Leyenda del pirineo
Muchos son los que
visitan el valle de Plan y la
Comuna y los que se aventuran por las ásperas breñas de sus
parajes siempre imponentes y misteriosos. Cada rincón de estos valles resulta
una sorpresa, desde la Basa
de la Mora , con
su misteriosa reina que aparece una vez al año hasta Viadós y las cumbres del
Posets, que para ellos es femenino como todo lo importante y lo llaman Lardana,
o la rinconada de "La
Canela " que descuelga desde el cielo los maravillosos
pueblecitos de Serveto, Sin y Señés.
Pero creo que son muchos
menos los que se han aventurado por el sendero de la Peña de San Martín. Y ellos
se lo han perdido, desde luego, a no ser que padezcan de vértigo, pues en ese
caso más vale que se olviden de él.
Los animosos que se
arriesguen a recorrerlo, en lo más atrevido y difícil de su trayecto quedarán
sorprendidos por una huella clarísima de un pie humano perfectamente grabado
en la roca, como si alguien la hubiera pisado hace miles de años, cuando
todavía estaba tierna: es el "Pie de la Monja ".
La verdad es que nada
tiene que ver con ninguna monja, que no se lo vamos a colgar todo a las buenas
religiosas. Al lugar se le debería llamar con mucho mayor acierto "El pie
de la Reina ".
Pero, claro, tampoco vamos a ser nosotros los que andemos cambiando los nombres
que nuestros antepasados dieron a las cosas.
La leyenda entronca con
los primeros tiempos de la Reconquista Aragonesa en aquellos remotos años en
que era rey de Navarra y Aragón García Iñiguez, el desgraciado hijo de Iñigo
que debió ser un hombretón duro como el hierro y por eso le pusieron el apodo
de Arista que en el vascón que se hablaba entonces en nuestra tierra significa
nada menos que "El Roble".
Pues bien, García Iñiguez
andaba entonces en Navarra y con la zarpa a la greña con sus gentes que le
estaban dando muchos más quebraderos de cabeza que Aragón. Mientras tanto había
enviado a su esposa, la reina doña Urraca a refugiarse en el convento de Santa
Cruz en el valle de Xistau.
Aparentemente era una
religiosa más, llegada hacía unos meses con intención de profesar, pues estaba
de incógnito y muy pocas personas, aparte de la Superiora , conocían su
verdadera identidad.
Allí vivía, pues, con las
monjas, rezando con ellas en el coro, comiendo en su refectorio, haciendo bordados
igual que las demás, disfrutando de la paz y serenidad que se respira en la
clausura.
Un día se acercó a la
abadesa -la única persona del monasterio que sabía que era la reina, y le dijo:
-Reverenda Madre: debo salir
inmediatamente de aquí para hacer un viaje.
-Pero, Señora, en este
tiempo del año es muy peligroso viajar por estas tierras y más yendo sola.
-Ya lo sé, Madre, pero
Dios me ayudará como lo ha hecho hasta ahora. Estoy esperando un hijo; lo he
sabido hace unas semanas y quiero comunicárselo personalmente al Rey. Sé cómo
lo está deseando él y eso le ayudará en estos momentos tan difíciles para el
Trono. Está atravesando unas dificultades terribles y necesita todo el apoyo
moral. Mañana, al rayar el alba, me pondré en camino.
Desoyendo los consejos de
la prudencia y siguiendo los del corazón, y en alas de la ilusión, se puso en
camino hacia Señés en donde esperaba que el fiel Pedro de Sessé la acompañaría
en su viaje a Navarra.
Lo malo era el sendero
que bordeaba inverosímilmente el paredón de roca que caía a plomo hasta Plandescún,
centenares de metros más abajo. Y precisamente en el punto más crítico del
recorrido, al borde del abismo, sufrió un desmayo, propio de su estado.
Pero no llegó a rodar
montaña abajo: la roca se reblandeció y le sujetó el pie de forma que no modía
moverse, como si estuviera dentro de una horma. No sabemos cuánto tiempo estuvo
así. Cuando volvió de su desmayo el sol ya estaba alto en el cielo y parecía
contagiar con su alegría todo el precioso paisaje que se divisaba desde la
altura.
Tardó en reaccionar: no
acababa de comprender cómo no se había despeñado de la cornisa de piedra.
Entonces notó que alguien le sujetaba el pie con fuerza aferrándola al suelo.
Pero no era ninguna persona: era la misma roca la que amorosamente la había
aprisionado salvándole la vida a ella y al hijo que llevaba en sus entrañas.
Desencajó despacito el pie de la oquedad y observó que había quedado
perfectamente grabado en la piedra, igual que si hubiera sido en un molde de
escayola.
Ella lo interpretó,
naturalmente, como una señal clara de que Dios protegía a su hijo y con nuevo
ánimo se levantó y siguió apresurada su camino hacia Señés a donde llegó sana y
salva una media hora más tarde.
