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sábado, 15 de septiembre de 2012

Las brujas de nochebuena

Leyenda del pirineo

Por la montaña aseguraban hace años que las brujas tienen un poder especial la noche de Navidad. No sabían decir por qué pero lo cierto es que tomaban todas las precauciones que estaban a su alcance para evitar que la bruja del pueblo (que nadie sabía a ciencia cierta quién era) no les jugase alguna mala pasada.
Procuraban cerrar bien todas las ventanas y entra­das posibles aunque con frecuencia era inútil ya que la bruja tenía la facultad de convertirse en algún animal, con frecuencia en gato negro, y se colaba por cualquier sitio, aunque fuese por la misma chimenea. Esa es la razón de por qué en la mayoría de las chimeneas se colocaba un "espantabrujas" que era una especie de moñaco de piedra con los brazos abiertos en cruz o una cabezota redonda y fea, también de piedra. Todavía pueden verse muchos de estos espantabrujas por las casas de los pueblecillos.
En Nochebuena se evitaba, naturalmente, dejar a los niños solos pues la bruja se los llevaba de la cuna aunque, gracias a Dios, luego aparecían en los sitios más inverosímiles, como en el tejado o en la falsa.
Y menos mal si todo se quedaba en susto ya que otras veces la bruja daba el mal de ojo al niño y entonces se iba consumiendo poco a poco porque no quería ningún alimento y podía llegar hasta morirse si no se consultaba a tiempo al adivino para poner el remedio.
En un pueblecico cercano al pico del Turbón, cuyo nombre me callo, empezaron a pasar cosas extrañas.
Y aclaro lo de "El Turbón" porque éste ha sido siempre el lugar favorito para las reuniones de brujas de todo el Pirineo. Allí acudían las noches de los viernes, volando en sus escobas para celebrar sus aquelarres, ve­nerar al diablo convertido en macho cabrío y recibir de él las órdenes oportunas para los males que tenían que provocar la semana siguiente.
En una casa, pues, del pueblo que no digo, empe­zaron a pasar cosas raras, precisamente en la Nochebue­na.
Aquél año, igual que siempre, como buenos cris­tianos todos marcharon a la Misa de Gallo, a pesar de la fortísima nevada que había caído aquella tarde y que hacía impracticables todos los caminos a la iglesia que se encontraba en la parte alta del pueblo.
Con las palas abrieron diferentes senderon desde el barrio alto y bajo y todo el lugar se reunió para la misa. Allí rezaron, canta­ron villancicos, se felici­taron unos a otros a la salida de la iglesia y to­dos los vecinos se volvie­ron a sus casas para ter­minar la Nochebuena en familia, comiendo turrón casero, hecho de almen­dras con miel y echar el último trago del día antes de acostarse.
Pero en casa del se­ñor Tomás no terminó bien la fiesta. Llegaron todos felices cantando en la noche estrellada y ha­ciéndose bromas unos a otros.
Se metieron en la cocina, echaron al fuego unas aliagas para reavi­var la llama y poder en­cender "la tronca de Navidad", la dueña fue a buscar el turrón a la des­pensa y su marido cogió el porrón y se bajó a la bodega para llenarlo de vino del toneler viejo que se guardaba para las grandes ocasio­nes.
Para llegar a la bodega tenía que pasar por la puerta de la cuadra y se le ocurrió entrar a darse una vuelta por las caballerías y echarles un pienso extra para que también ellas, a su manera, pudiesen celebrar la Navi­dad.
Pero nada más entrar en la cuadra y encender el candil, se quedó de una pieza: una mula, "Capitana" la llamaban porque era la mejor, estaba tumbada en el suelo de mala manera. Se acercó preocupado para com­probar, desolado, que no estaba dormida, sino muerta.
La repasó despacio buscando el motivo de su muerte ya que nunca había estado enferma. Después de mucho mirar observó que en el cuello, cerca de la cruz del animal, había unos arañazos insignificantes que bien podía haberse hecho al rozar cualquier clavo o astilla. Pero la mula estaba muerta y bien muerta.
Allí terminó la fiesta por aquel año: la muerte de un animal de trabajo era una auténtica desgracia en una casa de la montaña, aunque fuera la mejor casa del pueblo, como era la del señor Tomás.
Mucho tiempo se habló de aquel percance, y pre­cisamente por haber ocurrido en Nochebuena y en cir­cunstancias tan extrañas. Pero al cabo de los meses ya dejó de ser tema de conversación. Se compró otra caballería que costó sus buenos duros en la feria de Graus y para las labores del verano ya parecía haberse rehecho todo.
Nada hubo de anormal ya en todo el año y el pueblo se metió en diciembre y en la Navidad.
También aquel año acudió a Misa de Gallo todo el vecindario. El señor Tomás y su familia también, aun­que con un dejo de tristeza al recordar los acontecimien­tos del año anterior.
