A lo largo y ancho de
todo el Viejo Continente, las gentes se han sentido subyugadas por el
misterioso fenómeno del encantamiento. Incluso los cuentos infantiles que
alimentaron la fantasía de nuestra niñez se han hecho eco de damas y princesas
que quedaron encantadas esperando el beso despertador del príncipe valiente.
Y han sido de manera
especial las montañas las que han cristalizado más leyendas de estos encantamientos,
desde la Jungfrau
suiza hasta las Tres Sorores de nuestro Pirineo aragonés. Y es precisamente en
nuestra tierra en donde más abundan esas leyendas. Os invito, pues, a conocer a
las encantarias.
No cabe duda de que la Alta Ribagorza es,
por desgracia, nuestra gran desconocida. Y sin embargo, vale la pena andarla,
estudiarla y quererla.
Para entrar en contacto
con ellas tendríamos que acercarnos a Orri, el pueblecillo materialmente
colgado de la montaña o a Escalár, que quedó abandonada dejando un reguero de
leyendas; o coger el desbarre que sube a Cornudella para disfrutar de uno de
los rincones más evocadores y legendarios del Altoaragón. Allí ya estamos cerca
de todo: podemos subir a Iscles a probar suerte y podemos ver a las
"encantarias".
Porque en un puntarrón
que tiene algo así como unas clavijas, las encantarias tendían la ropa después
de lavarla en el barranco: a ellas no se las puede ver, pero a la ropa tendida,
sí. Y aseguran que si puedes coger una prenda de las que tienden al sol y
llevártela a casa, ya no pasarás nunca penurias.
Si no queremos visitar
Iscles, no está todo perdido si, en cambio nos dirigimos a Soperún, hoy
abandonado y en ruinas. Hace veinte años vivían allí treinta y dos habitantes y
en el siglo pasado tenía veintidós vecinos y más de cien almas. Pero lo que no
todos saben es que hay dos Soperunes. Soperún significa "debajo de la
roca" y los que le pusieron el nombre ni siquiera sospechaban la realidad
que iba a encerrar un día. Y ahora viene la leyenda, o la historia o las dos
entremezcladas.
Hace muchísimos años
(¿cuántos?), sus vecinos vivían pacífica-mente en este rincón idílico de su
montaña. La armonía era perfecta: armonía de unos con otros, a pesar de ser
aragoneses; armonía con su paisaje y armonía interior consigo mismos que no es
la menos importante. No es de extrañar que todo el mundo los envidiase. Y el
que más, Pateta, el Diablo, que no podía consentir su felicidad.
Tanto es así que se
dispuso a sembrar la discordia entre ellos. Un aciago día, por influencia de
las encantarias, todos se levantaron por la mañana enemistados con todos.
Empezaron a refunfuñar, a negarse el saludo, a desconfiar del vecino y a
hacerse la pascua en toda ocasión que se presentaba. Y lo bueno es que todo
sucedía sin razón aparente.
Ante lo insólito de la
situación se reunieron las fuerzas vivas del pueblo: el alcalde, el mosen y el
maestro, para examinar detenida-mente el problema que amenazaba la paz del
lugar. Después de mucho cavilar y darle vueltas a la cosa cayeron el la cuenta
de que era el diablo el causante de todo y decidieron atajar el mal de raíz. Se
echó un bando que convocaba a todo el pueblo en la iglesia, que por cierto
estaba apartada un tanto del núcleo urbano.
Un emotivo fervorían del
piadoso capellán invitó a los fieles a rezar el rosario y las letanías de los
santos, junto con los siete salmos penitenciales. Y conforme iban desgranando
sus plegarias, sentían todos interiormente que su corazón se deshelaba en su
interior y que volvían a ser los de siempre.
A mitad del rezo, las
campanas se pusieron a tañer solas, sin que nadie las tocase pues estaban todos
dentro del templo y, de repente, un estruendo infernal, que lo dominaba todo,
ensordeció sus oídos. Se apretujaron unos contra otros buscando cada cual su
protección en el vecino. Parecía que el firmamento se venía abajo. Y, a todo
esto, las campanas sin dejar de sonar.
