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sábado, 15 de septiembre de 2012

La energumena


Leyenda del monasterio de piedra

En la ciudad de Soria vivía a principios del si­glo XV (1402) un hidalgo casado con una santa señora, en la cual hubo una hija, a quien, por ha­ber nacido el día de Santa Catalina, pusieron este nombre en la pila bautismal.
Creció la niña dando muestras de precoz ingenio, que realzaban su peregrina belleza y su inefable dulzura. "Dichosos padres de tan preciosa hija", solían decir las gentes, expresando así dos verda­des, porque la hermosura de Catalina sólo podía compararse con la ventura de D. Agustín Gómez y de su esposa.
Llegó Catalina a la edad de diecisiete años, y era un prodigio de agudeza y discreción, y discu­rría sobre las cuestiones más difíciles como pudie­ra el varón más versado en las ciencias teológicas de aquel tiempo, tanto que a ella acudían en de­manda de consejo personas que no habían frecuen­tado su trato, y aún algunas que jamás la habían visto, pero a cuyos oídos había llegado la fama de su prudencia y de su clarísimo ingenio: Pesábale a la madre el creciente nombre de su hija; sentía que mereciese el dictado de doctora con que ya la honraba el vulgo, pero no tenía resolución para prohibir que Catalina, que poseía el don del conse­jo, dejase de favorecer con él a los que de él nece­sitasen. El hidalgo, por el contrario, ufanábase con ser padre de tan extraordinaria doncella, y no veía el momento de asegurar por medio de un en­lace ventajoso la perennidad de su ventura, por­que él presumía que Catalina había de transmitir a sus hijos el soberano ingenio con que el cielo la había dotado.
Puso los ojos en la joven doctora un gallardo mancebo mayorazgo de una aldea comarcana, insi­nuóle su pensamiento a honestos fines encamina­do, pero ella contestóle siempre con áspero desa­brimiento.
El padre, que hubiera aceptado de buen grado la alianza con la familia del mancebo, habló a Catali­na; pero ella contestó que no pensaba someterse jamás a la voluntad de un hombre; que sus aficio­nes la llevaban al estudio y a la meditación, y que no quería privar a sus convecinos de su consejo y ayuda. Funesto principio de presunción y vanaglo­ria, que fue causa para ella de horribles tormen­tos, y de acerbos dolores para sus padres.
Afirma un escritor de aquella época, que dispuso el Señor castigar a aquella mujer, y la castigó man­dando que entrasen en su cuerpo muchos demo­nios como ministros de su justicia.
Empezó hablando a solas, siguió saliendo a altas horas de la noche fuera de la ciudad per velles et colles: ya se sumergía en el río en lo más crudo del invierno, ya se dormía al sol en el rigor del ve­rano; no sufría contradicción de nadie, y en lugar de oir respetuosa las dulces amonestaciones paternales, ponía el grito en el cielo, maldecía su estre­lla que tales padres le había dado, y echaba a co­rrer como una furia por las calles de la ciudad, o se encerraba en su estancia y arrimaba a la puerta los muebles, gritando desaforada-mente:
-"No entrarán, no entrarán aquí los enemigos de mi nombre, los envidiosos de mi fama."
-Pero, hija de mi alma, exclamaba el hidalgo Gómez.
-Hija de mis entrañas -murmuraba entre so­llozos la dolorida madre.
-Váyanse enhorabuena y, si no, enhoramala, y déjenme en paz: y solía concluir con una letanía de insolencias y de groseras palabras, que no son para recordarlas cuanto menos para escritas.
En momentos lúcidos, que eran los menos, oía las observaciones de sus padres sin replicar, y una vez echóse en brazos de su madre anegada en lá­grimas, y le pidió perdón por los disgustos que le había causado.
Llamó el hidalgo a los mejores médicos de Soria, y todos convinieron en que la enfermedad de Ca­talina no habían tratado Hipócrates ni Galeno, Avicena ni Averroes.
