Leyenda del monasterio de
piedra
En una estrecha celda del
monasterio, un monje, ceñido el cuerpo con áspero cilicio, estaba meditando y
rezando piadosas oraciones mientras dormían la mayor parte de sus hermanos. Oscura
era la noche, y el monótono ruido de las cascadas se mezclaba con el sordo
rumor de la lejana tempestad. Un viento huracanado arremolinó las nubes sobre
el monasterio, y empezó a caer el agua a torrentes. Levantóse el monje, abrió
la ventana, volvió a cerrarla deslumbrado por el siniestro fulgor de los
relámpagos, y arrodillán-dose de nuevo dijo mentalmente: "Para que Dios
libre de todo mal a los pobres caminantes.
"Padre
nuestro..."
En tanto que rezaba el
monje; el señor de Albarracín, D. Pedro Fernández de Azagra, que había salido
por la tarde de Molina para Calatayud, andaba perdido por el fondo de un
medroso barranco, y daba voces llamando a sus escuderos, sin que ninguno le
contestase.
-Ira de Dios, exclamó el
caballero, ni éste es el camino de Calatayud, ni recuerdo haber visto jamás
tan horribles peñascos. ¡Diego, Beltrán, GarciPérez! A bien que no es culpa
suya, sino mía. Ellos seguirán por su camino, pero debían haber echado de ver
que no está su señor con ellos. No sé yo quién librará de un justo castigo a
esos malandrines, que sólo pensarán en guarnecerse de la tormenta.
Por las vertientes de las
montañas empezaron a caer algunos arroyos, que reunidos en el fondo producían
un estrépito creciente.
Clavó D. Pedro los
acicates en los ijares de su brioso corcel, y tropezando aquí, y chocando allá
con las ramas de alguna que otra encina, subióse por una ladera (que bien
pudiera llamarse formidable rodadero), hasta llegar a la cumbre de un monte, y
holgóse de su viril resolución, porque oyó aumentarse el ruido del torrente y
distinguió golpes como de gruesas rocas arrastradas por las aguas. Esperaba la
luz de un relámpago para saber qué camino escogería, pero el relámpago no
brilló, contra los vivos deseos del contrariado caballero. Impaciente de sufrir
el azote de la lluvia que en el rostro le daba, echó a andar a Dios y a la
ventura, subiendo y bajando riscos, y ya se iba cansando de tan enojoso
ejercicio, cuando oyó el tañido de una campana que convocaba a cantar maitines.
Eran las dos de la madrugada. Alegróse el caballero presumiendo que estaba
cerca de poblado, dirigió el caballo hacia el lugar en donde había creído oir
las campanas, y regocijábase con la esperanza de un buen albergue. De repente
se detuvo el corcel.
-¿Por qué te paras,
perezoso? -le dijo; anda.
Y el caballo permaneció
inmóvil: aplicóle los acicates y enca-britóse, pegó un bufido y echóse atrás
dando una vuelta en redondo.
Una luz que parecía que
podía alcanzarse con la mano brilló en medio de la oscuridad.
Avivóse el deseo de D.
Pedro.
-Corto trecho te queda
hasta la cuadra, aligera; y le hundió el acicate en los ijares.
Dios unos pasos al
frente, y quedó como clavado. Otros espo-lazos, otras vueltas en redondo.
-¡Vive el cielo!, que
pica ya en historia tu tenacidad, potro rebelde.
Apeóse el caballero,
dispuesto a andar a pie la corta distancia que de la luz le separaba, pero la
luz se había apagado. Tan profunda era la oscuridad que le rodeaba, que no
acertaba a distinguir los dedos de sus propias manos.
Sentóse en el húmedo
suelo, conformóse con la que él entonces juzgaba fementida suerte, y esperó a
que rayase el alba; pero vencido por el sueño y la fatiga, se adormeció
apoyando la cabeza sobre una áspera roca.
Al despuntar el
crepúsculo despertóse, y se encontró el señor de Albarracín en el monte de la Lastra (este nombre
conserva todavía), con el monasterio de Piedra enfrente, pero separado de él
por un valle donde serpentea el río, abierto a inmensa profundidad. Púsose en
pie y se le erizaron los cabellos al verse a dos pasos del borde de una montaña
cortada a pico en cuyo fondo, envuelto aún en las sombras de la noche, se
adivinaba un profundo, espantable abismo.
Hincóse de rodillas y dio
gracias al cielo por su salvación, y bajando por una penosa cuesta, pasó junto
a los Argálides, y rodeando la muralla por la torre del Homenaje, entró en la
portería a tiempo que el sol doraba las cimas de la Lastra.
D. Pedro Fernández de
Azagra hizo muy señaladas mercedes a N. S. de Piedra; y más tarde ordenó en
su testamento que en aquella santa casa depositasen su cadáver.
Cuando el caballero
refería ante el abad y los religiosos las angustias de la pasada noche, y encarecía
el seguro instinto de su generoso corcel, el monje que había pasado la noche
orando dijo en voz baja a un compañero suyo:
Dios ha escuchado la
oración de su indigno siervo para que librase de todo mal a los pobres
caminantes, y prosiguió:
-"Hermano: para dar gracias a Dios por su
infinita misericordia... Padre nuestro..."
0.013. anonimo (aragon)
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