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sábado, 15 de septiembre de 2012

La fosa del gigant

Leyenda del pirineo [1]

Ya no existe el dolmen que señalaba el paraje en el precioso rincón del Pirineo catalán cerca de los lagos de Carancá. Como tantos y tantos megalitos fueron arrasa­dos por las gentes que buscaban nada menos que teso­ros. La obsesión por los tesoros escondidos es constante en todo el Pirineo desde el Bidasoa hasta el cabo de Creus.
Unas veces son cabras de oro, otras, toros de oro, otras, en fin, montones de monedas de plata y oro que encubren otras piezas engastadas con piedras preciosas. La imaginación popular siempre ha estado dispuesta a creer en tales hallazgos. Cuando las gentes de los pue­blos descubren algún estudioso excavando restos ar­queológicos piensan que lo que busca es un tesoro y por esa razón se han destruído tantos y tantos yacimientos prehistóricos.
Cerca del dolmen que decimos y que ya desapare­ció está el paraje que todavía hoy siguen llamando "la Fosa del Gigante" porque se pensaba que allí estaba enterrado el moro gigantón Ferragut y, por supuesto, con sus tesoros.
La leyenda dice que Ferragut era el jefe que capi­taneaba a los sarracenos que invadieron Cataluña por los Pirineos. Debía ser muy fuerte porque la tradición le adjudicó el título de gigante. Los cristianos que se oponían a la invasión estaban al mando del caballero Rotlá.
Los dos caudillos adversarios debían tener mucho sentido común y con objeto de ahorrar la sangre de sus pueblos en una lucha que tenía que ser terrible y acabar en el exterminio de mucha gente, tomaron una decisión que ojalá se adoptase siempre en las guerras de pueblos contra pueblos: luchar los dos entre sí y decidir de este modo cuál era el ejército vencedor. El que quedase derrotado dejaría el campo libre a sus contrincantes.
Se dice que Rotlá y Ferragut se enzarzaron en una pelea a brazo partido que duró nada menos que seis días. Pero era una lucha noble, ya que nobles eran los dos caballeros. En cuanto se hacía de noche dejaban de pelear y con toda normalidad se preparaban la cena por turno, uno cada día. Luego cenaban juntos charlando de cosas indiferentes y despues dormían también juntos como si fueran dos buenos camaradas. A la mañana siguiente se reanudaba el combate.
Rotlá era hercúleo. Parecía como forjado en hierro y además era invulnerable como él. En vano golpeabas su cuerpo en el que parecían rebotar las espadas sin hacerle mella. Pero tenía un punto débil, al igual que Aquiles: los pies.
Las plantas de sus pies eran tiernas como hechas de mantequilla y por lo tanto sumamente débiles, de forma que le hubiera bastado con pisar una piedrecita pequeña para quedar herido, lo suficiente como para desangrarse por la herida y quedar derrotado.
Claro que, como conocía su punto vulnerable se había preocupado por poner el remedio y para eso se calzaba con unas botas que le habían fabricado exclusi­vamente para él, que tenían siete suelas de hierro y jamás se descalzaba ni de día ni de noche por nada del mundo. Por si faltaba poco, siempre dormía de pie para que nadie intentase hacer nada en sus botas.
También Ferragut era invulnerable y no existía arma alguna capaz de hacerle daño en toda su anatomía. Aunque igualmente tenía un punto débil en donde se le podía lastimar, que era la parte baja del vientre. Y como también conocía este fallo se protegía con una piedra plana a modo de blindaje que llevaba atada con disimulo al vientre.
Una noche, cuando los dos caudillos se disponían a dormir, al desnudarse el moro, Rotlá observó que le asomaba un trozo de piedra por debajo de los calzones. Dándole vueltas a la cabeza al asunto dedujo que tenía que ser una protección y aprovechando que su enemigo tenía el sueño muy profundo y que nada había que le despertase, le robó la piedra protectora, salió de la habitación y la tiró a cien leguas de distancia.
