Leyenda del monasterio de
piedra
En la ciudad de Soria
vivía a principios del siglo XV (1402) un hidalgo casado con una santa señora,
en la cual hubo una hija, a quien, por haber nacido el día de Santa Catalina,
pusieron este nombre en la pila bautismal.
Creció la niña dando
muestras de precoz ingenio, que realzaban su peregrina belleza y su inefable
dulzura. "Dichosos padres de tan preciosa hija", solían decir las
gentes, expresando así dos verdades, porque la hermosura de Catalina sólo
podía compararse con la ventura de D. Agustín Gómez y de su esposa.
Llegó Catalina a la edad
de diecisiete años, y era un prodigio de agudeza y discreción, y discurría
sobre las cuestiones más difíciles como pudiera el varón más versado en las
ciencias teológicas de aquel tiempo, tanto que a ella acudían en demanda de
consejo personas que no habían frecuentado su trato, y aún algunas que jamás
la habían visto, pero a cuyos oídos había llegado la fama de su prudencia y de
su clarísimo ingenio: Pesábale a la madre el creciente nombre de su hija;
sentía que mereciese el dictado de doctora con que ya la honraba el vulgo, pero
no tenía resolución para prohibir que Catalina, que poseía el don del consejo,
dejase de favorecer con él a los que de él necesitasen. El hidalgo, por el
contrario, ufanábase con ser padre de tan extraordinaria doncella, y no veía el
momento de asegurar por medio de un enlace ventajoso la perennidad de su
ventura, porque él presumía que Catalina había de transmitir a sus hijos el
soberano ingenio con que el cielo la había dotado.
Puso los ojos en la joven
doctora un gallardo mancebo mayorazgo de una aldea comarcana, insinuóle su
pensamiento a honestos fines encaminado, pero ella contestóle siempre con
áspero desabrimiento.
El padre, que hubiera
aceptado de buen grado la alianza con la familia del mancebo, habló a Catalina;
pero ella contestó que no pensaba someterse jamás a la voluntad de un hombre;
que sus aficiones la llevaban al estudio y a la meditación, y que no quería
privar a sus convecinos de su consejo y ayuda. Funesto principio de presunción
y vanagloria, que fue causa para ella de horribles tormentos, y de acerbos
dolores para sus padres.
Afirma un escritor de
aquella época, que dispuso el Señor
castigar a aquella mujer, y la castigó mandando que entrasen en su cuerpo
muchos demonios como ministros de su justicia.
Empezó hablando a solas, siguió
saliendo a altas horas de la noche fuera de la ciudad per velles et colles: ya se sumergía en el río en lo más crudo del
invierno, ya se dormía al sol en el rigor del verano; no sufría contradicción
de nadie, y en lugar de oir respetuosa las dulces amonestaciones paternales,
ponía el grito en el cielo, maldecía su estrella que tales padres le había
dado, y echaba a correr como una furia por las calles de la ciudad, o se
encerraba en su estancia y arrimaba a la puerta los muebles, gritando
desaforada-mente:
-"No entrarán, no
entrarán aquí los enemigos de mi nombre, los envidiosos de mi fama."
-Pero, hija de mi alma,
exclamaba el hidalgo Gómez.
-Hija de mis entrañas
-murmuraba entre sollozos la dolorida madre.
-Váyanse enhorabuena y,
si no, enhoramala, y déjenme en paz: y solía concluir con una letanía de
insolencias y de groseras palabras, que no son para recordarlas cuanto menos
para escritas.
En momentos lúcidos, que
eran los menos, oía las observaciones de sus padres sin replicar, y una vez
echóse en brazos de su madre anegada en lágrimas, y le pidió perdón por los
disgustos que le había causado.
Llamó el hidalgo a los
mejores médicos de Soria, y todos convinieron en que la enfermedad de Catalina
no habían tratado Hipócrates ni Galeno, Avicena ni Averroes.