-La enfermedad de Catalina -dijo el más ancia­no- reside en la raíz del alma, y nuestra ciencia sólo alcanza a curar dolencias del cuerpo. Por tris­te que sea la confesión, Catalina es presa de espíri­tus inmundos, está poseída, tiene metidos los de­monios en el cuerpo, y sólo nuestra santa madre la Iglesia, por medio de oraciones, ayunos, mortifi­caciones y exorcismos, podrá librarla de sus ri­gores.
¡Qué dolorosa impresión debieron producir en sus padres estas palabras, confirmatorias de la cruel sospecha que les desgarraba el alma!
Lleváronla de iglesia en iglesia por todos los mo­nasterios de Castilla y de León, sin que la energú­mena experimentase alivio. ¡Once años peregrinan­do; once de no interrumpidas tribulaciones! Per­dida toda esperanza de arrancar a la doncella de la servidumbre del demonio, supieron que en la falda del Moncayo vivía un ermitaño de indubitada san­tidad, y encamináronse a la ermita. Con fervoroso celo pronunció el anacoreta las frases sacramenta­les del exorcismo, y los demonios prorrumpieron en tales voces, en tan espantosos alaridos, que pa­reció que se venía abajo la ermita. Repitió el exor­cista sus palabras y entonces oyóse la voz de un alma del purgatorio que penaba dentro del cuerpo de la doncella, que dijo: "No la dejarán los enemi­gos malos mientras no la lleven al monasterió de Nuestra Señora de Piedra", y siguió a estas pala­bras un estrépito infernal, y un ¡ay! tan prolonga­do y desgarrador, que les heló a todos la sangre en las venas. El grito fue del alma del purgatorio, a quien los diablos pusieron en cruel tortura por haber revelado el único sitio, en donde podían ser vencidos.
El día 13 de mayo de 1427, que fue miércoles de Pasión, salieron del lugar de Bubierca la infeliz doncella, su padre; don Diego de Villarfañez, el apuesto mozo que había consagrado su cariño a la desdichada, y dos criados. Agua a mares, granizo, rayos y centellas les acompañaron hasta la vista del pueblo de Godojos, adonde no pudieron llegar, porque el barranco de Valdearoque, que había sa­lido de madre, les interceptó el paso. Después de dos horas de penalidades sin cuento, intentaron vadearlo, y allí estuvo a pique de perecer Catalina. Cayóse de la mula y se la llevaban los demonios por la corriente abajo, casi privada de sentido, cuando el valeroso don Diego se arrojó del caballo, echóse a nado, la asió de los cabellos y la sacó a una orilla.
¿Cómo pudo don Diego salir con bien de tan pe­ligrosa empresa? Prestóle el cielo ayuda: sin su favor, lejos de salvar a la doncella, hubiera sucum­bido, también él, entre las cenagosas olas del furio­ro barranco. No falta quien asegure que D. Diego, antes de salir de Bubierca, había confesado y co­mulgado, que estaba en gracia de Dios, y que por eso nada hubiera podido contra él todo el infierno; y aún algunos afirman que, por que le asistía la divina gracia en el momento de asir de los cabellos a Catalina, huyeron despavoridos los demonios, aullando de horrible manera, y que Catalina le di­rigió una cariñosa mirada, en que el agradecimien­to se anunciaba como feliz mensajero del más dul­ce sentimiento. Pero al dejarla en la orilla, con infernal algazara volvieron los espíritus inmundos a apoderarse de su presa, y le inspiraron inconti­nenti la idea de echar a correr en dirección con­traria a Nuestra Señora de Piedra. Don Diego, la detuvo. Con tales contratiempos y malandanzas sorprendió la noche a los viandantes, y hubieron de buscar albergue en un pueblo que se llamaba Somed situado a las márgenes del río Mesa, y al pie de almenado castillo.
Al otro día continuaron la jornada desde muy temprano, y entraron en el monasterio por la puerta de la torre del Homenaje.
La primera estación para los poseídos era la ca­pilla de Nuestra Señora de la Blanca, cuyas puertas estaban ya abiertas para que no se difiriese el conjuro.