La sorpresa que se llevó
el bondadoso e incondicional Pedro de Sessé al ver llegar a su casa a doña
Urraca se convirtió en alegría desbordante al recibir la buena noticia que
traía. La acomodó en el mejor aposento y la encomendó a los cuidados de su
esposa y sus sirvientes e inmediatamente se puso en camino hacia Navarra para
comunicar el acontecimiento al rey. No quiso permitir que la Reina lo acompañara: lo duro
de la estación, la aspereza e incomodidades del recorrido, el estado en que
ella se encontraba y la salud de la madre y el hijo desaconsejaban cualquier
tipo de viaje. Así que partió solo, con un escudero, para reunirse cuanto antes
con García Inigez.
Al rey le faltó tiempo
también para acudir presuroso a Señés a recoger a su esposa y llevarla consigo
a Navarra con toda la comodidad que los medios de aquella época permitían.
Antes de abandonar Aragón
le pareció obligado acercarse al Monasterio de Tabernas para que San Pedro
bendijese a la reina y a su hijo. El príncipe de los apóstoles debió bendecir
de modo especial al heredero que todavía no había nacido.
En Tabernas se quedaron
una temporada hasta que las obligacio-nes de la Corona les obligaron a
emprender la marcha hacia el Reino de Navarra. Rehuían los caminos más
frecuentados ya que el rey no quería exponer a sus dos seres queridos en unos
momentos en que la levantisca nobleza navarra estaba especialmente encrispada.
Dividieron la comitiva
para no llamar la atención. Un pequeño grupo, destacado a manera de vanguardia
exploraba el terreno. Mas atrás iban los reyes con una exigua escolta. Más
allá, cerrando la retaguardia, Pedro de Sessé y Antonguillén.
Todo fue normal hasta
Lecumberri. En cuanto los de la vanguardia hubieron revasado el pueblo, rodeándolo,
una emboscada de los enemigos reales se cerró sobre el grupo central. De nada
sirvió el valor que derrochó la escolta real; los atacantes eran muchos y en
pocos momentos pasaron a cuchillo a todos y allí murieron el rey, la reina y
su comitiva. Los agresores huyeron al instante... Solamente quedó con vida para
contarlo el navarro Fortún de Garde, gravemente herido.
Al llegar los dos
aragoneses que cerraban la marcha ya no había nada que hacer. Unicamente
constatar desolados la trágica muerte de todos. Al comprobar el fallecimiento
de doña Urraca, Pedro de Sessé y Antonguillén no lo dudaron ni un momento: le
abrieron el vientre y sacaron al niño que todavía estaba vivo.
Con mil cuidados se lo
llevaron a Señés y en casa de Sessé se crió como un chistavino más. La compañía
de los otros muchachos del pueblo, los barrancos, los osos y los lobos lo
endurecerían para siempre. Resultaba un príncipe auténticamente montañés. Sus
costumbres, su vestido áspero y sencillo, su rústico calzado, todo, le hacían
pasar por un montañés más.
Cuando el chico había
cumplido los catorce años se reunían las Cortes a fin de elegir un nuevo rey
para Aragón. Sessé y Antonguillén se presentaron con él alegando todos los
derechos. Era espigado, ágil y fuertote como un jabalí. Llamaban sobre todo la
atención sus ojos brillantes, exacta reproducción de los de su padre y sus
ágiles pies calzados por rústicas abarcas.
Las pruebas que aportaron
y la honradez de los dos aragoneses fiadores convencieron a las, Cortes y allí
mismo quedó consagrado Rey el joven Sancho Garcés al que cariñosamente
apellidaron "Abarca" por su calzado.
Esta es la leyenda con
algunos desajustes históricos. Pero la firma "el pie de la Monja " que sigue
grabado en la Roca
de San Martín.
***
Así me lo contaron en el
valle de Xistau.
Otra versión de la misma
leyenda recogida en un romance mucho más tardío atribuye la muerte de los reyes
a una celada de los moros. La reina muere de una lanzada en el vientre y un
caballero llamado Guevara es el que ayuda a nacer al príncipe:
"...a la reina se llegara
y vio la mano del niño
salida por la lanzada,
que pugnaba por nacer,
que natura le esforzaba:
sintiendo su madre muerta
por nacer se trabajaba."
Es el mismo noble quien
esconde al niño en su casa y lo cría en secreto:
"...el
ayo le trae vestido
de
vestidura muy basta
y en
lugar de los zapatos
con
abarcas le calzaba
por
no dar a conocer
el
gran león que criara."
Por esa razón al
nombrarlo rey fue llamado Sancho Abarca y al noble que lo arrancó de su madre
hurtándolo a la muerte se le llamó en adelante Ladrón de Guevara.
0.013. anonimo (aragon)
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