-La enfermedad de
Catalina -dijo el más anciano- reside en la raíz del alma, y nuestra ciencia
sólo alcanza a curar dolencias del cuerpo. Por triste que sea la confesión,
Catalina es presa de espíritus inmundos, está poseída, tiene metidos los demonios
en el cuerpo, y sólo nuestra santa madre la Iglesia , por medio de oraciones, ayunos, mortificaciones
y exorcismos, podrá librarla de sus rigores.
¡Qué dolorosa impresión
debieron producir en sus padres estas palabras, confirmatorias de la cruel
sospecha que les desgarraba el alma!
Lleváronla de iglesia en
iglesia por todos los monasterios de Castilla y de León, sin que la energúmena
experimentase alivio. ¡Once años peregrinando; once de no interrumpidas
tribulaciones! Perdida toda esperanza de arrancar a la doncella de la
servidumbre del demonio, supieron que en la falda del Moncayo vivía un ermitaño
de indubitada santidad, y encamináronse a la ermita. Con fervoroso celo
pronunció el anacoreta las frases sacramentales del exorcismo, y los demonios
prorrumpieron en tales voces, en tan espantosos alaridos, que pareció que se
venía abajo la ermita. Repitió el exorcista sus palabras y entonces oyóse la
voz de un alma del purgatorio que penaba dentro del cuerpo de la doncella, que
dijo: "No la dejarán los enemigos malos mientras no la lleven al
monasterió de Nuestra Señora de Piedra", y siguió a estas palabras un
estrépito infernal, y un ¡ay! tan prolongado y desgarrador, que les heló a
todos la sangre en las venas. El grito fue del alma del purgatorio, a quien los
diablos pusieron en cruel tortura por haber revelado el único sitio, en donde
podían ser vencidos.
El día 13 de mayo de
1427, que fue miércoles de Pasión, salieron del lugar de Bubierca la infeliz
doncella, su padre; don Diego de Villarfañez, el apuesto mozo que había
consagrado su cariño a la desdichada, y dos criados. Agua a mares, granizo,
rayos y centellas les acompañaron hasta la vista del pueblo de Godojos, adonde
no pudieron llegar, porque el barranco de Valdearoque, que había salido de
madre, les interceptó el paso. Después de dos horas de penalidades sin cuento,
intentaron vadearlo, y allí estuvo a pique de perecer Catalina. Cayóse de la
mula y se la llevaban los demonios por la corriente abajo, casi privada de
sentido, cuando el valeroso don Diego se arrojó del caballo, echóse a nado, la
asió de los cabellos y la sacó a una orilla.
¿Cómo pudo don Diego
salir con bien de tan peligrosa empresa? Prestóle el cielo ayuda: sin su
favor, lejos de salvar a la doncella, hubiera sucumbido, también él, entre las
cenagosas olas del furioro barranco. No falta quien asegure que D. Diego,
antes de salir de Bubierca, había confesado y comulgado, que estaba en gracia
de Dios, y que por eso nada hubiera podido contra él todo el infierno; y aún
algunos afirman que, por que le asistía la divina gracia en el momento de asir
de los cabellos a Catalina, huyeron despavoridos los demonios, aullando de
horrible manera, y que Catalina le dirigió una cariñosa mirada, en que el
agradecimiento se anunciaba como feliz mensajero del más dulce sentimiento.
Pero al dejarla en la orilla, con infernal algazara volvieron los espíritus
inmundos a apoderarse de su presa, y le inspiraron incontinenti la idea de
echar a correr en dirección contraria a Nuestra Señora de Piedra. Don Diego,
la detuvo. Con tales contratiempos y malandanzas sorprendió la noche a los
viandantes, y hubieron de buscar albergue en un pueblo que se llamaba Somed
situado a las márgenes del río Mesa, y al pie de almenado castillo.
Al otro día continuaron
la jornada desde muy temprano, y entraron en el monasterio por la puerta de la
torre del Homenaje.
La primera estación para
los poseídos era la capilla de Nuestra Señora de la Blanca , cuyas puertas
estaban ya abiertas para que no se difiriese el conjuro.
