Leyenda del pirineo
Esta curiosa leyenda
parece arrancada de las páginas amarillentas de una revista del siglo pasado o
de una escena de teatro romántico. Cuando vayáis a Pueyo de Jaca podréis ver el
escenario y si dejáis volar la imaginación, la casa solariega de los marqueses
cobrará la misma vida (muy diferente a la de ahora) que tenía hace cien años
cuando sucedió lo que voy a relataros.
Las fiestas y saraos en
la casa palacio eran continuas. De todas las ciudades venía lo más granado de
la aristocracia. El portero, con galones, guante blanco y librea, abría la
puertezuela del landó recién llegado para dar la bienvenida a la baronesa de
Espés o a la marquesa de Saint Lary, acompañada de su esposo y ayudarles a descender
del carruaje.
De un cabriolé, tirado
por caballos preciosamente enjaezados, descendía luego, luciendo el último
modelo de París, la condesa de Urgel escoltada por su obeso conde que la
doblaba en años.
Las damas lucían sus
mejores joyas, sus trajes de raso y seda con talles de avispa y sombreros
exóticos, sombrillas de colores abigarra-dos de escenas orientales y dejaban a
su paso una estela de perfu-mería francesa.
Los caballeros, de
estirada figura y grave semblante, con camisa blanca impecablemente rizada
debajo del oscuro levitón, parecían un verdadero escaparate de dinero y
bienestar. El uno lucía un monóculo que se descolgaba de su cadena de oro y que
jamás era usado más que de adorno. Al otro, la cadena brillante enganchada en
el chaleco le desaparecía por el otro extremo en un bolsillo en donde se
adivinaba el reloj de tapas de platino con la miniatura lacada de su madre, en
su interior. Sus calzados acharolados no parecían los más adecuados para la
montaña.
Aquella noche los
marqueses daban una fiesta para presentar sus niños a las amistades. Desde
hacía unos meses toda la casa y aun toda la vida giraba en torno a los niños:
Hasta los jardines de la
señorial mansión esperaban ilusionados que los dos hermanitos abandonasen de
una vez su cochecito, consolidasen sus pierne-cillas de algodón, aprendieran a
andar y correteasen bulliciosos entre los parterres y rosales llenando de vida
el silencioso parque.
Todo estaba preparado
para alegrar los años infantiles de Urbez y Vitorián, los hermanitos gemelos,
ilusión y esperanza de los marqueses, que a su vez harían estallar de alegría
la casa de Pueyo de Jaca asomada majestuosamente al Gállego y al Caldarés en la
confluencia de ambos.
El verdor de la montaña
lo invadía todo dominando la naturaleza salvaje desde las altas praderías de
tasca hasta los peñascales y gorgas de los dos ríos, pero, al llegar al jardín
del palacio, se comportaba todo lo que podía, respetaba los plantíos y las
tijeras del jardinero y ponía también su afán en embellecer el contorno.
Cuando Celina, la
espigada y rubicunda nurse, cruzaba el parque empujando suavemente el
cochecito de los niños con su leve y cimbreante caminar que parecía contagiarse
de la suspensión del pequeño vehículo de hule negro y acero, hasta los álamos
llorones empinaban sus ramas para contemplar entusiasmados las caritas de los
bebés, sonrosadas y repetidas.
Celina era la gran
adquisición de los marqueses. Hija de un noble inglés venido a menos, su
educación esmerada la había preparado para desenvolverse con soltura entre la
aristocracia y no desentonar tampoco en ningún ambiente intelectual. Esa noche
estaba previsto que daría un concierto en el gran piano de cola del salón. Era
verdadera virtuosa en el teclado. Más adelante sería profesora de francés e
inglés de los niños. De momento, hacía con ellos el papel de niñera y la verdad
es que disfrutaba de su trabajo ya que sentía verdadero cariño por los gemelos
que se le habían metido en el corazón.
¿Quién iba a sospechar
que en todo ese decorado se iba a representar la más brutal tragedia?
Todo sucedió en aquel
trágico atardecer de otoño. Celina cerró cuidadosa-mente el piano cuando las
doncellas le anunciaron que los niños estaban vestidos para el paseo. Sus
dedos, nerviosos y afilados, habían repetido una vez más su partitura
preferida, de Ravel, desde luego, la "pavana para una infanta
difunta". Se acercó casi de puntillas a la coqueta del rincón de la sala.
Derramó unas gotas de esencia de narciso en sus manos que luego frotó por el
cuello y las sienes. Se enfundó los guantes que le llegaban al codo y se
dirigió a la escalinata.
Los niños, desde el coche
saludaron con una sonrisa su presencia y los tres recorrieron la alameda
central del parque. Traspusieron la cancela y tomaron el camino del Molino.
Se estaba bien allí, a la
orilla del Caldarés, y era uno de los paseos preferidos de Celina. Colocó el
coche de forma que los últimos rayos desvaídos del sol acariciasen a los niños
y se sentó a su lado, sobre una piedra. Abrió su novela por la estampa que
marcaba el punto y se puso a leer en la paz del atardecer. Las aguas del río,
saltando de roca en roca hacían con su canción el contrapunto a los pajarillos
que trinaban entristecidos despidiéndose del día.
De cuando en cuando,
suspendía la lectura y echaba una ojeada hacia los niños y sus gestos la hacían
sonreir de ternura. ¡Bien sabía Dios cómo los quería!
De repente y de forma
inexplicable, el cochecillo se puso en movimiento hacia el torrente. Celina,
sobresaltada, se levantó de un brinco y quiso correr a detenerlo, pero quiso
la mala suerte que la fimbria del vestido se le enganchase en la roca,
sujetándola.
Dió un tirón brusco y
desesperado que rasgó la seda y se avalanzó hacia el coche que ya corría ladera
abajo y ante la mirada atónita, pasmada, de Celina, se precipitaba entre las
aguas salvajes del Caldarés.
Quiso lanzar un aullido
de desesperación pidiendo auxilio pero su voz quedó bloqueada en la garganta.
Todavía vió emerger un
instante en una gorga las ruedas del cochecito volcado y más allá la cabecita
de uno de los niños con un rictus de angustia.
Corrió salvajemente sobre
las piedras de la orilla. Pero todo en vano. El dios de las aguas se había
apoderado de sus vidas.
Se dejó caer derrumbada.
Ni una lágrima en sus ojos azules salidos de las órbitas. Nadie sabria decir
qué laberinto de ideas encontradas pasaron por su mente. Al final, enloquecida,
aunque aparentamente serena, se acercó a una roca saliente y se lanzó al agua.
Un par de días después
encontraron los cadáveres de los tres, desparra-mados en el Gállego.
Actualmente la casona
señorial, hace ya tiempo abandonada por los desconsolados marqueses se ha
convertido en albergue de juventud, residencia para cursillos, parador de
esquiadores, casa de vacaciones. Tiene de nuevo una vida joven en sus entrañas.
Pero todos evitan el pasar en ella el día de difuntos.
A la noche, un fantasma
rubincundo y cimbreante en su largo traje de seda blanca recorre los pasillos,
habitaciones, escaleras y los senderos del parque. Es el espíritu de Celina que
retorna al caserón de su desgracia. Y hasta aseguran que hace sonar
melancólicas las teclas del piano que susurran la triste pavana de Ravel.
0.013. anonimo (aragon)
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