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sábado, 15 de septiembre de 2012

El pie de la monja

Leyenda del pirineo

Muchos son los que visitan el valle de Plan y la Comuna y los que se aventuran por las ásperas breñas de sus parajes siempre imponentes y misteriosos. Cada rincón de estos valles resulta una sorpresa, desde la Basa de la Mora, con su misteriosa reina que aparece una vez al año hasta Viadós y las cumbres del Posets, que para ellos es femenino como todo lo importante y lo llaman Lardana, o la rinconada de "La Canela" que descuelga desde el cielo los maravillosos pueblecitos de Serveto, Sin y Señés.
Pero creo que son muchos menos los que se han aventurado por el sendero de la Peña de San Martín. Y ellos se lo han perdido, desde luego, a no ser que padezcan de vértigo, pues en ese caso más vale que se olviden de él.
Los animosos que se arriesguen a recorrerlo, en lo más atrevido y difícil de su trayecto quedarán sorpren­didos por una huella clarísima de un pie humano perfectamente grabado en la roca, como si alguien la hubiera pisado hace miles de años, cuando todavía estaba tierna: es el "Pie de la Monja".
La verdad es que nada tiene que ver con ninguna monja, que no se lo vamos a colgar todo a las buenas religiosas. Al lugar se le debería llamar con mucho mayor acierto "El pie de la Reina". Pero, claro, tampoco vamos a ser nosotros los que andemos cambiando los nombres que nuestros antepasados dieron a las cosas.
La leyenda entronca con los primeros tiempos de la Reconquista Aragonesa en aquellos remotos años en que era rey de Navarra y Aragón García Iñiguez, el desgra­ciado hijo de Iñigo que debió ser un hombretón duro como el hierro y por eso le pusieron el apodo de Arista que en el vascón que se hablaba entonces en nuestra tierra significa nada menos que "El Roble".
Pues bien, García Iñiguez andaba entonces en Na­varra y con la zarpa a la greña con sus gentes que le estaban dando muchos más quebraderos de cabeza que Aragón. Mientras tanto había enviado a su esposa, la reina doña Urraca a refugiarse en el convento de Santa Cruz en el valle de Xistau.
Aparentemente era una religiosa más, llegada hacía unos meses con intención de profesar, pues estaba de incógnito y muy pocas personas, aparte de la Superiora, conocían su verdadera identidad.
Allí vivía, pues, con las monjas, rezando con ellas en el coro, comiendo en su refectorio, haciendo borda­dos igual que las demás, disfrutando de la paz y sereni­dad que se respira en la clausura.
Un día se acercó a la abadesa -la única persona del monasterio que sabía que era la reina, y le dijo:
-Reverenda Madre: debo salir inmediatamente de aquí para hacer un viaje.
-Pero, Señora, en este tiempo del año es muy pe­ligroso viajar por estas tierras y más yendo sola.
-Ya lo sé, Madre, pero Dios me ayudará como lo ha hecho hasta ahora. Estoy esperando un hijo; lo he sabido hace unas semanas y quiero comunicárselo per­sonalmente al Rey. Sé cómo lo está deseando él y eso le ayudará en estos momentos tan difíciles para el Trono. Está atravesando unas dificultades terribles y necesita todo el apoyo moral. Mañana, al rayar el alba, me pondré en camino.
Desoyendo los consejos de la prudencia y siguien­do los del corazón, y en alas de la ilusión, se puso en camino hacia Señés en donde esperaba que el fiel Pedro de Sessé la acompañaría en su viaje a Navarra.
Lo malo era el sendero que bordeaba inverosímil­mente el paredón de roca que caía a plomo hasta Plan­descún, centenares de metros más abajo. Y precisamen­te en el punto más crítico del recorrido, al borde del abismo, sufrió un desmayo, propio de su estado.
Pero no llegó a rodar montaña abajo: la roca se reblandeció y le sujetó el pie de forma que no modía moverse, como si estuviera dentro de una horma. No sabemos cuánto tiempo estuvo así. Cuando volvió de su desmayo el sol ya estaba alto en el cielo y parecía contagiar con su alegría todo el precioso paisaje que se divisaba desde la altura.
Tardó en reaccionar: no acababa de comprender cómo no se había despeñado de la cornisa de piedra. Entonces notó que alguien le sujetaba el pie con fuerza aferrándola al suelo. Pero no era ninguna persona: era la misma roca la que amorosamente la había aprisionado salvándole la vida a ella y al hijo que llevaba en sus entrañas. Desencajó despacito el pie de la oquedad y observó que había quedado perfectamente grabado en la piedra, igual que si hubiera sido en un molde de escayo­la.