El monje exorcita mandó
en nombre de Dios a los espíritus infernales que dejaran su presa, y el principal de aquella infernal tropa
(copiamos las palabras textuales del autor que refiere el suceso), impelido por la fuerza del monje, dijo su
nombre y número de sus infernales compañeros, que eran sesenta legiones de
demonios, y el muy blasfemo dijo: Anda en hora mala a decir vuestras horas a
Vuestra María y déjame estar en este castillo, sino os prometo he de quemar el
monasterio. Prosiguió el monje en los exorcismos, despreciando las amenazas
del demonio el que dixo, que en aquel cuerpo había espíritus caídos que así
llamaba a los demonios, y cuarenta espíritus de la fe, que eran cuarenta
almas que en aquel cuerpo, por providencia extra-ordinaria de Dios, padecían sus
tormentos. Estas almas dixeron sus nombres, sus delitos y lo que padecían.
Mas no se obtuvo por
aquel día, y porque no se consiguió la liberación de la energúmena, varios
monjes impusiéronse las más rudas penitencias; y tal hubo que ofreció vivir a
pan y agua hasta que la enferma recobrase su salud y libre albedrío.
A D. Agustín le dijo el
monje exorcista al salir de la capilla.
-Con el favor de Dios, la
doncella sanará, pero se necesita el tiempo; al fin la recibiréis tan pura como
vuestro acendrado cariño la desea.
Llegada la hora del
descanso, el hidalgo y Villarfañez se re-cogieron en una habitación que la
solícita caridad de los monjes les había preparado, rezaron devotamente sus
oraciones, y se durmieron en brazos de la esperanza.
Poco hacía que el
monasterio yacía en el más profundo silencio, cuando se, levantó un violentísimo
huracán y una tempestad de truenos y rayos y un tan espantoso aguacero, que
parecía que se iba a anegar el mundo. La siniestra nube formaba como una faja
desde los pinares de Soria hasta Nuestra Señora de Piedra. Cabalgaban en la
nube cientos de legiones de demonios, y al fulgor de los relámpagos se les veía
cruzar con rapidísima carrera de Soria a Piedra, montados sobre centenares,
millares de objetos, largos, estrechos, oscuros, y al llegar encima del
monasterio desaparecían como si hubiesen caído en vertiginosa insondable sima.
Oíanse imprecaciones y
gritos estridentes y siniestras carcajadas.
-¡Se acerca la hora,
Astaroth! ¡Lucifer! ¡Asmodeo! ¡Zernebock! Guerra a esta casa y a sus aborrecidos
moradores. Son nuestros enemigos, quieren arrancar de nuestras garras a la
doncella. Morirán también. Cuando el monasterio sea cenizas, reinaremos aquí
sin rivales. Debajo de la gran cascada tendremos el mejor palacio de la
tierra. En la caverna, en donde hoy anidan las palomas, anidarán los cuervos y
las lechuzas, los búhos y los murciélagos; criarán las víboras y los vestiglos,
y el dragón de las siete cabezas guardará la entrada: celebraremos allí
nuestros conciliábulos. ¡Corred, volad g Soria, a Piedra! ¡a Piedra, a
Soria!...
Estas palabras sueltas,
incoherentes, se confundían con el zumbido incesante del trueno, mientras el
fuego que despedían por los ojos las satánicas legiones, oscurecía el fulgor de
los relámpagos.
-¡Qué horible tempestad!,
dijo al hidalgo el joven Villarfañez; incorporán-dose en el lecho. Había
conciliado el sueño, pero, ¿quién es capaz de dormir con este ruido tan
espantoso? No parece sino que andan sueltos esta noche todos los demonios del
infierno.
-Tampoco yo puedo dormir,
repuso Gómez; el temor de que mi pobre hija no encuentre la salud, es una aguda
espina clavada en mi almohada, y otra el recuerdo de mí santa esposa, a quien,
como sabéis, dejé postrada en el lecho del dolor. Angustiosos pesares abrevian
su existencia. ¡Pobre esposa mía!...