Cuando al cabo de unos
minutos angustiosos volvió la calma, salieron atemorizados de la iglesia. El
firmamento continuaba en su sitio, pero no la montaña de piedra que se había
derrumbado sobre el pueblo cubriendo todas las casas con sus pedruscones.
Soperún ya no existía.
Solamente, entre las ruinas, dicen que se oía el cacareo desesperado de algunas
gallinas, Todo era desolación alrededor pero, gracias a Dios, ni uno solo de
sus habitantes había muerto ya que sobre la iglesia no había caído ni la más
mínima piedra.
Ese fue el final del
primitivo Soperún. Sus vecinos volvieron a levantar las casas, esta vez
esparcidas por el monte. Pero la montaña derribada todavía puede contemplarse
en el mismo sitio en que estuvo el antiguo pueblo. Y aseguran que, en las
noches invernales, aún parecen resonar las campanas de la iglesia y puede
escucharse el cacareo lastimero de las gallinas debajo de las enruenas.
Pero estábamos con las
entarias y su ropa tendida y robada.
Ese parece ser su don. Y
es dificilísimo burlarlas por el gran poder que tienen, aunque muchas veces se
ha intentado. Mientras lavan la ropa, la tienden y retozan por el prado cercano
al barranco, siempre se queda alguna de guardia para proteger sus prendas. Y
¡ay del que se pone a su alcance!
La tradición únicamente
nos habla de un caso, en otro pueblo ribagorzano, Castanesa, que haya salido relativamente
bien. Las hadas viven en la "Gorga de las encantarias" que se
encuentra junto al que llaman "el prado de Francher".
Hace muchos años dicen
que vivía allí un muchacho de lo más audaz que pueda imaginarse. Montado a
caballo era capaz de hacer todo lo que se le antojaba: hasta agarrar una cereza
de un árbol sin dejar de galopar. El ya sabía que si conseguía una prenda
recién lavada de las encantarias se haría rico. Por eso no hacía más que espiar
la ocasión propicia si es que se presentaba.
Y un año, en la noche de
San Juan, mientras todos los del pueblo habían ido a la fuente para sanjuanarse,
él montó a caballo y se acercó sigilosamente hacia el prado de Francher que era
de su propiedad.
Sí, allí estaban todas
las hadas. Ya habían hecho la colada y tenían la ropa a secar. Junto a ella
-como esperaba- estaba una de ellas de guardia.
Espoleó su caballo y
rápido como un rayo pasó volando junto al tendedor y agarró al vuelo unas
toallas que estaban allí colgadas. La encantaria que hacía de centinela quiso
correr tras él, pero nada pudo hacer ante la velocidad del caballo.
Entonces le gritó:
"¡Francher, Francher,
ya nunca pobre serás,
rico sí que te harás,
pero con caldo de gallina no morirás!"
A partir de entonces,
casa Francher empezó a medrar y pronto se convirtió en una de las más fuertes
del pueblo: con cuatro pares de mulas. Era la única que disponía de una alta
torre fortificada para defenderse de los ladrones y aun de los ejércitos en
caso de guerra.
Y de esa torre colgaban
de tiempo en tiempo las toallas arrebatadas a las encantarias. Eran preciosas,
de un tejido finísimo y con unos bordados primorosos y tan largas que llegaban
hasta el suelo.
Sin embargo, conforme a
la predicción de la encantaria, el joven, ya de mayor terminó su vida de un
modo trágico y sin guardar cama ni tomar caldo de gallina. Un día que volvía al
pueblo -como siempre a caballo- tuvo que vadear el barranco. Pero bajaba una
riada tan salvaje que lo arrastró con caballo y todo aguas abajo y nunca se
supo más de él.
0.013. anonimo (aragon)
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