El monje exorcita mandó en nombre de Dios a los espíritus infernales que dejaran su presa, y el principal de aquella infernal tropa (copiamos las palabras textuales del autor que refiere el suceso), impelido por la fuerza del monje, dijo su nombre y número de sus infernales compañeros, que eran se­senta legiones de demonios, y el muy blasfemo dijo: Anda en hora mala a decir vuestras horas a Vuestra María y déjame estar en este castillo, sino os prometo he de quemar el monasterio. Prosiguió el monje en los exorcismos, despreciando las ame­nazas del demonio el que dixo, que en aquel cuerpo había espíritus caídos que así llamaba a los demo­nios, y cuarenta espíritus de la fe, que eran cuaren­ta almas que en aquel cuerpo, por providencia extra-ordinaria de Dios, padecían sus tormentos. Estas almas dixeron sus nombres, sus delitos y lo que padecían.
Mas no se obtuvo por aquel día, y porque no se consiguió la liberación de la energúmena, varios monjes impusiéronse las más rudas penitencias; y tal hubo que ofreció vivir a pan y agua hasta que la enferma recobrase su salud y libre albedrío.
A D. Agustín le dijo el monje exorcista al salir de la capilla.
-Con el favor de Dios, la doncella sanará, pero se necesita el tiempo; al fin la recibiréis tan pura como vuestro acendrado cariño la desea.
Llegada la hora del descanso, el hidalgo y Villar­fañez se re-cogieron en una habitación que la solí­cita caridad de los monjes les había preparado, rezaron devotamente sus oraciones, y se durmie­ron en brazos de la esperanza.
Poco hacía que el monasterio yacía en el más profundo silencio, cuando se, levantó un violentísi­mo huracán y una tempestad de truenos y rayos y un tan espantoso aguacero, que parecía que se iba a anegar el mundo. La siniestra nube formaba como una faja desde los pinares de Soria hasta Nuestra Señora de Piedra. Cabalgaban en la nube cientos de legiones de demonios, y al fulgor de los relámpagos se les veía cruzar con rapidísima carre­ra de Soria a Piedra, montados sobre centenares, millares de objetos, largos, estrechos, oscuros, y al llegar encima del monasterio desaparecían como si hubiesen caído en vertiginosa insondable sima.
Oíanse imprecaciones y gritos estridentes y si­niestras carcajadas.
-¡Se acerca la hora, Astaroth! ¡Lucifer! ¡Asmo­deo! ¡Zernebock! Guerra a esta casa y a sus abo­rrecidos moradores. Son nuestros enemigos, quie­ren arrancar de nuestras garras a la doncella. Mo­rirán también. Cuando el monasterio sea cenizas, reinaremos aquí sin rivales. Debajo de la gran cas­cada tendremos el mejor palacio de la tierra. En la caverna, en donde hoy anidan las palomas, ani­darán los cuervos y las lechuzas, los búhos y los murciélagos; criarán las víboras y los vestiglos, y el dragón de las siete cabezas guardará la entrada: celebraremos allí nuestros conciliábulos. ¡Corred, volad g Soria, a Piedra! ¡a Piedra, a Soria!...
Estas palabras sueltas, incoherentes, se confun­dían con el zumbido incesante del trueno, mientras el fuego que despedían por los ojos las satánicas legiones, oscurecía el fulgor de los relámpagos.
-¡Qué horible tempestad!, dijo al hidalgo el joven Villarfañez; incorporán-dose en el lecho. Ha­bía conciliado el sueño, pero, ¿quién es capaz de dormir con este ruido tan espantoso? No parece sino que andan sueltos esta noche todos los demo­nios del infierno.
-Tampoco yo puedo dormir, repuso Gómez; el temor de que mi pobre hija no encuentre la salud, es una aguda espina clavada en mi almohada, y otra el recuerdo de mí santa esposa, a quien, como sabéis, dejé postrada en el lecho del dolor. Angus­tiosos pesares abrevian su existencia. ¡Pobre es­posa mía!...