-Confiad en Dios, que
mira por nuestro bien mejor de lo que, nosotros imaginamos. ¡Hágase su voluntad
así en la tierra como en el cielo! La tormenta va cediendo. Callad... creí
haber oído voces.
-¿A estas horas...?
Apenas será media noche.
-Oigo hablar en la plaza.
Levantóse de la cama el doncel,
abrió la ventana y retrocedió espantado, haciendo la señal de la cruz y sin
poder articular palabra.
-¡Qué olor a azufre!,
exclamó D. Agustín Gámez.
Antes de que pudiese
contestar Villarfañez, el tañido de la campana que convocaba los monjes a cantar
maitines hirió sus oídos; y al primer toque oyóse un espantoso fragor, como si
un viento huracanado hubiera pasado con la rapidez del rayo sobre el
monasterio, y al mismo tiempo un golpe seco estremeció los edificios en sus
cimientos, como si se hubiera desplomado una montaña; y un inmenso chirrido
áspero,, horrible, como si a la vez hubieran rechinado millares de dientes.
No sólo Villarfañez y D.
Agustín quedaron sometidos a la influencia del terror: cuantos en el monasterio
se albergaban sintieron los efectos de un suceso sobrenatural y
permanecieron confusos, mudos y estáticos, en tanto que la campana seguía
tocando a maitines.
Vistiéronse los monjes, y
al bajar de su celda el abad D. Miguel de Urrea encontró en los claustros
grandes vigas de pino, tendidas en el suelo, y haces de leña y vigas, y haces
en la plaza de San Martín, y en la plaza del refectorio, y en la plaza mayor, y
fuera de la muralla, y al hermano maitinero Vicente Tejada, llorando de
alegría en un rincón, cerca de un montón de combustible que había empezado a
arder.
Abad, monjes, conversos,
sirvientes, huéspedes, todos, sin más explicación, comprendieron el bárbaro
designio de la infernal cohorte, y vieron patente la: asistencia y favor del
alto cielo.
El abad bendijo las vigas
e hizo nuevos conjuros para alejar a Satanás, fuese con la comunidad a dar
gracias a Dios por el beneficio recibido, y cuando el sol envió sus primeros
rayos sobre las montañas, dorando las copas de los árboles que ciñen el río,
salió a la puerta del castillo, asomóse a la barbacana, y vio que se había
desprendido del monte de la
Lastra una enormísima roca, desde entonces conocida en el
país con el nombra de la Peña del Diablo.
-Reverendo padre, dijo el
abad al padre exorcista: el espíritu de las tinieblas contestóme ayer en la
capilla de Nuestra Señora de la
Blanca : "Déjame estar en este castillo; esto es, en el
cuerpo de la energúmena; si no, os prometo he de quemar el monasterio; y ha
querido cumplir su palabra; me amenazó con que apelaría a todo el infierno
junto, ¡y todo el infierno se ha cernido la noche pasada sobre nuestras
cabezas!
A las nueve de la mañana,
después de celebrar el santo sacrificio en el altar del Santo Sepulcro, allí
presente la energúmena, el padre exorcita, en nombre de Dios, mandó a los
espíritus inmundos que desalojasen aquel cuerpo y con admiración de todos, sólo
respondió el alma del purgatorio, en él encerrada, diciendo estas palabras:
-Se acerca la hora de mi
felicidad. Las sesenta legiones de demonios huyeron esta noche despavoridas;
dentro del cuerpo de Catalina sólo estamos yo y el demonio de la vanidad, el
primero que se apoderó de esta doncella y el que llamó en su auxilio a todas
las legiones infernales.
-En nombre de Dios os
ordeno que salgáis del cuerpo de esta infeliz, repitió el exorcista, y no
contestaron más.
De la segunda estación
pasaron a la tercera, a la capilla en donde ,se veneraba el santo misterio Dubio [1],
y hecha la conminación por el exorcista, se oyó la voz del alma del purgatorio
que decía a Catalina:
-Ya de ti depende mi
redención y la tuya. Abomina de tu antigua presunción, pon a los pies de este
santo misterio aquella vanidad, aquella soberbia que nació de tu preclaro
ingenio, y confiesa que sólo a Dios se debe la honra y gloria.
