dos la montaña de roca y el Flumen comenzó a correr por la Foz de Salto de Roldán recién nacido, entre las peñas de Man y de San Miguel.
Gratal y Gabardiella, los encendidos amantes, quedaron separa-dos para siempre, condenados a mirarse eternamente cara a cara sin poder ya juntarse jamás.
Pero Gabardiella seguía enamorada de Gratal, llo­rando todas las tardes un amor imposible: las fuenteci­llas del Guatizalema son precisamente las lágrimas de Gabardiella.
Era mucho pedir que el orgulloso Gratal se resig­nase ante el injusto castigo de Gabardón y menos aún al abuso del gigante Guara.
Al principio rumiaba su dolor en silencio. Más tarde, el dolor de la separación definitiva, irremediable, cedió paso al rencor y el rencor al odio más enconado y al anhelo de venganza. Era más pequeño que Guara y se sabía menos fuerte, pero siempre había sido luchador.
Y una noche, cuando el coloso de la sierra descan­saba se acercó a él sigilosamente y le asestó un golpe mortal clavándole el picacho en sus entrañas que salta­ron salpicando la montaña ladera abajo y formando las Pedreras.
Los aullidos lastimeros de Guara fueron inútiles. Tras un estertor terrible que hizo temblar todo el Pirineo, Guara quedó definitivamente tumbado. Yacente. Muer­to.
Cuando pases por la carretera que va de Huesca a Barbastro, en cualquier tramo desde el Estrecho Quinto hasta Angüés, detente un momento y verás al hombre grandizo muerto. Y revivirás nuestra prehistoria, cuando los dioses eran montañas, cuando las montañas vivían pasiones humanas y susurraban canciones y venganzas y esta corteza áspera de nuestro Aragón se te hará leyenda en el alma.

0.013. anonimo (aragon)

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