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sábado, 15 de septiembre de 2012

El monte de la lastra


Leyenda del monasterio de piedra

En una estrecha celda del monasterio, un monje, ceñido el cuerpo con áspero cilicio, estaba medi­tando y rezando piadosas oraciones mientras dor­mían la mayor parte de sus hermanos. Oscura era la noche, y el monótono ruido de las cascadas se mezclaba con el sordo rumor de la lejana tempes­tad. Un viento huracanado arremolinó las nubes sobre el monasterio, y empezó a caer el agua a to­rrentes. Levantóse el monje, abrió la ventana, vol­vió a cerrarla deslumbrado por el siniestro fulgor de los relámpagos, y arrodillán-dose de nuevo dijo mentalmente: "Para que Dios libre de todo mal a los pobres caminantes.
"Padre nuestro..."
En tanto que rezaba el monje; el señor de Alba­rracín, D. Pedro Fernández de Azagra, que había salido por la tarde de Molina para Calatayud, an­daba perdido por el fondo de un medroso barran­co, y daba voces llamando a sus escuderos, sin que ninguno le contestase.
-Ira de Dios, exclamó el caballero, ni éste es el camino de Calatayud, ni recuerdo haber visto ja­más tan horribles peñascos. ¡Diego, Beltrán, Garci­Pérez! A bien que no es culpa suya, sino mía. Ellos seguirán por su camino, pero debían haber echado de ver que no está su señor con ellos. No sé yo quién librará de un justo castigo a esos malandri­nes, que sólo pensarán en guarnecerse de la tor­menta.
Por las vertientes de las montañas empezaron a caer algunos arroyos, que reunidos en el fondo pro­ducían un estrépito creciente.
Clavó D. Pedro los acicates en los ijares de su brioso corcel, y tropezando aquí, y chocando allá con las ramas de alguna que otra encina, subióse por una ladera (que bien pudiera llamarse formi­dable rodadero), hasta llegar a la cumbre de un monte, y holgóse de su viril resolución, porque oyó aumentarse el ruido del torrente y distinguió gol­pes como de gruesas rocas arrastradas por las aguas. Esperaba la luz de un relámpago para saber qué camino escogería, pero el relámpago no brilló, contra los vivos deseos del contrariado caballero. Impaciente de sufrir el azote de la lluvia que en el rostro le daba, echó a andar a Dios y a la ventura, subiendo y bajando riscos, y ya se iba cansando de tan enojoso ejercicio, cuando oyó el tañido de una campana que convocaba a cantar maitines. Eran las dos de la madrugada. Alegróse el caballero presumiendo que estaba cerca de poblado, dirigió el caballo hacia el lugar en donde había creído oir las campanas, y regocijábase con la esperanza de un buen albergue. De repente se detuvo el corcel.
-¿Por qué te paras, perezoso? -le dijo; anda.
Y el caballo permaneció inmóvil: aplicóle los acicates y enca-britóse, pegó un bufido y echóse atrás dando una vuelta en redondo.
Una luz que parecía que podía alcanzarse con la mano brilló en medio de la oscuridad.
Avivóse el deseo de D. Pedro.
-Corto trecho te queda hasta la cuadra, alige­ra; y le hundió el acicate en los ijares.
Dios unos pasos al frente, y quedó como clavado. Otros espo-lazos, otras vueltas en redondo.
-¡Vive el cielo!, que pica ya en historia tu te­nacidad, potro rebelde.
Apeóse el caballero, dispuesto a andar a pie la corta distancia que de la luz le separaba, pero la luz se había apagado. Tan profunda era la oscu­ridad que le rodeaba, que no acertaba a distinguir los dedos de sus propias manos.
Sentóse en el húmedo suelo, conformóse con la que él entonces juzgaba fementida suerte, y esperó a que rayase el alba; pero vencido por el sueño y la fatiga, se adormeció apoyando la cabeza sobre una áspera roca.
Al despuntar el crepúsculo despertóse, y se en­contró el señor de Albarracín en el monte de la Lastra (este nombre conserva todavía), con el mo­nasterio de Piedra enfrente, pero separado de él por un valle donde serpentea el río, abierto a in­mensa profundidad. Púsose en pie y se le erizaron los cabellos al verse a dos pasos del borde de una montaña cortada a pico en cuyo fondo, envuelto aún en las sombras de la noche, se adivinaba un profundo, espantable abismo.
Hincóse de rodillas y dio gracias al cielo por su salvación, y bajando por una penosa cuesta, pasó junto a los Argálides, y rodeando la muralla por la torre del Homenaje, entró en la portería a tiem­po que el sol doraba las cimas de la Lastra.
D. Pedro Fernández de Azagra hizo muy señala­das mercedes a N. S. de Piedra; y más tarde or­denó en su testamento que en aquella santa casa depositasen su cadáver.
Cuando el caballero refería ante el abad y los religiosos las angustias de la pasada noche, y enca­recía el seguro instinto de su generoso corcel, el monje que había pasado la noche orando dijo en voz baja a un compañero suyo:
Dios ha escuchado la oración de su indigno siervo para que librase de todo mal a los pobres caminantes, y prosiguió: 
-"Hermano: para dar gracias a Dios por su infinita misericordia... Pa­dre nuestro..."

0.013. anonimo (aragon)

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