-No, Catalina,
interrumpió el demonio de la vanidad; no te dejes seducir por este espíritu
débil; los varones más doctos han reconocido tu superioridad: conserva el
puesto que te corresponde por tus talentos; sigue mis consejos.
Y el alma del purgatorio:
-Te pierdes, Catalina.
-Y el demonio de la
soberbia:
-Catalina, te envileces.
Y el alma:
-Cede.
Y el demonio:
-Resiste.
-¡Señor, libertad a
vuestra sierva!, exclamaron los monjes.
-¡Señor, salva a mi
hija!, exclamó el padre bañado en lágrimas.
-Salvadla, Dios mío -prorrumpió
Villarfañez- y os ofrezco ir a pie y descalzo a Palestina y besar, la losa que
cubre vuestro Santo Sepulcro.
-Reconozco mis errores,
dijo Catalina en voz muy baja, y -acentuando más las palabras: Confieso mis
pecados y pido a Dios, con todo mi corazón, que tienda sobre su indigna sierva
el manto de su misericordia. ¡Señor -prosiguió llorando, libertadme de la
servidumbre del demonio de la vanagloria, que me ha perdido; ¡Misericordia,
Señor! Yo he amargado la vida de mis virtuosos padres. ¡Misericordia, Señor!...
Lanzó Catalina un grito
de felicidad, y un feroz alarido el espíritu de la soberbia.
El infierno estaba
vencido.
Prolijo sería describir
las escenas entre el hidalgo Villarfañez y Catalina cuando salieron de la
iglesia y el regocijo de los criados y de los monjes, y la solemnísima fiesta
que D. Agustín costeó en el suntuoso templo en acción de gracias. Cualquiera de
mis lectores podrá imaginarlas: como comprenderán, aún los menos avisados, que
después del cumplimiento del voto de Villarfañez hubo en Soria una gran boda,
a la que concurrieron las familias más principales de la ciudad: lo que no sabrían,
si yo no lo dijera, es de qué modo refirió el máitinero Vicente Tejada lo que
acaeció en la terrible noche, que él con candorosa sencillez llamaba
"una noche de todos los demonios". Reunióse la comunidad en la sala
capitular, y previa la venia del reverendísimo padre abad don Miguel de Urrea,
dijo las siguientes palabras:
-No sé, reverendísimo
padre, si acertaré a referir lo que en aquella aciaga noche me pasó; me
explicaré como Dios Nuestro Señor me dé a entender, a bien que me escuchan
doctos varones, y como dice el refrán, al buen entendedor con media palabra
basta. Pues como iba diciendo de mi cuento...
-Déjese el lego de rodeos,
interrumpió el abad, y refiera sencillamente lo que vió.
-La comunidad sabe si soy
puntual en tocar a maitines. Todas las noches, por un favor especial de Dios,
me despierto a la una y media, nunca antes. Esa noche me desperté antes de las
doce, tan creído de que faltaba sólo media hora para tocar, que salí de mi
celda; pero en lugar de subir al campanario, como sentía mucha sed, me bajé
por la escalera principal con ánimo de entrar en la cocina y beber un vaso de
agua. Pasaba la última meseta de la escalera, y en el claustro bajo, cerca del
sitio donde está el aldabón de nuestro padre San Benito, tropecé con un
objeto cruzado en el suelo, y dije: Válgame Dios, ¿qué puede ser esto? Me lancé
a la izquierda y volví a tropezar, me fui a la derecha y tropecé de nuevo, y
lo que es más, caí encima de un gran bulto, que al tocarlo me pareció un montón
de leña. Debo recordar a su reverencia y a la religiosa comunidad que como
conozco bien las andadas del convento, tengo por costumbre, no sé si buena o
mala, andar a oscuras; pero bien me arrepentí de ello, después del tercer
tropezón y de la consiguiente caída. Confuso, temeroso, sin darme cuenta de lo
que significaba aquella leña dentro del claustro, me levanté y... ¡ave María
purísima! oí que estaban hablando en el claustro inmediato. "Antes de que
ese bobo de Vicente, decía uno, se levante a tocar a maitines, arderá toda esta
casa"; y dijo otro: «Los pinos están muy secos, en un momento no quedarán
de este monasterio ni las cenizas, pues hasta las cenizas aventaremos"; y
otro: "Tú Zernebock, con tu legión a la plaza de Martín (los diablos, por
lo visto, no pronuncian ningún nombre tan santo), y tú, que eres el más flojo,
pegarás fuego a la leña de la portería, y vosotros los más forzudos estaréis
ojo avizor debajo de Piedra Vieja; y cuando todo arda, echaréis sobre esta casa
la montaña de la
Lastra. Sigilo , cada cual a su sitio, chitón, chitón..."
