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sábado, 15 de septiembre de 2012

La leyenda de formigal


Leyenda del pirineo

Al igual que nuestra fabla y nuestras tradiciones más ancestrales, también la mitología aragonesa parece que se ha refugiado entre los escondrijos del Pirineo. Allí es preciso acudir en busca de nuestras esencias y de nuestro pasado.
Allí se conservaban de padres a hijos hasta que la televisión rompió el hechizo de las largas veladas de invierno que reunían a la mor de la lumbre a abuelos y críos y aquellos escanciaban en las almas curiosas de sus nietos todo lo que ellos, a su vez, habrían de transmitir a los suyos. Pero la televisión astilló las cadieras y apagó para siempre el calibo.
Pero quedan todavía las purnetas para reconstruir nuestra mitología. Yo no sé si es que los bosques y las montañas, las grutas y las cumbres, las nieves y los cierzos crean el caldo de cultivo adecuado a la leyenda o si el contagio de la mitología latina que humanizaba y multiplicaba dioses ayudó a crear el mito.
La montaña, imponente, recorta su blancura contra el cielo azul.
Miras a lo alto y sigues caminando. Y a cada instante la perspectiva te cambia la figura. Aquel pica­cho que antes parecía la quilla de un velero solitario es ahora una pirámide gigantesca; luego, el perfil inmacu­lado de una diosa, mientras sus compañeros de decora­ción han convertido sus gestos serenos en rictus avasa­lladores de dolor.
Por eso no es extrañar que los montañeses hayan encontrado siempre en todas sus montañas y heleros y rocas y lagos, la personificación más absoluta de lo humano, prestándoles a todos sus sentimientos y pasio­nes de hombres y mujeres.
La leyenda, que en tantas culturas ha servido para difuminar la historia de los pueblos o la ha interpretado, es aquí leyenda pura que nos sirve, no para descifrar la naturaleza, sino para descubrir el alma poética de sus hombres.
Es el caso de la leyenda de Formigal.
Formigal en aragonés significa "hormiguero", como todo el mundo sabe. No obstante, cuando uno visita ese precioso paraje tensino, ya famoso en el mundo del esquí, queda sorprendido por la ausencia de hormigas. Sobre todo, de hormigas blancas que en tiempos antiquísimos, por lo visto, abundaban allí.
Y entre Formigal y Sallent de Gállego destaca una de las peñas más emble­máticas de nuestro Piri­neo. Su silueta, con una doble punta a manera de bonete, se refleja ahora en el lago artificial de La­nuza porque le gusta re­petirse ya que es única. La llaman "La Peña Fo­ratata" y los que la han escalado aseguran que está casi hueca. Una boca, en su cima, parece la entrada del mundo del más allá: un volcán que nunca ha tenido erupción: la puerta del centro de la tierra.
Todos estos datos han forjado la leyenda.
El anciano que me la contaba hablaba con voz bajita y susurrante, como soñadora; y la vi­vía de tal modo que daría yo algo por reproducir exactamente sus palabras, ya que no sus gestos:
Anayet y Arafita eran tal vez los dioses más pobres de la montaña. Les habían despojado de sus pinares y abetales. En sus umbrías ya no se encontraban ni siquiera fresas o chor­dones. Hasta sus ganados escaseaban. Tampoco acudían ya los sarrios que no encontraban en ellas nada para comer. Sus senderos se habían convertido en pasos de contrabandistas.
Anayet y Arafita eran pobres pero trabajadores y honrados. Poco les importaba que los otros dioses-montañas los despreciasen porque ellos, en su pobreza, eran felices. Es más: tenían un tesoro que por nada del mundo cambiarían: una hija preciosa -la diosa Culibilla - a la que el cielo había adornado con todas las gracias imaginables entre las que destacaban sin duda el candor y la hermosura. Nada quería saber nunca de las pretensiones de todos los otros dioses pirenaicos.
Sus mejores afectos eran, sencillamente, hacia los corderillos que competían en blancura con los inmensos heleros y glaciares que rompían el verdor de sus monta­ñas. Y más aún amaba a las humildes y trabajadoras hormigas blancas que durante el verano continuaban blanqueando la montaña, hasta el punto que Culibilla la bautizó con el nombre de Formigal.
La bucólica paz se acabó el día en que Balaitús se enamoró ardientemente de Culibilla.
Balaitús era el reverso de la medalla: fuerte, pode­roso, temido de todos. Ningún obstáculo se oponía jamás a sus deseos. El amasaba las terribles tormentas del Pirineo y forjaba los rayos capaces de destruir todo lo que a él se le antojara. Violento como ninguno, cuando se enfadaba y hacía correr sus carros por encima de las nubes, se extremecían hasta los cimientos de las montañas.
¿Cómo iba a ser Culibilla feliz con ese dios? Na­turalmente, lo rechazó igual que a los demás que la habían pretendido. En mal momento para ella porque el desairado Balaitús, que era la primera vez que no colma­ba sus deseos, juró raptarla. Anayet y Arafita temían sus furores pero ¿Qué podían hacer los pobres para defender a su hija?
En tres zancadas dicen que se presentó Balaitús ante Culibilla, decidido a cumplir sus propósitos. Las montañas todas estaban atónitas, sin atreverse a defen­der a la hermosa y desgraciada diosa. Balaitús era el Zeus de aquel Olimpo Pirenaico. Y dice la leyenda que entonces Culibilla, al verse perdida, gritó:
-¡A mí las hormigas!
A millares acudieron de todos los sitios las hormi­gas blancas que empezaron a cubrir a Culibilla ante los ojos de Balaitús que, horrorizado, emprendió la huída.
Culibilla, en el colmo de la amistad y el agradeci­miento, se clavó un puñal en el pecho para guardar dentro, junto a su corazón, todas las hormigas: es el forau de Peña Foratata.
Y cuentan que los que suben al forau de la Peña, pueden oir claramente los latidos de Culibilla, la diosa agradecida.
Y aseguran también que en Formigal, desde enton­ces, ya no hay hormigas blancas: todas las tiene ella.

 0.013. anonimo (aragon)

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