Leyenda del pirineo
Ya no juegan al corro en
la plaza las niñas de Abella, de Espés o de Alíns. Hace unos cuantos años sí,
al salir de la escuela. Mientras los niños, siempre más traviesos, corrían por
los campos del contorno buscando nidos de pardales, trepando a los árboles o
midiendo sus fuerzas en centenares de juegos, las niñas dejaban en el suelo sus
portalibros y sus bolsas de labor y a su alrededor se cogían de la mano para
jugar en aquellos corros, llenos de gracia, y desgranaban sus cantinelas,
repaso de las leyendas más hermosas que acumuló nuestra historia ("yo soy
la viudita del Conde Laurel..."), "Mambrú se fue a la guerra, qué
dolor, qué dolor qué pena...") y sus caritas sonrosadas, debajo de sus
cabecitas repeinadas, adoptaban los gestos patéticos que pedía la canción.
Y con frecuencia,
poniendo siempre un pellizco de picardía, y evocando otra leyenda antiquísima
de nuestra Ribagorza, repetida de generación en generación, entonaban:
Barón de Espés,
Barón de Espés,
a Obarra vas
y a Obarra ves,
pero a Espés
no tomarás mes.
Una niña del corro, que
había permanecido callacasi siempre la de trenzas más rubias y ojos más azules,
se colocaba en el medio y respondía con voz ahuecada, lo más hombruna que le
salía: "A mí, con mi perrita y escopeta, nada me da miedo":
Yo, la escopeta
y la goseta,
res me fa por.
Ya han pasado muchos años
desde la época del Conde Bernardo de Ribagorza, Barón de Espés, y el tiempo se
ha encargado de desdibujar sus andanzas y hazañas. Sin embargo la leyenda sigue
en pie. Yo la escuché de labios de una abuelica de Castanesa en un atardecer de
diciembre, en el hogar, junto a las llamas chisporre-antes. Me gustó y la
guardaba para vosotros:
Pues señor, era cuando
los reyes y los príncipes y los duques eran los dueños absolutos de los
castillos y los pueblos y sus pobladores, y toda la gente se tenía que plegar a
sus caprichos a cambio de un corrusco de pan y un poquito de una muy dudosa
protección.
¿Que el señor del
castillo se enfadaba con el de otro castillo porque le había insultado
diciéndole que él era mejor cazador? Pues sus aldeanos tenían que dejar su
trabajo y sus casas y acudir a luchar contra el que había provocado a su amo y
señor.
¿Que en la chimenea del
barón se acababan los tizones que forzosamente tenían que arder continuamente?
Pues sus súbditos tenían que dejarlo todo para ir a la sierra, al carrascal, a
por la leña que él necesitaba.
¿Que las bodegas del
señor se resentían después de una semana de juerga continua con otros amigos
nobles? Pues los campesinos habían de vender posesiones suyas para poder ir a
comprar el vino a la tierra baja y rellenar los mermados toneles de la
abundante bodega de su amo.
¿Que la baronesa
necesitaba más criadas para mantener su casa como el oro de limpia, porque no
era cosa de que ella cogiera ni una sola vez una bayeta? Pues sencillamente
señalaba a las mozas que le dictaba su capricho y automáticamente pasaban a su
servicio, y por supuesto sin recibir nada a cambio.
Así eran los tiempos. Así
las costumbres: unos pocos dueños de todo, hasta de la vida de sus súbditos. Y
éstos, verdaderos esclavos, debían estar siempre al servicio del noble, a todo
lo que mandase y ordenase so pena de caer en desgracia del conde, o duque, o
marqués que dominaba la comarca. Y caer en desgracia del amo significaba el
verse privado de su casa, de las cuatro cosillas que poseía, a veces hasta de
su familia. Con frecuencia hasta la muerte.
Uno de estos hombres
tiranos y vanidosos era el Barón de Espés. Disponía de sus vasallos a su antojo
y creía que con sus generosas limosnas al Monasterio de Obarra podía comprar su
cielo y acallar los rumores disconformes de todo el contorno.
Su orgullo prepotente y
su malsana pasión le condujo hasta a poner los ojos en una novicia jovencita
de Obarra que hacía poco tiempo había entrado en la beatería de junto al
Monasterio.
Debía ser preciosa como
un rayo de sol y había decidido consagrarse a Dios. Don Bernardo, en cuanto la
conoció, empezó a frecuentar cada vez más el monasterio al que hacía regalos y
más regalos esperando a cambio conseguir que la novicia se saliera del convento
para entregarse a él.
Sus pretensiones
significaban, está claro, un desprecio a todo lo sagrado. Pero también
suponían no conocer muy bien ni a los frailes del Monasterio ni a sus paisanos.
Muy pronto, el descontento de unos y otros hizo causa común.
Se reunieron para
estudiar la situación y decidieron todos juntos hacer un escarmiento eficaz en
la cabeza de su señor. Espiaron todos sus movivientos y aficiones, especialmente
la caza que le alejaba muchas veces de su castillo para meterse por entre los
bosques del contorno.
Y una tarde en que había
partido de cacería con la única compañía de sus armas y de su perrita favorita,
fue el día señalado para ajustarle las cuentas.
Dicen que una bruja del
pueblo, que como todas estaba confabulada con el diablo para hacer el mal
corrió (o voló en la escoba) para avisarle del peligro que corría para que
huyera o se escondiese. Lo encontró en la borda de Farrás de Espés cuando
estaba asando una liebre recién cazada. Allí se disponía a merendar tranquilamente,
ajeno a todo lo que se le veía encima.
Y la bruja se puso a
cantarle una canción:
Señor de Espés
a Obarra vas y a Obarra ves
pero a Espés
no tomarás més.
Don Bernardo escuchó el
aviso sonriendo despectivamente. ¿Quién podría ser capaz de atentar contra él?
Acarició su arma y contestó cantando tranquilamente según una versión
antiquísima:
Con la goseta (=perrita)
que porto
y la espingarda que llevo
no le tendré miedo ni al
mismo diablo.
La bruja se marchó
enfadada porque no le había hecho caso. El barón terminó de merendar y se
volvió hacia su castillo.
Para llegar a él, tenía
que atravesar el barranco de Salat... Desde las alturas las gentes de los
pueblos de sus dominios empezaron a acosarle a pedradas. La única escapatoria
posible era un puentecico muy estrecho sobre el barranco y hacia él se
precipitó.
Pero allí lo estaban
esperando los frailes del Monasterio que venían con sus perros mastines.
La lucha fue
terriblemente desigual. Los mastines, azuzados, se abalanzaron sobre el señor
de Espés y de nada le sirvieron ni la goseta ni la escopeta. Allí mismo lo
despedazaron.
Cuando se hizo presente la Justicia , nadie sabía
nada de nada. Solamente sugerían que tal vez lo habían matado las brujas del
Turbón por haber incumplido algún pacto con ellas.
0.013. anonimo (aragon)
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