-Confiad en Dios, que mira por nuestro bien mejor de lo que, nosotros imaginamos. ¡Hágase su voluntad así en la tierra como en el cielo! La tor­menta va cediendo. Callad... creí haber oído voces.
-¿A estas horas...? Apenas será media noche.
-Oigo hablar en la plaza.
Levantóse de la cama el doncel, abrió la venta­na y retrocedió espantado, haciendo la señal de la cruz y sin poder articular palabra.
-¡Qué olor a azufre!, exclamó D. Agustín Gámez.
Antes de que pudiese contestar Villarfañez, el tañido de la campana que convocaba los monjes a cantar maitines hirió sus oídos; y al primer toque oyóse un espantoso fragor, como si un viento hura­canado hubiera pasado con la rapidez del rayo so­bre el monasterio, y al mismo tiempo un golpe seco estremeció los edificios en sus cimientos, como si se hubiera desplomado una montaña; y un inmenso chirrido áspero,, horrible, como si a la vez hu­bieran rechinado millares de dientes.
No sólo Villarfañez y D. Agustín quedaron some­tidos a la influencia del terror: cuantos en el mo­nasterio se albergaban sintieron los efectos de un suceso sobrenatural y permanecieron confusos, mudos y estáticos, en tanto que la campana seguía tocando a maitines.
Vistiéronse los monjes, y al bajar de su celda el abad D. Miguel de Urrea encontró en los claustros grandes vigas de pino, tendidas en el suelo, y haces de leña y vigas, y haces en la plaza de San Martín, y en la plaza del refectorio, y en la plaza mayor, y fuera de la muralla, y al hermano maitinero Vicen­te Tejada, llorando de alegría en un rincón, cerca de un montón de combustible que había empezado a arder.
Abad, monjes, conversos, sirvientes, huéspedes, todos, sin más explicación, comprendieron el bár­baro designio de la infernal cohorte, y vieron pa­tente la: asistencia y favor del alto cielo.
El abad bendijo las vigas e hizo nuevos conjuros para alejar a Satanás, fuese con la comunidad a dar gracias a Dios por el beneficio recibido, y cuan­do el sol envió sus primeros rayos sobre las mon­tañas, dorando las copas de los árboles que ciñen el río, salió a la puerta del castillo, asomóse a la barbacana, y vio que se había desprendido del monte de la Lastra una enormísima roca, desde entonces conocida en el país con el nombra de la Peña del Diablo.
-Reverendo padre, dijo el abad al padre exor­cista: el espíritu de las tinieblas contestóme ayer en la capilla de Nuestra Señora de la Blanca: "Dé­jame estar en este castillo; esto es, en el cuerpo de la energúmena; si no, os prometo he de quemar el monasterio; y ha querido cumplir su palabra; me amenazó con que apelaría a todo el infierno junto, ¡y todo el infierno se ha cernido la noche pasada sobre nuestras cabezas!
A las nueve de la mañana, después de celebrar el santo sacrificio en el altar del Santo Sepulcro, allí presente la energúmena, el padre exorcita, en nombre de Dios, mandó a los espíritus inmundos que desalojasen aquel cuerpo y con admiración de todos, sólo respondió el alma del purgatorio, en él encerrada, diciendo estas palabras:
-Se acerca la hora de mi felicidad. Las sesenta legiones de demonios huyeron esta noche despavo­ridas; dentro del cuerpo de Catalina sólo estamos yo y el demonio de la vanidad, el primero que se apoderó de esta doncella y el que llamó en su auxi­lio a todas las legiones infernales.
-En nombre de Dios os ordeno que salgáis del cuerpo de esta infeliz, repitió el exorcista, y no contestaron más.
De la segunda estación pasaron a la tercera, a la capilla en donde ,se veneraba el santo misterio Du­bio [1], y hecha la conminación por el exorcista, se oyó la voz del alma del purgatorio que decía a Catalina:
-Ya de ti depende mi redención y la tuya. Abo­mina de tu antigua presunción, pon a los pies de este santo misterio aquella vanidad, aquella sober­bia que nació de tu preclaro ingenio, y confiesa que sólo a Dios se debe la honra y gloria.