No había caído nieve y a la salida de la iglesia, el señor Tomás invitó a echar un trago en su casa. A los chiquillos se les pasó el sueño cuando les dijo que la "tronca" estaba encendida y aseguró que guardaba algún regalo para todos.
Felices y cantando marcharon todos, pues, a la casa que invitaba. La cocina era inmensa y habría sitio de sobras. También el mosen estaba invitado, naturalmente y como era músico se llevo la guitarra para colaborar en la juerga.
Pero la fiesta se quedó aguada. Cuando Antonier, el hijo mayor, bajó a la bodega para coger vino, subió todo desencajado llamando a su padre:
-¡Padre, baje corriendo a la cuadra, que se ha muerto Carbonero!
Carbonero era el mejor macho que tenían aquel año, capaz de tirar de un arado como si fuera una yunta de bueyes.
Los hombres bajaron en tropel a la cuadra y a la luz del candil pudieron comprobar que, en efecto, el mulo había muerto. Y el señor Tomás constató, además, que también en. el cuello tenía un rasguño que manaba un hilillo de sangre.
Las mujeres atendieron a la chiquillería y todos provocaron a la tronca para que "cagara" sus regalos, lo que hizo con generosidad. Mientras, los hombres arras­traron la caballería muerta al muladar y pronto, muy pronto, cada uno marchó a su casa ya que la del anfitrión no estaba para fiestas.
Dos años seguidos la misma historia ya les parecía demasiado. Aquello no era normal. El hecho tardó en olvidarse entre la gente del pueblo y algunos lo tuvieron presente todo el año. Quien más, quien menos, seguían dándole vueltas a la cabeza y trataban de encontrar alguna explicación.
Y así transcurrió aquel año. El macho fue repues­to ya que la casa lo necesitaba y podía, además, permi­tirse el lujo de comprar cada año una caballeria. Con esto llegó de nuevo la Navidad.
¿Irían a la misa de Gallo? El señor Tomás insistía en que sí: ¿cómo iban a dejarla precisamente cuando las cosas iban mal y más necesitaban la ayuda de Dios? Antonier propuso la solución:
-Marchaos todos a misa. Yo me quedaré en la cuadra y veremos qué pasa. Tengo mis propias ideas y quiero comprobarlas.
A los demás pareció buena la decisión y marcharon tranquilos todos, menos la abuela que ya era muy vieja y que, como siempre, se quedaba en la cama. Una vez hubieron salido, Antonier se dirigió a la cuadra. Todo parecía normal; algunos machos dormían, otros estaban terminando su pienso y pronto lo harían también.
No hacía demasiado frío en la cuadra gracias al calor animal, pero el mozo subió a su cuarto a por unas mantas. Las colocó en una pesebrera que estaba libre, se puso cerca el candil junto con la caja de cerillas y un buen garrote a mano y se dispuso a velar aquella noche.
No lo consiguió: el calorcillo y la digestión de la abundante cena de Nochebuena, regada con vino viejo, hicieron su efecto; se fue amodorrando y no tardó en dormirse. Todavía no era medianoche. Incluso dormido acariciaba el garrote que tenía al lado.
Tal vez no había dormido ni siquiera media hora cuando se despertó sebresaltado. Las caballerías estaban nerviosas y no dejaban de removerse. Algo raro parecía pasar. Antonier despabiló en un momento. A tientas tomó la caja de cerillas, extrajo una, frotó su cabeza contra el raspador de lija; el misto se encendió pero su pequeña llamarada desapareció inmediatamente como si alguien hubiera soplado. Nervioso sacó otra cerilla y al frotarla la protegió con la otra mano para que no se apagara y consiguió encender el candil.
Todos los animales estaban temblorosos, pero lo que vió le heló la sangre en las venas. A lomos de un mulo, el mejor que tenían entonces, vió un gato, negro como el carbón, que le miraba fijo con sus ojos redon­dos.
Antonier no lo dudó ni un momento: agarró fuerte el garrote que tenía al lado y lo lanzó con rabia, como un venablo, contra el gato. No lo cogió de lleno, sólo de refilón. El bicho, con un chillido lastimero dió un salto y desapareció en la oscuridad.
El mozo se levantó y se acercó a la caballería que era la víctima aquel año. Pero estaba bien; solamente asustada y sin ningún rasguño por ninguna parte. La acarició para tranquilizarla y al final lo consiguió. Poco después todos los animales dormían pacíficamente.
El que no pudo conciliar el sueño fue él. Cuando todos volvieron de misa contó lo sucedido. Estaba claro que una bruja, con sus maleficios, había intentado ma­tarles otro animal. ¿Pero quién era la bruja que se convertía en gato?
Antonier prefirió acabar la noche en la cuadra por si acaso. Pero aquel año no se murió ninguna mula ni macho.
Y el misterio se desveló a la mañana siguiente cuando todos se levantaron. La señora Pilar entró como de costumbre en la alcoba de la abuela con el desayuno y se la encontró en un quejido continuo: ¡Tenía una pierna rota con señales claras de haber recibido un garrotazo!

0.013. anonimo (aragon)

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