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sábado, 15 de septiembre de 2012

El primer almogábar

Leyenda del pirineo

Los moros habían invadido España y el Reino de los Visigódos estaba condenado a muerte. Eso era claro. Igual que una mancha de aceite se extiende en el papel de estraza, los "hijos del desierto" avanzaban hacia el norte y nada parecía poder detenerlos. Ya rebasaban el Duero, cruzaban el Ebro y continuaban su conquista de todo el territorio cristiano.
Cuando algún pueblo quería resistirse a su dominio era pulverizado. Los hombres, pasados a cuchillo, las mujeres y los niños que no eran exter-minados se conver­tían en esclavos; pero nadie podía detener la invasión.Los nobles habían huído a Francia o habían pactado con el enemigo.
Solamente unos pequeños núcleos cristianos, es­condidos entre las asperezas de los montes de Asturias y del Pirineo, parecían capaces de resistir. ¿Hasta cuán­do? Nadie lo sabía.
Y en uno de los pueblecitos de nuestras montañas vivía el joven Fortuño de Vizcarra. Era fuerte como un roble y ágil igual que un sarrio. Cuando salía de caza, pieza que veía podía darse por vencida.
En medio de su pobreza vivía feliz porque su esposa Gisberta le había dado un hijo precioso, Martini­co, rubio como las espigas del campo y que ya empezaba a corretear por las callejas del pueblo, persiguiendo a los gatos y tirando del rabo a los corderillos para juguetear con ellos y con los otros niños del lugar. Había salido charlatán y comunicativo como su madre. En eso no se parecía a Fortuño que siempre estaba callado y como concentrado en sus pensamientos. Martinico era alegre como unas castañuelas y sus risas llenaban la casa. Su lengua de trapo hacía las delicias de todos los que le escuchaban.
Sí, Fortuño de Vizcarra era feliz. Solamente una sombra empa-ñaba su dicha: contaban las gentes que los moros estaban cada vez más cerca.Se habían hecho fuertes en Huesca, habían convertido la catedral de San Pedro en mezquita y amenazaban cruzar la sierra de Guara en alguna de las terribles "algaradas" que asola­ban todo lo que encontraban a su paso.
Los montañeses son pacíficos y odian la violencia. Sólo cuando alguien se mete con su casa, su familia, su fe, parece despertar en ellos el duro y terrible luchador que se ha curtido en una naturaleza áspera y hostil.
Pero nadie en el pueblo pensaba que los moros podían llegar hasta sus montañas. Nadie, hasta el año 721, cuando el terrible Ben-Awarre comenzó sus incur­siones por las tierras ribagorzanas.
Inútilmente habían intentado los montañeses plan­tar cara a las huestes agarenas que sembraban el dolor y la angustia con sus correrías: se presentaban de repente en nutridas bandadas en cualquier pueblecillo, y cuando de los lugares vecinos querían acudir en su ayuda, ya habían huído los moros después de haber pasado a cuchillo a todos los hombres, haber incendiado las casas y raptado a las mujeres y niños. El factor sorpresa estaba con ellos y era imposible saber cuál sería la próxima víctima.

***
Aquella tarde verano ya se había escondido el sol por el Tosal del Sil cuando Fortuño se disponía a pernoctar en la sierra después de un día de atareada cacería. A tres jabalíes había dado muerte con la ayuda de sus perros y de su azcona. Siempre cazaba en solita­rio y jamás su fuerte musculatura temió entrar en un cuerpo a cuerpo ni siquiera con los osos, los reyes de las montañas. Esa noche descansaría y al día siguiente des-cuartizaría los animales para llevarse las primicias a casa. Desde que se había cerrado el comercio con el sur, era preciso que los pueblos se proveyeran de alimentos por sí mismos.
Se imaginaba la alegría de Gisberta al recibir ese refuerzo para la despensa y adivinaba el asombro y ad­miración en los ojos del pequeño Martín cuando él le contase su lucha con los jabalíes.
Pero su pensamiento se le quedó helado en el cerebro repentinamente, al iluminarse a lo lejos el monte con el fulgor inconfundible de un incendio. No cabía duda: su pueblecillo, Riguala, estaba ardiendo . Y entre el fuego, seguro, estaban todos luchando a vida o muer­te. También su mujer con su hijo.
Sin pensarlo ni un momento echó a correr monte abajo. La ansiedad y el coraje ponían alas en sus pies que casi ni rozaban los matorrales y pedruscos al correr.
A la entrada del pueblo una algarabía confusa que salía por entre la espesa humareda lo envolvía todo. Gritos de triunfo en lenguas extrañas por un lado y alaridos de dolor que se metían hasta el alma: los moros lo habían atacado.
Mezclado entre unos y otros, llegó a trompicones hasta su casa. En un rincón, estrechamente abrazados, esperaban con horror su destino Gisberta y Martinico.
Apresuradamente los cogió en una brazada y los montó en la mula parda y a golpes y gritos logró abrirse paso entre la morisma y escurrirse fuera del poblado.
En cuanto le pareció que ya estaba a salvo, su primer pensamiento fue correr hacia Roda, el pueblo más fuerte y mejor amurallado de los alrededores, en donde, además, vivían su madre y su hermana.
Pero también Roda era pasto de las llamas. Antes de ir a Riguala los moros habían pasado por ella llenán­dola de luto y los pocos moradores que parecían quedar vivos se apretujaban contra la catedral, encogidos y atenazados de pavor.
Fortuño escondió a su mujer y a su hijo en un rincón de la iglesia y corrió en busca de su madre y su hermana. Rebuscando habitación por habitación solamente encontró el cadáver de su anciana madre. De su hermana, ni rastro. Sollozando se llevó el cuerpo del ser querido a la iglesia. Pero ya no había nadie allí. Y también Gisberta y Martinico habían desaparecido.
Empezó a buscarlos casi sin ver por la rabia y a llamarlos a gritos.
-¿Qué buscas, Fortuño de Vizcarra? -oyó que le preguntaban, el infierno se ha desatado en la Ribagor­za.
-¿Has visto a mi mujer?
-Hacia allá se la llevaban a rastras los moros...!
Ni oyó terminar la frase: corrió desesperado en la dirección que le habían indicado. Al poco rato tropezó con un moro muerto. Esto le dió algo de aliento. Siguió adelante, cuando tropezó en la oscuridad con otro cuer­po: era Gisberta, desgarrada, moribunda, que en medio de su agonía, estaba delirando:
-¡Aparta, maldito! -gritaba desgarradora- que aunque sea mujer te mataré con tu alfanje por haber es­trellado a mi Martinico contra la roca...
Momentos después fallecía en brazos de Fortuño.
Ni una sola lágrima regó el suelo en la noche ya calmada y silenciosa, mientras Fortuño enterraba lo que más había querido en su vida: su madre, su esposa, su Martinico del alma. Los labios y los puños le dolían de tan prietos. Sus ojos de mirada encendida compitieron con los millones de estrellas, testigos de la tragedia...
Por las sierras de Sil, de Campanué, de Olsón, corre la fama de un terrible bandolero. Dicen que es un cristiano que odia a muerte a los invasores de su patria. Se le atribuyen crueldades sin cuento y los moros lo llaman "el almogábar", es decir, el salteador de caminos.
Es Fortuño de Vizcarra al que se van juntando otros muchos aguerridos montañeses.

0.013. anonimo (aragon)

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