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sábado, 15 de septiembre de 2012

La leyenda del monte perdido


Leyenda del pirineo

Tentación de montañeros. Atalaya que otea perma­nente los más bellos rincones del Pirineo: Ordesa, Cañón de Añisclo, Marboré, Pineta, Fanlo... Siempre al alcance de la mano, cuando la diáfana luz de la montaña despe­jada lo acerca hasta ponérnoslo a un tiro de piedra. Y siempre inalcanzable, con la eterna amenaza de las formidables tormentas que se desencadenan a una velo­cidad de vértigo en el momento en que asoma una sola nubecilla, venga de donde venga.
Solitario y majestuoso. Los montañeros de todos los tiempos lo han añorado y nos lo dieron a conocer, na­turalmente, como todo lo nuestro, los extranjeros. Esta vez Ramond, obsesionado por el Mont Perdu que nunca llega a verse desde las Galias: verdaderamente monte perdido. Y un reto personal consigo mismo que con mil esfuerzos consiguió dominar. Curioso contraste entre los hitos de este montañero: Ramond hace su ascensión a laMaladeta en diez días. ¡El Monte Perdido le va a costar diez años!
Pero vamos con la leyenda.
Todavía no existía la montaña. Los prados de Lalarri nos prestan la visón idílica de lo que debió ser antes de que la diosa Pirene encendiera o dejara encen­der la inmensa pira que se alzó hasta el Olimpo. Y, perdida en la bruma de los tiempos, la leyenda transmi­tida de abuelos a nietos durante generaciones, en inge­nua mezcla de todo lo divino y lo humano de un candoroso y conmovedor anacronismo.
Por los prados de Lalarri, precisamente, pastaban los rebaños del montañés. La blancura de las ovejas competía con las manchas nevadas de las umbrías. El tintineo alegre de sus esquilas y cencerros, en contra­punto con los trinos de los pajaricos, daba vida a la montaña tranquila. El pastor, sentado en una roca, apo­yada su barbilla en el bastón, parecía concentrar su atención en los dibujos que a punta de navaja iba a tallar en una cañabla de boj. El perro, acurrucado entre sus piernas, dormitaba.
Ni una nube turbaba el añil intenso del cielo. Hubiera valido la pena cristalizar para siempre la bucó­lica escena.
Absorto como estaba el montañés, le pasó inadver­tida la presen-cia de otro hombre, recién llegado, hasta que no lo tuvo a su lado. Al parecer se trataba de un mendigo, muy pobremente vestido, descalzo y con el rostro demacrado por muchos días de ayuno.
Así se lo dijo al pastor:
-Llevo mucho tiempo sin probar un bocado. Dame algo de comer, que Dios te lo pagará.
El montañés, duro de corazón, no le hizo ni el menor caso. El otro, insistió:
-Mírame: tengo hambre y frío.
Pero el pastor le respondió de mala manera, asegu­rándole que él también pasaba hambre y frío. Cogió la cañabla que tenía preparada y se sumergió en la tarea de bordar en la madera. En vano insistió el pobre mendigo en sus súplicas.
La miseria del visitante en nada había enternecido las duras entrañas del pastor. Sí, en cambio, parecieron conmover hasta las mismas fuerzas de la naturaleza que se rebelaron airadas.
El cielo, inmaculadamente azul se cubrió repenti­namente con espesos nubarrones negruzcos que pronto se arrastraron por los prados, cubriéndolos de niebla y oscuridad como si fuera noche cerrada. No se veía abso­lutamente nada. El pastor, amedrentado, se desentendió del pordiosero para intentar recoger su ganado disperso por el prado.
Pero con aquellas tinieblas se le hacía completa­mente imposible reunir sus reses. Hasta el perro se sentía irremediablemente perdido y no hacía más que gemir alrededor de su dueño, como desesperado por no poder realizar tarea tan sencilla como juntar el rebaño.
En seguida los nubarrones desencadenaron una ho­rrible tormenta, como jamás se había presenciado en el tormentoso valle de Pineta.
Perro, pastor y ganado se perdieron en medio de ella, de forma que nunca se supo nada más de ellos.
Nadie supo aclarar el misterio. Pero los montañe­ses dicen que en el paraje en que desaparecieron, se alzó una montaña formidable de piedra y de hielo, tal vez la más impresionante y peligrosa de todo el Pirineo.
Fue el castigo a aquel pastor que le había negado un corrusco de pan y una palabra de cariño a San Antonio, pues el mendigo que se le había presentado implorando su caridad, no era otro que San Antonio, que al despedirse le dijo:
-Te perderás por avaricioso, y allí donde te pier­das, saldrá un gran monte, inmenso, tan grande como tu falta de caridad.
Es el Monte Perdido.
El Perdido continuó siendo leyenda y sigue siéndo­lo todavía. No cabrían aquí todos los cuentos e historias qué se cuentan de él, desde la odisea apasionante de su conquista, y las increíbles aventuras que allí vivieron en el siglo pasado los contrabandistas del Pirineo, hasta las más bellas narraciones en torno a la Breca o Brecha de Roland en donde el sobrino y caballero de Carlomag­no vino a morir tras la derrota de Roncesvalles: la brecha la hizo él lanzando su espada Durandarte para tajar la montaña y ver a través de ella por última vez su amada y dulce Francia.
Y las Tres Sorores, las tres hermanas convertidas en piedra por la maldición de su padre. Y las Tres Marías, blancas como su voto de castidad que consi­guieron escapar de la Cueva de los Moros, prisioneras de Mohamed Altabill según unas narraciones o del gigante Añisclo según otras opiniones.
Y también parece que irrumpe en la historia como es el caso de don Iñigo de Zaidín.
Iñigo fue el compañero inseparable del rey Jaime Primero el Conquistador, desde que ambos eran niños. Juntos se educaron en Monzón y juntos vivieron las mil travesuras que les dictaba su imaginación infantil en el Castillo de Monzón.
Ya de mayor, Iñigo de Zaidín gozó de toda la con­fianza del rey al que acompañó incondicionalmente en todas las batallas. Su valor y temeridad, su fidelidad al rey amigo hicieron de él un dechado de caballero cris­tiano medieval.
Precisamente en la conquista de Mallorca, en pre­mio a su valentía, don Jaime le entregó como esclava la hija del rey moro de Mallorca de quien quedó primero prendado don Iñigo y cautivo después. Nadie podía suponer que el regalo del Conquistador iba a originar la perdición del caballero.
Todo el mundo sabe que el Rey quiso redondear su Reino con la reconquista de Ibiza. A nadie encontró mejor para realizar la empresa que a su amigo del alma, Iñigo de Zaidín.
Pero en Ibiza fue sorprendido por la defensa jamás sospechada de los isleños y en cruel batalla sin cuartel, todo el ejército conquistador aragonés, invencible hasta entonces, fue destrozado. De don Iñigo no quedó ni rastro.
Pasados muchos años, apareció por el Monte Per­dido un anacoreta entregado a las más arduas peniten­cias. Su humildad y su bondad, su ascetismo y su entrega a todos los demás sin distinción le granjearon una merecida fama de santidad.
De todas partes acudían los fieles a pedir su conse­jo y todos volvían aliviados y reconfortados. El "Santo de la Montaña" lo llamaba la gente y su muerte causó un gran dolor a los montañeses.
Cuando fueron a recoger piadosamente sus restos, en la gruta que le servía de vivienda se descubrió que había escrito con sangre:
"Don Jaime, perdonadme. Yo os traicioné y tam­bién a mis compañeros en la conquista de Ibiza".

0.013. anonimo (aragon)

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