-No, Catalina, interrumpió el demonio de la va­nidad; no te dejes seducir por este espíritu débil; los varones más doctos han reconocido tu superio­ridad: conserva el puesto que te corresponde por tus talentos; sigue mis consejos.
Y el alma del purgatorio:
-Te pierdes, Catalina.
-Y el demonio de la soberbia:
-Catalina, te envileces.
Y el alma:
-Cede.
Y el demonio:
-Resiste.
-¡Señor, libertad a vuestra sierva!, exclamaron los monjes.
-¡Señor, salva a mi hija!, exclamó el padre ba­ñado en lágrimas.
-Salvadla, Dios mío -prorrumpió Villarfañez- ­y os ofrezco ir a pie y descalzo a Palestina y besar, la losa que cubre vuestro Santo Sepulcro.
-Reconozco mis errores, dijo Catalina en voz muy baja, y -acentuando más las palabras:­ Confieso mis pecados y pido a Dios, con todo mi corazón, que tienda sobre su indigna sierva el man­to de su misericordia. ¡Señor -prosiguió lloran­do, libertadme de la servidumbre del demonio de la vanagloria, que me ha perdido; ¡Misericordia, Señor! Yo he amargado la vida de mis virtuosos padres. ¡Misericordia, Señor!...
Lanzó Catalina un grito de felicidad, y un feroz alarido el espíritu de la soberbia.
El infierno estaba vencido.
Prolijo sería describir las escenas entre el hidal­go Villarfañez y Catalina cuando salieron de la iglesia y el regocijo de los criados y de los monjes, y la solemnísima fiesta que D. Agustín costeó en el suntuoso templo en acción de gracias. Cualquiera de mis lectores podrá imaginarlas: como compren­derán, aún los menos avisados, que después del cumplimiento del voto de Villarfañez hubo en So­ria una gran boda, a la que concurrieron las fami­lias más principales de la ciudad: lo que no sa­brían, si yo no lo dijera, es de qué modo refirió el máitinero Vicente Tejada lo que acaeció en la te­rrible noche, que él con candorosa sencillez llama­ba "una noche de todos los demonios". Reunióse la comunidad en la sala capitular, y previa la venia del reverendísimo padre abad don Miguel de Urrea, dijo las siguientes palabras:
-No sé, reverendísimo padre, si acertaré a refe­rir lo que en aquella aciaga noche me pasó; me explicaré como Dios Nuestro Señor me dé a en­tender, a bien que me escuchan doctos varones, y como dice el refrán, al buen entendedor con me­dia palabra basta. Pues como iba diciendo de mi cuento...
-Déjese el lego de rodeos, interrumpió el abad, y refiera sencillamente lo que vió.
-La comunidad sabe si soy puntual en tocar a maitines. Todas las noches, por un favor especial de Dios, me despierto a la una y media, nunca an­tes. Esa noche me desperté antes de las doce, tan creído de que faltaba sólo media hora para tocar, que salí de mi celda; pero en lugar de subir al cam­panario, como sentía mucha sed, me bajé por la escalera principal con ánimo de entrar en la cocina y beber un vaso de agua. Pasaba la última meseta de la escalera, y en el claustro bajo, cerca del si­tio donde está el aldabón de nuestro padre San Be­nito, tropecé con un objeto cruzado en el suelo, y dije: Válgame Dios, ¿qué puede ser esto? Me lancé a la izquierda y volví a tropezar, me fui a la dere­cha y tropecé de nuevo, y lo que es más, caí encima de un gran bulto, que al tocarlo me pareció un montón de leña. Debo recordar a su reverencia y a la religiosa comunidad que como conozco bien las andadas del convento, tengo por costumbre, no sé si buena o mala, andar a oscuras; pero bien me arrepentí de ello, después del tercer tropezón y de la consiguiente caída. Confuso, temeroso, sin dar­me cuenta de lo que significaba aquella leña dentro del claustro, me levanté y... ¡ave María purísima! oí que estaban hablando en el claustro inmediato. "Antes de que ese bobo de Vicente, decía uno, se levante a tocar a