A la mañana siguiente, al vestirse el otro, buscó in­útilmente la piedra desaparecida pero no la encontró. No dijo nada para no alertar al cristiano.
Pero ya estaba decidida la victoria. Cuando, des­pués de desa-yunar, comenzaron la lucha y Ferragut abrazó a su contrincante para derribarlo y terminar pronto la contienda, Rotlá se agachó, embistió a su rival y le asestó un cabezazo terrible en el bajo vientre que dio con el otro en tierra y poco después murió. Los cristia­nos quedaban de amos del Pirineo.
Rotlá tomó el cuerpo del moro vencido y lo enterró en el dolmen que hemos dicho.
Pero no busquéis el dolmen. Ya hemos dicho que no existe.
Un buen día, hace ya mucho tiempo se presentó un francés por el contorno preguntando por el paraje de la "Fosa del Gigante". Tenía interés por conocerlo. Un pastor que por allí estaba pastando su ganado lo condujo hasta el lugar que buscaba.
Cuando llegaron al monumento prehistórico, el extranjero sacó de su alforja un libro viejo escrito con caracteres muy extraños, encendió un quinqué provisto de tres mechas que daba una luz verdosa y comenzó a leer en el libro mágico.
El pastor no comprendía nada de lo que el otro decía y menos todavía la razón de aquel misterioso rito. Pero llegado a un punto de la lectura la piedra más gorda se abrió en dos por en medio, como si fuese un portalón que daba entrada a un pasadizo. Se deslizaron los dos por él y llegaron a una pequeña cueva. Allí, a la derecha, en un rincón, había unos montones de lentejas.
El francés le dijo al pastor que cogiera unas cuan­tas para su chavalito y el pastor se echó un puñadito pequeño al macuto sin mucha ilusión. Siguieron pasillo adelante hasta que toparon con otra piedra que hicieron abrir igual que la primera y que iba a parar a otra cueva en la que se veían montones de alubias. De nuevo indicó el extranjero al pastor que cogiera las que quisiese y el otro se echó al zurrón un puñadico más pequeño que el de lentejas, pensando que no le iban a sacar de ningún apuro y no queriendo, además, cargarse con un peso inútil.
Todavía partió el forastero una tercera piedra, igual que había hecho con las anteriores y de nuevo encontra­ron una covacha, esta vez con habas. Otra vez el extraño le dijo a su acompañante que cogiera las que quisiese y otra vez éste cogió unas cuantas, menos que nunca. Salieron de la "fosa" y las paredes se volvieron a cerrar. Con esto el forastero se despidió del pastor, después de darle un duro por haberle acompañado, y siguió su camino.
Pero ¿cuál no sería la sorpresa del pastor cuando al día siguiente vació el zurrón para darle las legumbres a su hijo? Sin saber cómo, los guisantes se le habían convertido en monedas de cobre, las judías en monedas de plata y las habas en oro.
Marchó presuroso hacia la Fosa del Gigante, pero las piedras estaban como siempre. Intentó abrirlas con todas sus fuerzas pero no lo consiguió. Se maldecía a sí mismo por no haber cogido mayor cantidad de legum­bres, sobre todo habas y judías, porque ahora sería riquísimo. Como no pudo hacer nada por entrar en las cuevas se bajó al pueblo y contó a sus familiares y amigos lo sucedido y les mostró las monedas como señal de que decía la verdad.
En seguida un grupo grande de gente se dirigió hacia el dolmen con picos y palas y trabajaron como negros para deshacerlo. Pero cuando al fin lo consiguie­ron, no encontraron nada. En la parte inferior de la piedra más gorda en la que esperaban encontrar los montones de habas, al darle la vuelta encontraron una inscripción grabada que decía:

"Hacía años que estaba acostada en esta postura
¡gracias a Dios que me habéis dado vuelta!"

 0.103. anonimo (cataluña)


[1] Leyenda recogida por Joan Amades "La fossa del gegant" en "Les millores llegendes populars". Barcelona, 1983. Traducción y adaptación del autor.

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