Ella lo interpretó, naturalmente, como una señal clara de que Dios protegía a su hijo y con nuevo ánimo se levantó y siguió apresurada su camino hacia Señés a donde llegó sana y salva una media hora más tarde.
La sorpresa que se llevó el bondadoso e incondi­cional Pedro de Sessé al ver llegar a su casa a doña Urraca se convirtió en alegría desbordante al recibir la buena noticia que traía. La acomodó en el mejor aposen­to y la encomendó a los cuidados de su esposa y sus sirvientes e inmediatamente se puso en camino hacia Navarra para comunicar el acontecimiento al rey. No quiso permitir que la Reina lo acompañara: lo duro de la estación, la aspereza e incomodidades del recorrido, el estado en que ella se encontraba y la salud de la madre y el hijo desaconsejaban cualquier tipo de viaje. Así que partió solo, con un escudero, para reunirse cuanto antes con García Inigez.
Al rey le faltó tiempo también para acudir presuro­so a Señés a recoger a su esposa y llevarla consigo a Navarra con toda la comodidad que los medios de aquella época permitían.
Antes de abandonar Aragón le pareció obligado acercarse al Monasterio de Tabernas para que San Pedro bendijese a la reina y a su hijo. El príncipe de los apóstoles debió bendecir de modo especial al heredero que todavía no había nacido.
En Tabernas se quedaron una temporada hasta que las obligacio-nes de la Corona les obligaron a emprender la marcha hacia el Reino de Navarra. Rehuían los caminos más frecuentados ya que el rey no quería exponer a sus dos seres queridos en unos momentos en que la levantisca nobleza navarra estaba especialmente encrispada.
Dividieron la comitiva para no llamar la atención. Un pequeño grupo, destacado a manera de vanguardia exploraba el terreno. Mas atrás iban los reyes con una exigua escolta. Más allá, cerrando la retaguardia, Pedro de Sessé y Antonguillén.
Todo fue normal hasta Lecumberri. En cuanto los de la vanguardia hubieron revasado el pueblo, rodeán­dolo, una emboscada de los enemigos reales se cerró sobre el grupo central. De nada sirvió el valor que derrochó la escolta real; los atacantes eran muchos y en pocos momentos pasaron a cuchillo a todos y allí murie­ron el rey, la reina y su comitiva. Los agresores huyeron al instante... Solamente quedó con vida para contarlo el navarro Fortún de Garde, gravemente herido.
Al llegar los dos aragoneses que cerraban la mar­cha ya no había nada que hacer. Unicamente constatar desolados la trágica muerte de todos. Al comprobar el fallecimiento de doña Urraca, Pedro de Sessé y Anton­guillén no lo dudaron ni un momento: le abrieron el vientre y sacaron al niño que todavía estaba vivo.
Con mil cuidados se lo llevaron a Señés y en casa de Sessé se crió como un chistavino más. La compañía de los otros muchachos del pueblo, los barrancos, los osos y los lobos lo endurecerían para siempre. Resultaba un príncipe auténticamente montañés. Sus costumbres, su vestido áspero y sencillo, su rústico calzado, todo, le hacían pasar por un montañés más.
Cuando el chico había cumplido los catorce años se reunían las Cortes a fin de elegir un nuevo rey para Aragón. Sessé y Antonguillén se presentaron con él alegando todos los derechos. Era espigado, ágil y fuer­tote como un jabalí. Llamaban sobre todo la atención sus ojos brillantes, exacta reproducción de los de su padre y sus ágiles pies calzados por rústicas abarcas.
Las pruebas que aportaron y la honradez de los dos aragoneses fiadores convencieron a las, Cortes y allí mismo quedó consagrado Rey el joven Sancho Garcés al que cariñosamente apellidaron "Abarca" por su calzado.
Esta es la leyenda con algunos desajustes históri­cos. Pero la firma "el pie de la Monja" que sigue grabado en la Roca de San Martín.

***
Así me lo contaron en el valle de Xistau.
Otra versión de la misma leyenda recogida en un romance mucho más tardío atribuye la muerte de los reyes a una celada de los moros. La reina muere de una lanzada en el vientre y un caballero llamado Guevara es el que ayuda a nacer al príncipe:

"...a la reina se llegara
y vio la mano del niño
salida por la lanzada,
que pugnaba por nacer,
que natura le esforzaba:
sintiendo su madre muerta
por nacer se trabajaba."

Es el mismo noble quien esconde al niño en su casa y lo cría en secreto:

"...el ayo le trae vestido
de vestidura muy basta
y en lugar de los zapatos
con abarcas le calzaba
por no dar a conocer
el gran león que criara."

Por esa razón al nombrarlo rey fue llamado Sancho Abarca y al noble que lo arrancó de su madre hurtándolo a la muerte se le llamó en adelante Ladrón de Guevara.

0.013. anonimo (aragon)

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