Leyenda del pirineo
La señora María tiene la
cara arrugada como la piel de estas montañas y la voz dulce y acariciadora como
la hierba verde de sus prados. Nació hace noventa años en la Val de Pineta, en Espierba, allí
donde el río Cinca se dispone a saltar hacia la tierra baja para ir alegrando
el paisaje de nuestro Alto Aragón.
La señora María, como
todos los yayos y yayas, lo sabe todo: las coplas de la Virgen de Pineta, la
historia de la Fuen Santa ,
los milagros de Santa Elena, la leyenda de la dulera de Marboré, todo.
Y en esta mañana soleada
de agosto evoca para mí y para vosotros "para que no se pierda" la
misma leyenda que ella escuchó un día a su abuela. Al desgranar su historia la
vive, la cuenta con los ojos, los dedos, las palabras.
¡Ojalá la supiera yo
contar como ella me la contó:
Erase una vez una
ancianica muy pobre que vivía en el barrio de arriba, en Esmorés, ella solita,
sin otra compañía que sus recuerdos de días ya muy lejanos y sin otros medios de
vida que las cuatro perras que trabajosamente se ganaba llevando a pastar la
dula, es decir las vacas del lugar que no subían al puerto.
Había que verla con su
palo de boj, sus albarcas gastadas, su sempiterno pañuelo negro sujetando la
cabeza, defendiéndola del aire y el sol, y su exigua alforja con un corrusco de
pan y un trozo de queso que ella misma se hacía cuando le regalaban alguna
jarrita de leche.
Aquella mañana de verano
había madrugado más que de costumbre: las vacas apenas encontraban nada en el
circo de Pineta y los prados de Lalarri ya los habían repasado otros rebaños.
Había que subir hasta Marboré en busca de la jugosa yerba que solamente se daba
en su tasca. Allí se quedaría unos días hasta que aflojase la calor. Dormiría
en la casucha refugio, bebería agua del arroyuelo y rezaría y cantaría.
Aún no se había apagado
la última estrella cuando emprendía el camino. Pero iba feliz, como siempre,
aunque sus cansados y trabajados remos apenas le llevaban cuesta arriba y a
veces tenía que agarrarse al rabo de una vaca para que la remolcase.
El sendero se hacía cada
vez más empinado y por entre los pinos se veía allá abajo el valle con el río
espumoso como una cinta de plata. Las vacas seguían su camino cansinamente,
azotando de cuando en cuando la cola para espantar las moscas y al sacudir la
cabeza hacían sonar los cencerros que colgaban de su cuello.
Y por fin, las praderas
de Marbore. Creía la buena mujer que no iba a llegar. El sudor le empapaba todo
el cuerpo, las rodillas se le resentían, los pulmones le exigían más aire y
pensaba con una sonrisa en los tiempos en que, de zagala, había hecho cien
veces el mismo camino sin detenerse ni un solo momento como no fuera para coger
alguna baya silvestre.
Ahora ya estaba arriba.
Respiró hondo. Se pasó la mano por la frente para secarse el sudor y entornó
los párpados.
Y de repente, al abrir de
nuevo los ojos se le resistieron a creer lo que veían: dos señores ricamente
vestidos se le habían presentado delante sin salir de ningún sitio. Uno de
ellos, el más joven y hermoso, la miraba con intenso cariño y le preguntaba:
-¿Qué hace usted aquí,
siendo tan vieja...? ¿Es que no tiene miedo a los lobos y a las tormentas?
-No lo sé, señor, ni me
lo pregunto. Tengo que ganarme la vida.
Así lo he hecho siempre y
así lo seguiré haciendo hasta que Dios quiera. Es verdad que ya me canso mucho
arreando las vacas que son muy tozudas, pero aquí está, en este prado, la mejor
hierba del mundo que renace todas las primaveras debajo de la nieve.
Viendo su aspecto
demacrado, volvío a preguntar el visitante:
-¿Cuánto hace que no ha
comido nada?
-El pan y el queso se me
acabaron ayer, pero tengo todos los días leche de las vacas y agua del arroyo.
Pues ahora vamos a matar
un ternero y nos lo comeremos.
-Es imposible, señor, porque
no son míos. Pero si ustedes tienen hambre, yo ordeñaré una vaca y les buscaré
fresas y chordóns en el piñar de ahí abajo.
-No se preocupe , buena
mujer. Haga lo que le digo.
Cogieron un temerillo, lo
mataron, lo desollaron, encendieron una hoguera y lo pusieron a asar sobre la
brasa. En medio de la pradera pusieron la piel.
La dulera comió como
hacía tiempo que no comía. Casi había olvidado el sabor de la carne asada. Ni
siquiera se acordó de que sus cuatro dientes perdidos por la boca no le dejaban
masticar. Estaba contenta y hasta cantó para los señores aquello de:
tan alta y sola
entre peñas y bosques
como pastora...
También los señores
disfrutaban viéndola feliz y el más joven de los dos miraba sonriente las
pobres albarcas de la dulera, cuando ella continuó:
quiere zapatos
para los angelicos
que van descalzos.
-Los huesos dejadlos
encima de la piel, no los tiréis al suelo- había advertido aquel señor al
empezar a comer y así lo hacían.
Cuando terminaron de
comer, el señor joven -que era nuestro Señor- dio un puntapié a la piel y los
huesos del montón se empezaron a juntar como un rompecabezas. Como por
ensalmo se cubrieron de nervios y carne, la piel se alzó también y los forró y
el ternero se puso en pie y ya no estaba muerto.
A la dulera le parecía
que estaba soñando. No salía de su asombro (los ojos de la señora María Soláns,
que me lo cuenta, tampoco).
-Ahora va a hacer lo que
yo le digo -continuó nuestro Señor- que no quiero que se canse tanto arreando
el ganado. Coja la vaca de la esquila grande y todas la seguirán.
Y luego añadió:
"Así se hunda la plana de Marboré, vacas y vaqués,
escudillas y mortés,
la nieu que caiga
que no se vaya nunca més".
La señora María mira
soñadora hacia el Balcón de Pineta por donde, también ella, tantas veces
correteó cuando era chavalilla; y más arriba en donde en pleno calor del verano
todavía pueden verse manchas de nieve inmaculada que nunca llegarán a
desaparecer del todo; Marboré se adivina más arriba. Los mira con ojos acuosos
y remata sentenciosa:
¡Y así ha sido!
0.013. anonimo (aragon)
No hay comentarios:
Publicar un comentario