Leyenda del pirineo
Los moros habían invadido
España y el Reino de los Visigódos estaba condenado a muerte. Eso era claro.
Igual que una mancha de aceite se extiende en el papel de estraza, los
"hijos del desierto" avanzaban hacia el norte y nada parecía poder
detenerlos. Ya rebasaban el Duero, cruzaban el Ebro y continuaban su conquista
de todo el territorio cristiano.
Cuando algún pueblo
quería resistirse a su dominio era pulverizado. Los hombres, pasados a
cuchillo, las mujeres y los niños que no eran exter-minados se convertían en
esclavos; pero nadie podía detener la invasión.Los nobles habían huído a
Francia o habían pactado con el enemigo.
Solamente unos pequeños
núcleos cristianos, escondidos entre las asperezas de los montes de Asturias y
del Pirineo, parecían capaces de resistir. ¿Hasta cuándo? Nadie lo sabía.
Y en uno de los
pueblecitos de nuestras montañas vivía el joven Fortuño de Vizcarra. Era fuerte
como un roble y ágil igual que un sarrio. Cuando salía de caza, pieza que veía
podía darse por vencida.
En medio de su pobreza
vivía feliz porque su esposa Gisberta le había dado un hijo precioso, Martinico,
rubio como las espigas del campo y que ya empezaba a corretear por las callejas
del pueblo, persiguiendo a los gatos y tirando del rabo a los corderillos para
juguetear con ellos y con los otros niños del lugar. Había salido charlatán y
comunicativo como su madre. En eso no se parecía a Fortuño que siempre estaba
callado y como concentrado en sus pensamientos. Martinico era alegre como unas
castañuelas y sus risas llenaban la casa. Su lengua de trapo hacía las delicias
de todos los que le escuchaban.
Sí, Fortuño de Vizcarra
era feliz. Solamente una sombra empa-ñaba su dicha: contaban las gentes que los
moros estaban cada vez más cerca.Se habían hecho fuertes en Huesca, habían
convertido la catedral de San Pedro en mezquita y amenazaban cruzar la sierra
de Guara en alguna de las terribles "algaradas" que asolaban todo lo
que encontraban a su paso.
Los montañeses son
pacíficos y odian la violencia. Sólo cuando alguien se mete con su casa, su
familia, su fe, parece despertar en ellos el duro y terrible luchador que se ha
curtido en una naturaleza áspera y hostil.
Pero nadie en el pueblo
pensaba que los moros podían llegar hasta sus montañas. Nadie, hasta el año
721, cuando el terrible Ben-Awarre comenzó sus incursiones por las tierras
ribagorzanas.
Inútilmente habían
intentado los montañeses plantar cara a las huestes agarenas que sembraban el
dolor y la angustia con sus correrías: se presentaban de repente en nutridas
bandadas en cualquier pueblecillo, y cuando de los lugares vecinos querían
acudir en su ayuda, ya habían huído los moros después de haber pasado a
cuchillo a todos los hombres, haber incendiado las casas y raptado a las
mujeres y niños. El factor sorpresa estaba con ellos y era imposible saber cuál
sería la próxima víctima.
***
Aquella tarde verano ya
se había escondido el sol por el Tosal del Sil cuando Fortuño se disponía a
pernoctar en la sierra después de un día de atareada cacería. A tres jabalíes
había dado muerte con la ayuda de sus perros y de su azcona. Siempre cazaba en
solitario y jamás su fuerte musculatura temió entrar en un cuerpo a cuerpo ni
siquiera con los osos, los reyes de las montañas. Esa noche descansaría y al
día siguiente des-cuartizaría los animales para llevarse las primicias a casa.
Desde que se había cerrado el comercio con el sur, era preciso que los pueblos
se proveyeran de alimentos por sí mismos.
Se imaginaba la alegría
de Gisberta al recibir ese refuerzo para la despensa y adivinaba el asombro y
admiración en los ojos del pequeño Martín cuando él le contase su lucha con
los jabalíes.
Pero su pensamiento se le
quedó helado en el cerebro repentinamente, al iluminarse a lo lejos el monte
con el fulgor inconfundible de un incendio. No cabía duda: su pueblecillo,
Riguala, estaba ardiendo . Y entre el fuego, seguro, estaban todos luchando a
vida o muerte. También su mujer con su hijo.
Sin pensarlo ni un
momento echó a correr monte abajo. La ansiedad y el coraje ponían alas en sus
pies que casi ni rozaban los matorrales y pedruscos al correr.
A la entrada del pueblo
una algarabía confusa que salía por entre la espesa humareda lo envolvía todo.
Gritos de triunfo en lenguas extrañas por un lado y alaridos de dolor que se
metían hasta el alma: los moros lo habían atacado.
Mezclado entre unos y
otros, llegó a trompicones hasta su casa. En un rincón, estrechamente
abrazados, esperaban con horror su destino Gisberta y Martinico.
Apresuradamente los cogió
en una brazada y los montó en la mula parda y a golpes y gritos logró abrirse
paso entre la morisma y escurrirse fuera del poblado.
En cuanto le pareció que
ya estaba a salvo, su primer pensamiento fue correr hacia Roda, el pueblo más
fuerte y mejor amurallado de los alrededores, en donde, además, vivían su madre
y su hermana.
Pero también Roda era
pasto de las llamas. Antes de ir a Riguala los moros habían pasado por ella
llenándola de luto y los pocos moradores que parecían quedar vivos se
apretujaban contra la catedral, encogidos y atenazados de pavor.
Fortuño escondió a su
mujer y a su hijo en un rincón de la iglesia y corrió en busca de su madre y
su hermana. Rebuscando habitación por habitación solamente encontró el cadáver
de su anciana madre. De su hermana, ni rastro. Sollozando se llevó el cuerpo
del ser querido a la iglesia. Pero ya no había nadie allí. Y también Gisberta y
Martinico habían desaparecido.
Empezó a buscarlos casi
sin ver por la rabia y a llamarlos a gritos.
-¿Qué buscas, Fortuño de
Vizcarra? -oyó que le preguntaban, el infierno se ha desatado en la Ribagor za.
-¿Has visto a mi mujer?
-Hacia allá se la
llevaban a rastras los moros...!
Ni oyó terminar la frase:
corrió desesperado en la dirección que le habían indicado. Al poco rato tropezó
con un moro muerto. Esto le dió algo de aliento. Siguió adelante, cuando
tropezó en la oscuridad con otro cuerpo: era Gisberta, desgarrada, moribunda,
que en medio de su agonía, estaba delirando:
-¡Aparta, maldito! -gritaba
desgarradora- que aunque sea mujer te mataré con tu alfanje por haber estrellado
a mi Martinico contra la roca...
Momentos después fallecía
en brazos de Fortuño.
Ni una sola lágrima regó
el suelo en la noche ya calmada y silenciosa, mientras Fortuño enterraba lo que
más había querido en su vida: su madre, su esposa, su Martinico del alma. Los
labios y los puños le dolían de tan prietos. Sus ojos de mirada encendida
compitieron con los millones de estrellas, testigos de la tragedia...
Por las sierras de Sil,
de Campanué, de Olsón, corre la fama de un terrible bandolero. Dicen que es un
cristiano que odia a muerte a los invasores de su patria. Se le atribuyen
crueldades sin cuento y los moros lo llaman "el almogábar", es decir,
el salteador de caminos.
Es Fortuño de Vizcarra al
que se van juntando otros muchos aguerridos montañeses.
0.013. anonimo (aragon)
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