¡Ay!, no sé, reverendo padre, cómo no me morí de miedo; pero no hubo tal; saqué
el rosario del bolsillo, y pasito a paso doblé la esquina del claustro arrimado
a la pared. ¡Jesús, mil veces!, ¡qué hormiguero de demonios, y qué encandilados
tienen los ojos, como brasas, y qué fea catadura, y qué cuernos tan retorcidos
y relucientes, y qué rabos tan ensortijados! Para subir y avisar a vuestra
reverencia había de pasar por delante de un diablillo endeble que se había
corrido a la entrada de la escalera: a gatas me adelanté, diciendo con todo
fervor posible: Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal; pero me dio el azufre
en la nariz estornudé y, ¡ave María purísima!, creí que era mi última hora.
¡Ah pícaro Vicente, dijo el diablo enteco tirándome de los hábitos, morirás!,
y me arrastró unos pasos; pero puse mi confianza en Dios e invoqué el favor de
María, y gané terreno hasta asirme a la baranda de la escalera. "A mí
compañeros", gritó el enteco, y cayó sobre mí a modo de un chaparrón de
condenados. "No tocarás más a maitines, bribón", repetían los
demonios tirando de mí, cuales de los hábitos, cuales de las piernas y de los
brazos; jadeando llegué hasta la primera meseta de la escalera, pero de allí
no podía pasar por más que me esforzaba; agotáronseme las fuerzas, y caímos
rodando los enemigos y yo, y al llegar abajo oí varias voces: "Pegad
fuego, pegad fuego, y arda Vicente". ¡Señor, apiadaos de nosotros, grité,
y un diablo me tapó la boca con un pedazo de estopa que me ahogaba. "No
volverás a tocar más las campanas, mal campanero." ¡Oh providencia de
Dios!... Oí la campana que convocaba a los monjes.
-¿No tocó el lego la
campana?
-No, reverendo padre, si
estaba yo, pobre de mí bregando con los demonios. Bastante me había caído que
hacer en ese claustro de afuéra. Oir el primer toque y escapar las legiones de
demonios, fue una cosa misma; pero el diablo enteco que me había tenido sujeto
pegó fuego al montón más próximo, y yo le sujeté por un momento por el rabo y
le dije: ¡Ah, ladrón!, apaga o no te suelto; y le hice vomitar sobre el fuego
una baba negruzca y nauseabunda. Apagada la lumbre, me senté encima del montón
de leña. ¿A qué había de subir a tocar a maitines si el nuevo campanero tocaba
mejor que yo? Sería algún ángel del cielo, ¿no es verdad, reverendo padre?
-Basta, dijo el abad
interrumpiéndole, dé por concluido el relato; puede el lego retirarse.
Concluiremos nosotros el
nuestro copiando ad pedem literae un
párrafo de la antigua historia que dice así:
"Con los pinos que
trajeron los demonios, con ánimo de quemar el monasterio, tuvo éste por espacio
de cinco años todo el abasto necesario de leña para todas sus cocinas y
oficinas, con ser muchísima la que se quema al año. Y de los mejores pinos se
labraron muchos puentes y maderos que sirvieron para varias obras; los que al
presente se señalan en ellas, según las tradiciones que nos dejaron los monjes
antiguos."
0.013. anonimo (aragon)
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