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sábado, 15 de septiembre de 2012

Los amantes de graus

Leyenda del pirineo

Por Graus no se pasa. Es obligatorio detenerse. Y mejor aún, ir de propio y perderse por ese medallón de recuerdos aragoneses. Allí la iglesia de la Compañía de los tiempos en que Baltasar Gracián vivía en la villa ri­bagorzana e incordiaba a sus superiores con su pluma. Y la casa de Costa, el "León de Graus". Y la de Torquema­da, de tristes recuerdos para la Inquisición...
Es preciso visitar la impresionate plaza del Ayun­tamiento, con los más maravillosos aleros que jamás se hayan colgado de un tejado. Y la desafiante basílica de la Virgen de la Peña, encaramada en esa "montaña pre­cipitante -que ha tantos siglos que se viene abajo", y que sin embargo jamás se caerá "que está atada con cadenas".
Y errar por sus misteriosas callejas varadas en el tiempo; por Barrichós, Coreche... Al llegar a Coreche, sí, deteneos otra vez. Y leed esas inscripciones repetidas: "Rodrigo ama a Marica". Es la leyenda hecha piedra, de los Amantes de Graus.
No sé por qué razón son casi desconocidos: Cono­cemos con pelos y señales los amores de Romeo y Julieta, de la Verona medieval, que poetizó Shakespea­re; los amores de Abelardo y Eloísa del París del siglo XIII, y, más cercanos a nosotros, los amantes de Teruel, Isabel Segura y Diego Marcilla que yacen juntos bajo su mausoleo que los reproduce.
¿Por qué no los conocemos? ¿Porque terminaron bien? Parece que cuando una ardiente pasión llega a consumarse felizmente, automá-ticamente pierde interés. Siempre es más fácil sintonizar con la tristeza de los otros que con sus alegrías.
No obstante, y a pesar de los siglos, en Graus se conserva intacta la memoria de sus amantes, que acaban en un final rosa. Sólo sabemos de ellos lo que nos cuenta la leyenda, con infinidad de variantes, de manera que resulta harto complicado darle forma.
Bien es verdad que hace unos años la pluma de Miguel Palau emprendió la ardua tarea de tirar por tierra la leyenda; y digo "ardua" porque gracias a Dios no lo consiguió a pesar de sus elucubraciones filológicas y epigráficas. Pero en la villa ribagorzana -de lo más culto de Aragón- la gente sabe leer muy bien y ama con pasión sus cosas y la leyenda sigue en pie.
Además, el protagonista de la leyenda, Rodrigo Mur, purifica la historia de su progenitor del mismo nombre, señor de la Pinilla, que al parecer fue un verdadero pillastre, que andaba perseguido por la Inqui­sición por tráfico de caballos en la frontera y que para congraciarse con el Tribunal y con Felipe II se vendió vergonzosa-mente y traicionó a Lanuza, intentando pren­der a Antonio Pérez refugiado en Aragón. Más tarde fue ajusticiado en Francia tras fallar su intento de asesinato del ex-secretario del Rey Prudente.
No sabemos demasiado de los dos señores de la Pinilla, padre e hijo. Pero estrujando la leyenda adivina­mos que don Rodrigo, padre, quería casar a su vástago con doña Margarita de Solano, heredera de una de las más sólidas fortunas grausinas. Probablemente los pla­nes del caballero eran reforzar la economía familiar harto resentida por su juego y por las fuertes y frecuen­tes multas resultado de las irregularidades contrabandis­tas en las que se hallaba zambullido junto con su "alter ego" el barón de Concas.
La tal Margarita, además de mucho dinero y pres­tigio, es fama que tenía una belleza deslumbrante. Cuando paseaba su figura por las calles de Graus, acompañada de sus dueñas, se convertía en un imán irresistible que atraía todas las miradas y aceleraba todos los corazones de los muchachos grausinos.
Pero sin embargo el corazón del joven Rodrigo latía por otra damita del lugar a quien había jurado fidelidad desde el primer día en que la conoció, Marieta o Marica.
Muy pronto se creó una fuerte tirantez entre padre e hijo por motivo de esos amores. Las discusiones iban en continuo aumento. Los razonamientos interesados del padre se estrellaban violentamente en el ánimo del hijo. Y al final pudo más el amor del uno que la avaricia del otro entre los dos tercos aragoneses.
Más todavía: el ardiente amor se sobrepuso por en­cima de una ancestral tradición de casamientos entre nobles; y por encima del amor a la Casa, tan arraigado de padres a hijos en el Alto Aragón e incluso hasta a la adhesión del joven a la última voluntad de su padre muerto en el exilio.
La muerte del padre no hizo sino allanar el camino que ya tenía decidido Rodrigo. Por fin, se fijaron los desposorios para un día de junio del año de gracia de 1525.
La expectación en Graus debía ser enorme: por la alcurnia de Rodrigo, barón de la Pinilla; por la justifica­ción que todos esperaban que daría a la bellísima y desairada dama de la nobleza doña Margarita de Solano que desde luego lo había intentado todo para ganarse el corazón de Rodrigo al que amaba en secreto.
Había disparidad de opiniones. Los unos aplaudían el amor y la libertad del muchorcho. Otros todavía seguían pensando que, a última hora, el buen juicio de don Rodrigo y el amor a la tradición cedería al otro afecto ante las poderosas razones que lo contra-decían.
Pero esas conjeturas eran desconocer la entereza del noble, sus profundos sentimientos y su fidelidad al amor y a la palabra dada.
Aquel día, todo Graus se apelotonaba a las puertas de la casa solariega de los Pinilla. No podían perderse ningún detalle. Querían espiar y comentar la llegada de todos los invitados, regiamente adornados, acompaña­dos de lacayos ricamente trajeados; a las damas de la más alta alcurnia ribagorzana. Querían enterarse de las músicas y los bailes y los menús y, sobre todo, del desenlace final de un acontecimiento largamente espera­do en la villa.
Cuando todos los invitados entraron en la casa pa­lacio de Rodrígo -la actualmente llamada Casa de don Carlos- encontraron a punto todas las reformas adecua­das a la nueva vivienda. En los comedores, un alto zócalo de piedra estaba cubierto de cortinillas que pare­cían esconder tal vez algún misterio.
Muy pronto se aclaró. Cuando estaban todos los comensales reunidos para comenzar el yantar, don Rodrigo se acercó a una esquina de la estancia y tiró de un cordoncillo. Todos estaban expectantes.
Ante el rubor de la novia y la admiración de los invitados se descorrieron las cortinillas del zócalo para descubrir una inscripción en los sillares que repetía una y otra vez el lema que definía la firmeza del noble grausino y daba razón de todo su proceder.
En sus grandes letras talladas y caprichosamente entrelazadas todos pudieron leer:

RODRIGO AMA A MARICA.

Y es pena pero nada más sabemos de ellos ni de su descendencia. Solamente pueden hacerse conjeturas sobre la felicidad de un matrimonio defendido con tanta pasión.
Cuando la casa solariega de los Mur, señores de la Pinilla, pasó con el tiempo a otros propietarios, los nuevos dueños quisieron hacer constar la leyenda graba­da en la piedra y dos de las inscripciones de los come­dores pasaron a la fachada de la mansión, en donde todos los visitantes pueden verlas y en donde los grau­sinos recuerdan la entereza del amor aragones, que esta vez no terminó en tragedia.

0.013. anonimo (aragon)

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