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sábado, 15 de septiembre de 2012

La misa del diablo

En la leyenda todo es posible. La imaginación del pueblo no tiene límites. El pueblo es poeta y capaz de inventar los más hermosos cuentos. Y a fuerza de repe­tirlos se empieza a dudar si fueron un día realidad y nos quedamos con la duda.
Esta leyenda es de las más bonitas que se cuentan por el Pirineo Oscense y vale la pena recogerla aquí.
Pues señor, érase una vez un barón aragonés que vivía allá por el siglo XIII. Le llamaban el Barón de Artal y de Puymora. Había sido un bizarro guerrero y con sus vasallos había participado en cien batallas en la interminable guerra de la Reconquista. Jamás había temblado su brazo al empuñar la espada y nunca había dado la espalda al enemigo.
Con los amigos, en cambio (y entre ellos se conta­ban todos sus soldados) fue siempre generoso y dispues­to a repartir el botín, la comida y absolutamente todo lo suyo. Por esa razón las gentes, además de admirarlo lo querían de veras.
Más que la guerra, él prefería la paz y tranquilidad de su pueblo, el paseo entre los viñedos y bosques de su hacienda, porque siempre fue pacífico y solamente el servicio del Rey le obligó a empuñar las armas. Nada tiene de raro que en cuanto su hijo mayor, heredero del título de nobleza, fue capaz de vestir armadura y montar a caballo, le diese el relevo en las armas y él se quedase en sus posesiones, lejos de la guerra.
Todavía rebosaba energía en sus cincuenta años y cuando llevaba un rato largo leyendo sus libros de caba­llerías o de historias de santos, que era la literatura de su tiempo, necesitaba desentumecer los músculos y dedi­carse a alguna actividad.
Aquel día, que resultó importante en su vida, andaba cabizbajo y abatido y no sabía con quién desfo­garse. No era para menos: No tenía noticia alguna de su hijo que había marchado con el rey Pedro I a luchar en la Provenza.
Su mujer ya no sabía qué tecla tocar para tranqui­lizarlo. El no hacía más que dar vueltas por la casa y al final decidió que lo mejor que podía hacer era desapa­recer de la escena y marcharse solo (con su caballo y su malhumor) de cacería.
Pero hasta eso le salía mal. No estaba de suerte. Había subido hasta el Carrascal Alto, se había encaminado después al Abetal y no había visto ni una mala pieza en toda la tarde. Ni un solo venablo había podido lanzar y se tuvo que volver a casa taciturno y con más nervios que cuando había salido.
De pronto, y cuanto menos lo esperaba, notó que el ramaje delante de él empezaba a removerse. Sólo podía ser un jabalí. Detuvo su caballo silenciosa-mente, desca­balgó y colocó una flecha en su ballesta. Comenzó a avanzar sigilosamente, con los ojos clavados en el ramaje que se había agitado.
Allí estaba la pieza, una preciosa jabalina acorrala­da. Artal sabía que un animal acorralado era temible y capaz de arremeter contra un ejército de cazadores, pero él confiaba en su puntería. Le pareció que la jabalina le miraba con ojos tristes, pero a pesar de todo tensó la ballesta y apuntó cuidadosamente su disparo hacia el hocico de la presa. Y héte aquí que el animal se dirigió a él con voz humana:
-No me mates y tendrás tu recompensa.
Notó que se le congelaba la sangre, el bello se le erizaba en toda su piel y que un escalofrío de pánico le recorría toda la espalda. "No me mates" había dicho la jabalina. ¡Si era incapaz de ejecutar el menor movimien­to! Estaba lo que se dice paralizado. La fiera huyó entre los árboles.

Ni supo Artal cómo llegó a casa, se quitó el pesado calzado de monte y la pelliza. Ahora estaba en el salón de la casa, hundido en un butacón y no acababa de reaccionar.
Pero las sorpresas no iban a terminar todavía.
Una especie de silbido que salía de la chimenea acompañó la aparición del mismísimo diablo en perso­na. Lo reconoció en seguida, aunque no era como él lo había imaginado siempre, sino como un caballero co­rrectísimo, limpio y bien trajeado.
Con estudiados ademanes se quitó una especie de bonete rojo que medio ocultaba unos cuemecillos retor­cidos; hizo una leve inclinación y comenzó a hablar con una voz casi dulce:
-Barón de Artal: nos hemos visto antes y le debo agradecimiento. Cuando usted ha perdonado la vida de la jabalina, no podía imaginarse que era yo.
-Desde luego que no. Y además, honradamente debo aclararle que es fácil que, de haberlo sabido, le hubiera disparado.
-Sí, pero lo cierto es que aquí estoy vivo, y que me gustaría cumplir sus deseos, sean los que sean.
-Pues mire, señor diablo. Sólo quiero una cosa si es que real-mente usted es Belcebú, y es que desaparez­ca inmediatamente por donde ha venido. No quiero tener ninguna clase de tratos con usted.
-Eso no es muy cortés por su parte. Haré como si no lo hubiera escuchado. Usted sabe de sobras que tengo muchísimo poder y quisiera complacerle en cualquier deseo que tenga. Está usted hablando con un demonio agradecido y eso se da muy pocas veces.
El Barón quedó pensativo un momento. No le parecía ofender a Dios si aprovechaba la ocasión -viniese de donde viniese- para resolver el problema que esos días le embargaba el alma; contestó pues:
-En estos momentos solamente tengo un deseo: saber algo de mi hijo que marchó con el rey Pedro a la Francia. ¿Vive todavía? ¿Qué sabe usted de él?
-El rey ha muerto en Muret. Yo estuve presente en los últimos instantes de su existencia. Pero su hijo vive, está bien y desde este momento lo tomo bajo mi protección.
A continuación cogió un tizón del hogar, el más grande y ennegre-cido que encontró y lo colocó sobre la mesa como si fuera el testigo de la palabra dada.
Hecho esto volvió a hacer una reverencia, se en­casquetó de nuevo el bonete rojo en la cabeza, se dirigió a la chimenea y desapareció como había venido. Un silbido agudo acompañó su marcha. Artal quedó anona­dado, sin capacidad de reacción. Cuando despertó de madrugada no sabía si todo había sido un sueño.
Pero no. Allí estaba el tizón sobre la mesa y, lo que era más maravilloso, convertido en oro macizo.
Estaba contemplándolo atónito cuando llegó la ba­ronesa agitadísima.
-He soñado -le dijo- que la Virgen nuestra Se­ñora se me aparecía y me pedía que construyese una capilla en su honor. Me ha asegurado que nuestro hijo vive y que muy pronto volverá a casa.
A su vez el Barón le contó su historia desde el principio sin dejar ningún detalle y señalaba el tizón para confirmarle que todo había ocurrido realmente.
Decidieron en primer lugar llamar al capellán para que echase agua bendita sobre el tizón. Así lo hizo, pero siguió siendo oro a pesar de los exorcismos.
El noble matrimonio dispuso que el oro (del que no querían aprovecharse dado su origen) sirviese para eri­gir la ermita que había pedido la Virgen: con eso les parecía que quedaría santificado.
Antes de terminar la construcción el hijo de los Artal de Puymora había regresado sano y salvo de Francia. Por deseo del Barón y en agradecimiento a su bienhechor se hizo también una fundación de misas a favor del diablo, para que fuera bueno... La ermita se llamó "Ermita del Diablo" y la misa que cada año se decía en ella, "la misa del diablo".

Leyenda del pirineo

0.013. anonimo (aragon)

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