En la leyenda todo es
posible. La imaginación del pueblo no tiene límites. El pueblo es poeta y capaz
de inventar los más hermosos cuentos. Y a fuerza de repetirlos se empieza a
dudar si fueron un día realidad y nos quedamos con la duda.
Esta leyenda es de las
más bonitas que se cuentan por el Pirineo Oscense y vale la pena recogerla
aquí.
Pues señor, érase una vez
un barón aragonés que vivía allá por el siglo XIII. Le llamaban el Barón de
Artal y de Puymora. Había sido un bizarro guerrero y con sus vasallos había
participado en cien batallas en la interminable guerra de la Reconquista. Jamás
había temblado su brazo al empuñar la espada y nunca había dado la espalda al
enemigo.
Con los amigos, en cambio
(y entre ellos se contaban todos sus soldados) fue siempre generoso y dispuesto
a repartir el botín, la comida y absolutamente todo lo suyo. Por esa razón las
gentes, además de admirarlo lo querían de veras.
Más que la guerra, él
prefería la paz y tranquilidad de su pueblo, el paseo entre los viñedos y
bosques de su hacienda, porque siempre fue pacífico y solamente el servicio del
Rey le obligó a empuñar las armas. Nada tiene de raro que en cuanto su hijo
mayor, heredero del título de nobleza, fue capaz de vestir armadura y montar a
caballo, le diese el relevo en las armas y él se quedase en sus posesiones,
lejos de la guerra.
Todavía rebosaba energía
en sus cincuenta años y cuando llevaba un rato largo leyendo sus libros de caballerías
o de historias de santos, que era la literatura de su tiempo, necesitaba
desentumecer los músculos y dedicarse a alguna actividad.
Aquel día, que resultó
importante en su vida, andaba cabizbajo y abatido y no sabía con quién desfogarse.
No era para menos: No tenía noticia alguna de su hijo que había marchado con el
rey Pedro I a luchar en la
Provenza.
Su mujer ya no sabía qué
tecla tocar para tranquilizarlo. El no hacía más que dar vueltas por la casa y
al final decidió que lo mejor que podía hacer era desaparecer de la escena y
marcharse solo (con su caballo y su malhumor) de cacería.
Pero hasta eso le salía
mal. No estaba de suerte. Había subido hasta el Carrascal Alto, se había encaminado
después al Abetal y no había visto ni una mala pieza en toda la tarde. Ni un solo
venablo había podido lanzar y se tuvo que volver a casa taciturno y con más
nervios que cuando había salido.
De pronto, y cuanto menos
lo esperaba, notó que el ramaje delante de él empezaba a removerse. Sólo podía
ser un jabalí. Detuvo su caballo silenciosa-mente, descabalgó y colocó una
flecha en su ballesta. Comenzó a avanzar sigilosamente, con los ojos clavados
en el ramaje que se había agitado.
Allí estaba la pieza, una
preciosa jabalina acorralada. Artal sabía que un animal acorralado era temible
y capaz de arremeter contra un ejército de cazadores, pero él confiaba en su
puntería. Le pareció que la jabalina le miraba con ojos tristes, pero a pesar
de todo tensó la ballesta y apuntó cuidadosamente su disparo hacia el hocico de
la presa. Y héte aquí que el animal se dirigió a él con voz humana:
-No me mates y tendrás tu
recompensa.
Notó que se le congelaba
la sangre, el bello se le erizaba en toda su piel y que un escalofrío de pánico
le recorría toda la espalda. "No me mates" había dicho la jabalina.
¡Si era incapaz de ejecutar el menor movimiento! Estaba lo que se dice
paralizado. La fiera huyó entre los árboles.
Ni supo Artal cómo llegó
a casa, se quitó el pesado calzado de monte y la pelliza. Ahora estaba en el
salón de la casa, hundido en un butacón y no acababa de reaccionar.
Pero las sorpresas no
iban a terminar todavía.
Una especie de silbido
que salía de la chimenea acompañó la aparición del mismísimo diablo en persona.
Lo reconoció en seguida, aunque no era como él lo había imaginado siempre, sino
como un caballero correctísimo, limpio y bien trajeado.
Con estudiados ademanes
se quitó una especie de bonete rojo que medio ocultaba unos cuemecillos retorcidos;
hizo una leve inclinación y comenzó a hablar con una voz casi dulce:
-Barón de Artal: nos
hemos visto antes y le debo agradecimiento. Cuando usted ha perdonado la vida
de la jabalina, no podía imaginarse que era yo.
-Desde luego que no. Y
además, honradamente debo aclararle que es fácil que, de haberlo sabido, le
hubiera disparado.
-Sí, pero lo cierto es
que aquí estoy vivo, y que me gustaría cumplir sus deseos, sean los que sean.
-Pues mire, señor diablo.
Sólo quiero una cosa si es que real-mente usted es Belcebú, y es que desaparezca
inmediatamente por donde ha venido. No quiero tener ninguna clase de tratos con
usted.
-Eso no es muy cortés por
su parte. Haré como si no lo hubiera escuchado. Usted sabe de sobras que tengo
muchísimo poder y quisiera complacerle en cualquier deseo que tenga. Está usted
hablando con un demonio agradecido y eso se da muy pocas veces.
El Barón quedó pensativo
un momento. No le parecía ofender a Dios si aprovechaba la ocasión -viniese de
donde viniese- para resolver el problema que esos días le embargaba el alma;
contestó pues:
-En estos momentos
solamente tengo un deseo: saber algo de mi hijo que marchó con el rey Pedro a la Francia. ¿Vive todavía?
¿Qué sabe usted de él?
-El rey ha muerto en
Muret. Yo estuve presente en los últimos instantes de su existencia. Pero su
hijo vive, está bien y desde este momento lo tomo bajo mi protección.
A continuación cogió un
tizón del hogar, el más grande y ennegre-cido que encontró y lo colocó sobre la
mesa como si fuera el testigo de la palabra dada.
Hecho esto volvió a hacer
una reverencia, se encasquetó de nuevo el bonete rojo en la cabeza, se dirigió
a la chimenea y desapareció como había venido. Un silbido agudo acompañó su
marcha. Artal quedó anonadado, sin capacidad de reacción. Cuando despertó de
madrugada no sabía si todo había sido un sueño.
Pero no. Allí estaba el
tizón sobre la mesa y, lo que era más maravilloso, convertido en oro macizo.
Estaba contemplándolo
atónito cuando llegó la baronesa agitadísima.
-He soñado -le dijo- que la Virgen nuestra Señora se
me aparecía y me pedía que construyese una capilla en su honor. Me ha asegurado
que nuestro hijo vive y que muy pronto volverá a casa.
A su vez el Barón le
contó su historia desde el principio sin dejar ningún detalle y señalaba el
tizón para confirmarle que todo había ocurrido realmente.
Decidieron en primer
lugar llamar al capellán para que echase agua bendita sobre el tizón. Así lo
hizo, pero siguió siendo oro a pesar de los exorcismos.
El noble matrimonio
dispuso que el oro (del que no querían aprovecharse dado su origen) sirviese
para erigir la ermita que había pedido la Virgen : con eso les parecía que quedaría
santificado.
Antes de terminar la
construcción el hijo de los Artal de Puymora había regresado sano y salvo de
Francia. Por deseo del Barón y en agradecimiento a su bienhechor se hizo
también una fundación de misas a favor del diablo, para que fuera bueno... La
ermita se llamó "Ermita del Diablo" y la misa que cada año se decía
en ella, "la misa del diablo".
Leyenda del pirineo
0.013. anonimo (aragon)
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