maitines, arderá toda esta casa"; y dijo otro: «Los pinos están muy secos, en un mo­mento no quedarán de este monasterio ni las ceni­zas, pues hasta las cenizas aventaremos"; y otro: "Tú Zernebock, con tu legión a la plaza de Martín (los diablos, por lo visto, no pronuncian ningún nombre tan santo), y tú, que eres el más flojo, pe­garás fuego a la leña de la portería, y vosotros los más forzudos estaréis ojo avizor debajo de Piedra Vieja; y cuando todo arda, echaréis sobre esta casa la montaña de la Lastra. Sigilo, cada cual a su sitio, chitón, chitón..." ¡Ay!, no sé, reverendo padre, cómo no me morí de miedo; pero no hubo tal; saqué el rosario del bolsillo, y pasito a paso doblé la esquina del claustro arrimado a la pared. ¡Jesús, mil veces!, ¡qué hormiguero de demonios, y qué encandilados tienen los ojos, como brasas, y qué fea catadura, y qué cuernos tan retorcidos y relucientes, y qué rabos tan ensortijados! Para subir y avisar a vuestra reverencia había de pasar por delante de un diablillo endeble que se había corrido a la entrada de la escalera: a gatas me adelanté, diciendo con todo fervor posible: Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal; pero me dio el azufre en la nariz estornudé y, ¡ave María purísi­ma!, creí que era mi última hora. ¡Ah pícaro Vi­cente, dijo el diablo enteco tirándome de los há­bitos, morirás!, y me arrastró unos pasos; pero puse mi confianza en Dios e invoqué el favor de María, y gané terreno hasta asirme a la baranda de la escalera. "A mí compañeros", gritó el enteco, y cayó sobre mí a modo de un chaparrón de con­denados. "No tocarás más a maitines, bribón", re­petían los demonios tirando de mí, cuales de los hábitos, cuales de las piernas y de los brazos; ja­deando llegué hasta la primera meseta de la es­calera, pero de allí no podía pasar por más que me esforzaba; agotáronseme las fuerzas, y caímos rodando los enemigos y yo, y al llegar abajo oí varias voces: "Pegad fuego, pegad fuego, y arda Vicente". ¡Señor, apiadaos de nosotros, grité, y un diablo me tapó la boca con un pedazo de esto­pa que me ahogaba. "No volverás a tocar más las campanas, mal campanero." ¡Oh providencia de Dios!... Oí la campana que convocaba a los monjes.
-¿No tocó el lego la campana?
-No, reverendo padre, si estaba yo, pobre de mí bregando con los demonios. Bastante me había caí­do que hacer en ese claustro de afuéra. Oir el pri­mer toque y escapar las legiones de demonios, fue una cosa misma; pero el diablo enteco que me ha­bía tenido sujeto pegó fuego al montón más pró­ximo, y yo le sujeté por un momento por el rabo y le dije: ¡Ah, ladrón!, apaga o no te suelto; y le hice vomitar sobre el fuego una baba negruzca y nauseabunda. Apagada la lumbre, me senté encima del montón de leña. ¿A qué había de subir a tocar a maitines si el nuevo campanero tocaba mejor que yo? Sería algún ángel del cielo, ¿no es verdad, reverendo padre?
-Basta, dijo el abad interrumpiéndole, dé por concluido el relato; puede el lego retirarse.
Concluiremos nosotros el nuestro copiando ad pedem literae un párrafo de la antigua historia que dice así:
"Con los pinos que trajeron los demonios, con ánimo de quemar el monasterio, tuvo éste por es­pacio de cinco años todo el abasto necesario de leña para todas sus cocinas y oficinas, con ser mu­chísima la que se quema al año. Y de los mejores pinos se labraron muchos puentes y maderos que sirvieron para varias obras; los que al presente se señalan en ellas, según las tradiciones que nos de­jaron los monjes antiguos."

0.013. anonimo (aragon)


[1] Estimada reliquia que regaló el Rey D. Martín a la comuni­dad de Nuestra Señora de Piedra.

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