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sábado, 15 de septiembre de 2012

Las encantarias

A lo largo y ancho de todo el Viejo Continente, las gentes se han sentido subyugadas por el misterioso fenó­meno del encantamiento. Incluso los cuentos infantiles que alimentaron la fantasía de nuestra niñez se han hecho eco de damas y princesas que quedaron encanta­das esperando el beso despertador del príncipe valiente.
Y han sido de manera especial las montañas las que han cristalizado más leyendas de estos encanta­mientos, desde la Jungfrau suiza hasta las Tres Sorores de nuestro Pirineo aragonés. Y es precisamente en nuestra tierra en donde más abundan esas leyendas. Os invito, pues, a conocer a las encantarias.
No cabe duda de que la Alta Ribagorza es, por desgracia, nuestra gran desconocida. Y sin embargo, vale la pena andarla, estudiarla y quererla.
Para entrar en contacto con ellas tendríamos que acercarnos a Orri, el pueblecillo materialmente colgado de la montaña o a Escalár, que quedó abandonada dejando un reguero de leyendas; o coger el desbarre que sube a Cornudella para disfrutar de uno de los rincones más evocadores y legendarios del Altoaragón. Allí ya estamos cerca de todo: podemos subir a Iscles a probar suerte y podemos ver a las "encantarias".
Porque en un puntarrón que tiene algo así como unas clavijas, las encantarias tendían la ropa después de lavarla en el barranco: a ellas no se las puede ver, pero a la ropa tendida, sí. Y aseguran que si puedes coger una prenda de las que tienden al sol y llevártela a casa, ya no pasarás nunca penurias.
Si no queremos visitar Iscles, no está todo perdido si, en cambio nos dirigimos a Soperún, hoy abandonado y en ruinas. Hace veinte años vivían allí treinta y dos habitantes y en el siglo pasado tenía veintidós vecinos y más de cien almas. Pero lo que no todos saben es que hay dos Soperunes. Soperún significa "debajo de la roca" y los que le pusieron el nombre ni siquiera sospe­chaban la realidad que iba a encerrar un día. Y ahora viene la leyenda, o la historia o las dos entremezcladas.
Hace muchísimos años (¿cuántos?), sus vecinos vivían pacífica-mente en este rincón idílico de su monta­ña. La armonía era perfecta: armonía de unos con otros, a pesar de ser aragoneses; armonía con su paisaje y armonía interior consigo mismos que no es la menos importante. No es de extrañar que todo el mundo los envidiase. Y el que más, Pateta, el Diablo, que no podía consentir su felicidad.
Tanto es así que se dispuso a sembrar la discordia entre ellos. Un aciago día, por influencia de las encan­tarias, todos se levantaron por la mañana enemistados con todos. Empezaron a refunfuñar, a negarse el saludo, a desconfiar del vecino y a hacerse la pascua en toda ocasión que se presentaba. Y lo bueno es que todo sucedía sin razón aparente.
Ante lo insólito de la situación se reunieron las fuerzas vivas del pueblo: el alcalde, el mosen y el maestro, para examinar detenida-mente el problema que amenazaba la paz del lugar. Después de mucho cavilar y darle vueltas a la cosa cayeron el la cuenta de que era el diablo el causante de todo y decidieron atajar el mal de raíz. Se echó un bando que convocaba a todo el pueblo en la iglesia, que por cierto estaba apartada un tanto del núcleo urbano.
Un emotivo fervorían del piadoso capellán invitó a los fieles a rezar el rosario y las letanías de los santos, junto con los siete salmos penitenciales. Y conforme iban desgranando sus plegarias, sentían todos interior­mente que su corazón se deshelaba en su interior y que volvían a ser los de siempre.
A mitad del rezo, las campanas se pusieron a tañer solas, sin que nadie las tocase pues estaban todos dentro del templo y, de repente, un estruendo infernal, que lo dominaba todo, ensordeció sus oídos. Se apretujaron unos contra otros buscando cada cual su protección en el vecino. Parecía que el firmamento se venía abajo. Y, a todo esto, las campanas sin dejar de sonar.
Cuando al cabo de unos minutos angustiosos vol­vió la calma, salieron atemorizados de la iglesia. El fir­mamento continuaba en su sitio, pero no la montaña de piedra que se había derrumbado sobre el pueblo cubrien­do todas las casas con sus pedruscones.
Soperún ya no existía. Solamente, entre las ruinas, dicen que se oía el cacareo desesperado de algunas ga­llinas, Todo era desolación alrededor pero, gracias a Dios, ni uno solo de sus habitantes había muerto ya que sobre la iglesia no había caído ni la más mínima piedra.
Ese fue el final del primitivo Soperún. Sus vecinos volvieron a levantar las casas, esta vez esparcidas por el monte. Pero la montaña derribada todavía puede con­templarse en el mismo sitio en que estuvo el antiguo pueblo. Y aseguran que, en las noches invernales, aún parecen resonar las campanas de la iglesia y puede escucharse el cacareo lastimero de las gallinas debajo de las enruenas.
Pero estábamos con las entarias y su ropa tendida y robada.
Ese parece ser su don. Y es dificilísimo burlarlas por el gran poder que tienen, aunque muchas veces se ha intentado. Mientras lavan la ropa, la tienden y retozan por el prado cercano al barranco, siempre se queda alguna de guardia para proteger sus prendas. Y ¡ay del que se pone a su alcance!
La tradición únicamente nos habla de un caso, en otro pueblo ribagorzano, Castanesa, que haya salido re­lativamente bien. Las hadas viven en la "Gorga de las encantarias" que se encuentra junto al que llaman "el prado de Francher".
Hace muchos años dicen que vivía allí un mucha­cho de lo más audaz que pueda imaginarse. Montado a caballo era capaz de hacer todo lo que se le antojaba: hasta agarrar una cereza de un árbol sin dejar de galopar. El ya sabía que si conseguía una prenda recién lavada de las encantarias se haría rico. Por eso no hacía más que espiar la ocasión propicia si es que se presentaba.
Y un año, en la noche de San Juan, mientras todos los del pueblo habían ido a la fuente para sanjuanarse, él montó a caballo y se acercó sigilosamente hacia el prado de Francher que era de su propiedad.
Sí, allí estaban todas las hadas. Ya habían hecho la colada y tenían la ropa a secar. Junto a ella -como espe­raba- estaba una de ellas de guardia.
Espoleó su caballo y rápido como un rayo pasó volando junto al tendedor y agarró al vuelo unas toallas que estaban allí colgadas. La encantaria que hacía de centinela quiso correr tras él, pero nada pudo hacer ante la velocidad del caballo.

Entonces le gritó:
"¡Francher, Francher,
ya nunca pobre serás,
rico sí que te harás,
pero con caldo de gallina no morirás!"

A partir de entonces, casa Francher empezó a medrar y pronto se convirtió en una de las más fuertes del pueblo: con cuatro pares de mulas. Era la única que disponía de una alta torre fortificada para defenderse de los ladrones y aun de los ejércitos en caso de guerra.
Y de esa torre colgaban de tiempo en tiempo las toallas arrebatadas a las encantarias. Eran preciosas, de un tejido finísimo y con unos bordados primorosos y tan largas que llegaban hasta el suelo.
Sin embargo, conforme a la predicción de la encan­taria, el joven, ya de mayor terminó su vida de un modo trágico y sin guardar cama ni tomar caldo de gallina. Un día que volvía al pueblo -como siempre a caballo- tuvo que vadear el barranco. Pero bajaba una riada tan salvaje que lo arrastró con caballo y todo aguas abajo y nunca se supo más de él.

0.013. anonimo (aragon)

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