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sábado, 15 de septiembre de 2012

El baron de espés


Leyenda del pirineo

Ya no juegan al corro en la plaza las niñas de Abella, de Espés o de Alíns. Hace unos cuantos años sí, al salir de la escuela. Mientras los niños, siempre más traviesos, corrían por los campos del contorno buscando nidos de pardales, trepando a los árboles o midiendo sus fuerzas en centenares de juegos, las niñas dejaban en el suelo sus portalibros y sus bolsas de labor y a su alrededor se cogían de la mano para jugar en aquellos corros, llenos de gracia, y desgranaban sus cantinelas, repaso de las leyendas más hermosas que acumuló nuestra historia ("yo soy la viudita del Conde Lau­rel..."), "Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor qué pena...") y sus caritas sonrosadas, debajo de sus cabecitas repeinadas, adoptaban los gestos patéticos que pedía la canción.
Y con frecuencia, poniendo siempre un pellizco de picardía, y evocando otra leyenda antiquísima de nues­tra Ribagorza, repetida de generación en generación, en­tonaban:

Barón de Espés,
Barón de Espés,
a Obarra vas
y a Obarra ves,
pero a Espés
no tomarás mes.

Una niña del corro, que había permanecido calla­casi siempre la de trenzas más rubias y ojos más azules, se colocaba en el medio y respondía con voz ahuecada, lo más hombruna que le salía: "A mí, con mi perrita y escopeta, nada me da miedo":

Yo, la escopeta
y la goseta,
res me fa por.

Ya han pasado muchos años desde la época del Conde Bernardo de Ribagorza, Barón de Espés, y el tiempo se ha encargado de desdibujar sus andanzas y hazañas. Sin embargo la leyenda sigue en pie. Yo la escuché de labios de una abuelica de Castanesa en un atardecer de diciembre, en el hogar, junto a las llamas chisporre-antes. Me gustó y la guardaba para vosotros:
Pues señor, era cuando los reyes y los príncipes y los duques eran los dueños absolutos de los castillos y los pueblos y sus pobladores, y toda la gente se tenía que plegar a sus caprichos a cambio de un corrusco de pan y un poquito de una muy dudosa protección.
¿Que el señor del castillo se enfadaba con el de otro castillo porque le había insultado diciéndole que él era mejor cazador? Pues sus aldeanos tenían que dejar su trabajo y sus casas y acudir a luchar contra el que había provocado a su amo y señor.
¿Que en la chimenea del barón se acababan los tizones que forzosamente tenían que arder continuamen­te? Pues sus súbditos tenían que dejarlo todo para ir a la sierra, al carrascal, a por la leña que él necesitaba.
¿Que las bodegas del señor se resentían después de una semana de juerga continua con otros amigos nobles? Pues los campesinos habían de vender posesiones suyas para poder ir a comprar el vino a la tierra baja y rellenar los mermados toneles de la abundante bodega de su amo.
¿Que la baronesa necesitaba más criadas para man­tener su casa como el oro de limpia, porque no era cosa de que ella cogiera ni una sola vez una bayeta? Pues sen­cillamente señalaba a las mozas que le dictaba su capri­cho y automáticamente pasaban a su servicio, y por supuesto sin recibir nada a cambio.
Así eran los tiempos. Así las costumbres: unos pocos dueños de todo, hasta de la vida de sus súbditos. Y éstos, verdaderos esclavos, debían estar siempre al servicio del noble, a todo lo que mandase y ordenase so pena de caer en desgracia del conde, o duque, o marqués que dominaba la comarca. Y caer en desgracia del amo significaba el verse privado de su casa, de las cuatro cosillas que poseía, a veces hasta de su familia. Con frecuencia hasta la muerte.
Uno de estos hombres tiranos y vanidosos era el Barón de Espés. Disponía de sus vasallos a su antojo y creía que con sus generosas limosnas al Monasterio de Obarra podía comprar su cielo y acallar los rumores dis­conformes de todo el contorno.
Su orgullo prepotente y su malsana pasión le con­dujo hasta a poner los ojos en una novicia jovencita de Obarra que hacía poco tiempo había entrado en la beatería de junto al Monasterio.
Debía ser preciosa como un rayo de sol y había decidido consagrarse a Dios. Don Bernardo, en cuanto la conoció, empezó a frecuentar cada vez más el monas­terio al que hacía regalos y más regalos esperando a cambio conseguir que la novicia se saliera del convento para entregarse a él.
Sus pretensiones significaban, está claro, un des­precio a todo lo sagrado. Pero también suponían no conocer muy bien ni a los frailes del Monasterio ni a sus paisanos. Muy pronto, el descontento de unos y otros hizo causa común.
Se reunieron para estudiar la situación y decidieron todos juntos hacer un escarmiento eficaz en la cabeza de su señor. Espiaron todos sus movivientos y aficiones, es­pecialmente la caza que le alejaba muchas veces de su castillo para meterse por entre los bosques del contorno.
Y una tarde en que había partido de cacería con la única compañía de sus armas y de su perrita favorita, fue el día señalado para ajustarle las cuentas.
Dicen que una bruja del pueblo, que como todas estaba confabulada con el diablo para hacer el mal corrió (o voló en la escoba) para avisarle del peligro que corría para que huyera o se escondiese. Lo encontró en la borda de Farrás de Espés cuando estaba asando una liebre recién cazada. Allí se disponía a merendar tran­quilamente, ajeno a todo lo que se le veía encima.
Y la bruja se puso a cantarle una canción:

Señor de Espés
a Obarra vas y a Obarra ves
pero a Espés
no tomarás més.

Don Bernardo escuchó el aviso sonriendo despec­tivamente. ¿Quién podría ser capaz de atentar contra él? Acarició su arma y contestó cantando tranquilamente según una versión antiquísima:

Con la goseta (=perrita) que porto
y la espingarda que llevo
no le tendré miedo ni al mismo diablo.

La bruja se marchó enfadada porque no le había hecho caso. El barón terminó de merendar y se volvió hacia su castillo.
Para llegar a él, tenía que atravesar el barranco de Salat... Desde las alturas las gentes de los pueblos de sus dominios empezaron a acosarle a pedradas. La única es­capatoria posible era un puentecico muy estrecho sobre el barranco y hacia él se precipitó.
Pero allí lo estaban esperando los frailes del Mo­nasterio que venían con sus perros mastines.
La lucha fue terriblemente desigual. Los mastines, azuzados, se abalanzaron sobre el señor de Espés y de nada le sirvieron ni la goseta ni la escopeta. Allí mismo lo despedazaron.
Cuando se hizo presente la Justicia, nadie sabía nada de nada. Solamente sugerían que tal vez lo habían matado las brujas del Turbón por haber incumplido algún pacto con ellas.

0.013. anonimo (aragon)

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