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sábado, 15 de septiembre de 2012

El lego de la brasa


Leyenda del monasterio de piedra

-Desengáñese, hermano Rafael; nuestro reve­rendo padre (hablando con el debido respeto) ha hecho mal en poner al converso Matías al cuidado de los enfermos. Es, sin duda, entre todos el más infeliz de esta santa casa.
-Le ha negado Dios la inteligencia, es verdad, pero le tengo por muy bueno, padre Policarpo.
-No quisiera ofenderle, pero siempre que le veo exclamó interiormente: Andas "en dos pies por la misericordia de Dios".
-Más caridad con los pobres de espíritu; no ol­vide que de los pobres de espíritu es el reino de los cielos.
Acertó a pasar cerca de los interlocutores el converso Matías, con los ojos fijos en el suelo y andando muy despacio, como absorto en sus me­ditaciones.
-¿En qué estará pensando el lego? -le pre­guntó el padre Policarpo; y aquél ni siquiera le­vantó la cabeza.
-¿Pobre necio, es sordo o mal criado? ¿No oye lo que le pregunto? -prosiguió, levantando la voz.
-Perdone, padre -repuso el lego, no le ha­bía visto.
-¿No tiene ojos?
-No le había oído.
-¡En qué iría pensando!
-Padre -contestó el lego humildemente, en nada.
-Necesario es que se despierte en el oficio que el reverendo padre abad le ha señalado; si no, ¡pobres enfermos!
-Dios suplirá en su infinita misericordia las fal­tas en que, sin quererlo, incurra este pobre lego.
Quedáronse solos los dos padres, y cuando el converso Matías no podía oir sus palabras dijo el padre Rafael al padre Policarpo.
-La contestación del lego no es de un igno­rante ni mucho menos.
El padre Policarpo encogióse de hombros de­mostrando que no quedaba convencido.
Al mismo tiempo que tenía lugar la sencilla esce­na que acabamos de describir, el padre abad y su compañero el P. Antonio, ambos doctos y ejem­plares varones, hablaban del lego Matías:
-Vuestra reverencia, decía el P. Antonio, ha obrado con discretísimo acuerdo colocando en la enfermería a ese lego, a quien me parece que mira con especial predilección nuestra Safitísima Madre. Un día le vi delante del altar de la Inmaculada, y era tal su arrobamiento, que el rumor de mis pisadas no le distrajo. Coloquéme junto a él, y per­maneció inmóvil contemplando a la imagen, con una sonrisa tan dulce, con una expresión de bea­titud que no es para explicada.
-En ninguna parte podrá prestar mejores servi­cios que al lado de los enfermos: allí ejercitará en bien de ellos y de sí propio su inagotable paciencia, su exquisito cuidado y su ardiente amor a Dios.
Algunos meses después de estas escenas, el padre Policarpo estaba enfermo de muchísimo cuidado, y quien le asistía de día y de noche era el converso Matías. No dice la tradición qué dolores le aque­jaban, pero sí que el doctor no acertaba con los remedios. A veces caía el padre en un profundo abatimiento, a veces era presa de una excitación que le llevaba a cometer actos de increíble violen­cia, arrojándose de la cama y tirando sillas y me­sas y maltratando de palabra y obra a los que le rodeaban. Temíanse que se le hubieran metido los demonios en el cuerpo; a ello se inclinaba el doctor, fundado en que los remedios no habían producido en el enfermo su natural efecto.
¡Cómo referir lo que padeció durante dos meses el hermano Matías, los arañazos, los golpes, las he­ridas que recibió del P. Policarpo! Y no sólo nadie le oyó murmurar, pero ni siquiera se advirtió en él la más leve señal de cansancio ni impaciencia.
-Más padeció por nosotros Nuestro Señor Je­sucristo, solía decir sonriendo dulcemente.
Saliendo el P. Rafael y el R. P. Abad de la celda del enfermo, dijo éste:
-El lego es un santo. ¿Cómo, sin el favor de Dios y la intercesión de su Santísima Madre, po­dría soportar tantas fatigas?
-La asistencia de lo alto es evidente, replicó el P. Rafael.
Una noche el P. Policarpo, en un acceso de furor, cogió al lego y lo arrojó por la ventana, después de haber tirado por el suelo vasos, tazas, sillas y cuanto tuvo al alcance de su brazo.
Acudieron los monjes, enteráronse del hecho, y corrieron en dirección al patio, y en la escalera encontraron al lego que subía tranquilamente.
-¿Qué os ha sucedido, hermano? -le preguntó con viva inquietud el P. Rafael.
-Pudo ser mucho; pero, gracias a Dios, no ha pasado de una ligera contusión.
Ni una queja contra el agresor; al contrario, sa­lió a su defensa y se obstinó en seguir a su lado velándole aquella misma noche. A altas horas de élla se apagó la luz de la celda, y para encenderla ft nuevo bajó a la cocina a buscar una brasa, que llevó largo trecho en la palma de la mano sin que­mársela, y como se repitiese este hecho varias ve­ces, dieron todos en llamarle el lego de la brasa.
Agravóse la enfermedad del P. Policarpo, y en sentir del médico se acercaba la hora de su muer­te. Se había cubierto su cuerpo de repugnantes pústulas de carácter contagioso. Cuenta la tradi­ción que dijo el doctor que sólo podía salvar al enfermo una fuerte reacción promovida por un su­dor copioso.
Oyóle el hermano Matías, e invocando el nombre de Dios y haciendo votos por la salvación del mon­je moribundo, abrazóse a él, y con el calor de su cuerpo y con su aliento, determinó la salvadora reacción por el doctor indicada.
¡Raro ejemplo de sublime abnegación!
A los pocos días el P. Policarpo había entrado en plena convalecencia, y estaba expirando el converso Matías, víctima de su amor al prójimo y de su bondad inextinguible.
Es fama que al morir se esparció un suavísimo aroma por su reducida estancia y que brilló por breves instantes una blanca y purísima aureola al­rededor de su rugosa frente.
El P. Policarpo derramó abundantes lágrimas so­bre el cadáver del pobre lego de la brasa a quien tanto había ofendido y a quien debía la vida, y se ciñó el agudo cilicio con que había morticado sus carnes. Todos los días, hasta que Dios le envió su última enfermedad, bajaba al patio de San Martín, y por espacio de dos horas permanecía hincado de rodillas en el mismo sitio adonde había arrojado al lego, y se golpeaba el pecho y rogaba a Dios por el descanso del alma del converso Matías, el lego de la brasa.

0.013. anonimo (aragon)

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