Leyenda del pirineo
Tentación de montañeros.
Atalaya que otea permanente los más bellos rincones del Pirineo: Ordesa, Cañón
de Añisclo, Marboré, Pineta, Fanlo... Siempre al alcance de la mano, cuando la
diáfana luz de la montaña despejada lo acerca hasta ponérnoslo a un tiro de
piedra. Y siempre inalcanzable, con la eterna amenaza de las formidables
tormentas que se desencadenan a una velocidad de vértigo en el momento en que
asoma una sola nubecilla, venga de donde venga.
Solitario y majestuoso.
Los montañeros de todos los tiempos lo han añorado y nos lo dieron a conocer,
naturalmente, como todo lo nuestro, los extranjeros. Esta vez Ramond,
obsesionado por el Mont Perdu que nunca llega a verse desde las Galias:
verdaderamente monte perdido. Y un reto personal consigo mismo que con mil
esfuerzos consiguió dominar. Curioso contraste entre los hitos de este
montañero: Ramond hace su ascensión a laMaladeta en diez días. ¡El Monte
Perdido le va a costar diez años!
Pero vamos con la
leyenda.
Todavía no existía la
montaña. Los prados de Lalarri nos prestan la visón idílica de lo que debió ser
antes de que la diosa Pirene encendiera o dejara encender la inmensa pira que
se alzó hasta el Olimpo. Y, perdida en la bruma de los tiempos, la leyenda
transmitida de abuelos a nietos durante generaciones, en ingenua mezcla de
todo lo divino y lo humano de un candoroso y conmovedor anacronismo.
Por los prados de
Lalarri, precisamente, pastaban los rebaños del montañés. La blancura de las
ovejas competía con las manchas nevadas de las umbrías. El tintineo alegre de
sus esquilas y cencerros, en contrapunto con los trinos de los pajaricos, daba
vida a la montaña tranquila. El pastor, sentado en una roca, apoyada su
barbilla en el bastón, parecía concentrar su atención en los dibujos que a
punta de navaja iba a tallar en una cañabla de boj. El perro, acurrucado entre
sus piernas, dormitaba.
Ni una nube turbaba el
añil intenso del cielo. Hubiera valido la pena cristalizar para siempre la bucólica
escena.
Absorto como estaba el
montañés, le pasó inadvertida la presen-cia de otro hombre, recién llegado,
hasta que no lo tuvo a su lado. Al parecer se trataba de un mendigo, muy
pobremente vestido, descalzo y con el rostro demacrado por muchos días de
ayuno.
Así se lo dijo al pastor:
-Llevo mucho tiempo sin
probar un bocado. Dame algo de comer, que Dios te lo pagará.
El montañés, duro de
corazón, no le hizo ni el menor caso. El otro, insistió:
-Mírame: tengo hambre y
frío.
Pero el pastor le
respondió de mala manera, asegurándole que él también pasaba hambre y frío.
Cogió la cañabla que tenía preparada y se sumergió en la tarea de bordar en la
madera. En vano insistió el pobre mendigo en sus súplicas.
La miseria del visitante
en nada había enternecido las duras entrañas del pastor. Sí, en cambio,
parecieron conmover hasta las mismas fuerzas de la naturaleza que se rebelaron
airadas.
El cielo, inmaculadamente
azul se cubrió repentinamente con espesos nubarrones negruzcos que pronto se arrastraron
por los prados, cubriéndolos de niebla y oscuridad como si fuera noche cerrada.
No se veía absolutamente nada. El pastor, amedrentado, se desentendió del
pordiosero para intentar recoger su ganado disperso por el prado.
Pero con aquellas tinieblas
se le hacía completamente imposible reunir sus reses. Hasta el perro se sentía
irremediablemente perdido y no hacía más que gemir alrededor de su dueño, como
desesperado por no poder realizar tarea tan sencilla como juntar el rebaño.
En seguida los nubarrones
desencadenaron una horrible tormenta, como jamás se había presenciado en el
tormentoso valle de Pineta.
Perro, pastor y ganado se
perdieron en medio de ella, de forma que nunca se supo nada más de ellos.
Nadie supo aclarar el
misterio. Pero los montañeses dicen que en el paraje en que desaparecieron, se
alzó una montaña formidable de piedra y de hielo, tal vez la más impresionante
y peligrosa de todo el Pirineo.
Fue el castigo a aquel
pastor que le había negado un corrusco de pan y una palabra de cariño a San
Antonio, pues el mendigo que se le había presentado implorando su caridad, no
era otro que San Antonio, que al despedirse le dijo:
-Te perderás por
avaricioso, y allí donde te pierdas, saldrá un gran monte, inmenso, tan grande
como tu falta de caridad.
Es el Monte Perdido.
El Perdido continuó
siendo leyenda y sigue siéndolo todavía. No cabrían aquí todos los cuentos e
historias qué se cuentan de él, desde la odisea apasionante de su conquista, y
las increíbles aventuras que allí vivieron en el siglo pasado los
contrabandistas del Pirineo, hasta las más bellas narraciones en torno a la Breca o Brecha de Roland en
donde el sobrino y caballero de Carlomagno vino a morir tras la derrota de
Roncesvalles: la brecha la hizo él lanzando su espada Durandarte para tajar la
montaña y ver a través de ella por última vez su amada y dulce Francia.
Y las Tres Sorores, las
tres hermanas convertidas en piedra por la maldición de su padre. Y las Tres
Marías, blancas como su voto de castidad que consiguieron escapar de la Cueva de los Moros,
prisioneras de Mohamed Altabill según unas narraciones o del gigante Añisclo
según otras opiniones.
Y también parece que
irrumpe en la historia como es el caso de don Iñigo de Zaidín.
Iñigo fue el compañero
inseparable del rey Jaime Primero el Conquistador, desde que ambos eran niños.
Juntos se educaron en Monzón y juntos vivieron las mil travesuras que les
dictaba su imaginación infantil en el Castillo de Monzón.
Ya de mayor, Iñigo de
Zaidín gozó de toda la confianza del rey al que acompañó incondicionalmente en
todas las batallas. Su valor y temeridad, su fidelidad al rey amigo hicieron de
él un dechado de caballero cristiano medieval.
Precisamente en la
conquista de Mallorca, en premio a su valentía, don Jaime le entregó como
esclava la hija del rey moro de Mallorca de quien quedó primero prendado don
Iñigo y cautivo después. Nadie podía suponer que el regalo del Conquistador iba
a originar la perdición del caballero.
Todo el mundo sabe que el
Rey quiso redondear su Reino con la reconquista de Ibiza. A nadie encontró
mejor para realizar la empresa que a su amigo del alma, Iñigo de Zaidín.
Pero en Ibiza fue
sorprendido por la defensa jamás sospechada de los isleños y en cruel batalla
sin cuartel, todo el ejército conquistador aragonés, invencible hasta entonces,
fue destrozado. De don Iñigo no quedó ni rastro.
Pasados muchos años,
apareció por el Monte Perdido un anacoreta entregado a las más arduas penitencias.
Su humildad y su bondad, su ascetismo y su entrega a todos los demás sin
distinción le granjearon una merecida fama de santidad.
De todas partes acudían
los fieles a pedir su consejo y todos volvían aliviados y reconfortados. El
"Santo de la Montaña "
lo llamaba la gente y su muerte causó un gran dolor a los montañeses.
Cuando fueron a recoger
piadosamente sus restos, en la gruta que le servía de vivienda se descubrió que
había escrito con sangre:
"Don Jaime,
perdonadme. Yo os traicioné y también a mis compañeros en la conquista de
Ibiza".
0.013. anonimo (aragon)
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