Leyenda del pirineo
Nos gustaría conocer la
infancia de los grandes hombres. Cómo eran y qué hacían cuando eran niños los
santos, los sabios, los héroes. Pero nunca nos lo cuentan. Y sin embargo es en
la infancia y en la juventud en donde se fraguan las personas. Pero la historia
se lo calla. Menos mal que nos queda la leyenda para rellenar esos vacíos de
las biografías.
Uno de los grandes
monarcas que ha reinado en Aragón fue, sin lugar a dudas, Alfonso I, el rey que
mayor impulso dio a la
Reconquista ; el que arrebató en unos pocos años a los moros
más de veinticinco mil kilometros cuadrados de tierra; que dominó desde Tudela
a Madrid, que llegó hasta Andalucía y se planteó por primera vez en la historia
de España la conquista de Granada, el bastión musulmán. Por eso la Historia lo ha apellidado
como "El Batallador".
Sin embargo, su infancia
parecía destinarlo a otros menesteres mucho menos "batalladores". Era
hijo segundón del rey Sancho Ramírez y su padre quiso para él una educación
mucho más de fraile que de soldado, sin duda con intención de destinarlo a la Iglesia.
Por eso lo encomendó en
primer lugar a los frailes de Aísa, y más tarde a los de San Pedro de Siresa,
cerca de Echo.
Precisamente en las
cercanías de Siresa se enmarca esta leyenda que nos regala un rasgo
predominante del que al correr de los años sería aguerrido rey. Todo sucedió en
la "Boca del Infierno".
Con razón la llaman la
"Boca del Infierno". Aun apoyándose en el malecón que hace de
salvamiedos y con los pies sólidamente aferrrados al suelo se siente el vértigo
que embota la cabeza y agarrota los miembros.
Las dos orillas del
Aragón Subordán, hechas roca, se aprietan una contra la otra dejando ver allá
abajo las turbulentas aguas negruzcas que rugen al saltar de gorga en gorga y
que, como un misteroso imán, atraen con fuerza irresistible al temerario que se
atreve a asomarse a ellas. Boca del Infierno, aunque la barca de Caronte jamás
osaría meter la quilla en sus aguas.
Hace ya cientos de años
que era uno de los parajes favoritos de caza para el joven Alfonso. Es verdad
que nadie, nunca, le había visto temblar ante nada. Cuando un peligro de
cualquier clase parecía acecharle, sus ojos negros, tan profundos que no se
podía descubrir su fondo, se iluminaban brillantes y parecían sonreir con un
toque de ironía y dasafío. Y esa mirada, jamás le abandonaría más tarde en las
cien batallas en que empeñó su vida. Por disposición de los reyes, sus padres,
se criaba en el monasterio. El abad lo templaba en el cuerpo y en el alma para
ser rey de Aragón como si adivinara que el pequeño no había nacido para
encerrarse en un claustro sino para ceñir la corona más gloriosa de España y
para recorrer las tierras infinitas de Castilla y Aragón.
Una ascesis implacable y
una disciplina inflexible exigían al joven príncipe el comportamiento más cabal
y el estudio más serio para poder disfrutar algunos ratos de su deporte
favorito, la caza.
A diferencia de su
hermano Ramiro, odiaba los latines y sólo la esperanza de una tarde de
libertad plena por la selva de Oza le hacía digerir su sintaxis y sus declinaciones.
Uno de esos días de
asueto, salió Alfonso del Monasterio acom-pañado por sus cortesanos,
mozalbetes de casas solariegas aragonesas, internos como él en el convento. Con
sus risas de tarde de libertad llenaban de alegría todo el contorno. Las
conversaciones eran las lógicas de su edad y de su tiempo: todos deseaban
participar en la lucha contra los moros y todos se sentían capaces de realizar
mil proezas en el campo de batalla.
Y a las palabras unían
los gestos fieros de su rostro y los ademanes de terribles mandobles con
espadas imaginarias, la cabalgada por los campos sin otro caballo que el de su
fantasía, y triunfos espectaculares que causarían el terror del enemigo y la
admiración de los cristianos.
Todos porfiaban en cuáles
serían sus temerarias hazañas; todos hablaban a la vez y ninguno escuchaba, y
su algarabía rompía la paz eterna de los montes. Así llegaron hasta la Boca del Infierno: allí se
convirtieron todos en guerreros de armas arrojadizas y desde lo alto lanzaban
pedruscones al abismo. Las piedras se partían, se despedazaban al entrechocar
en las rocas de sus paredes y salpicaban allá abajo en el fondo del río espumeante.
Y cuando menos lo
esperaban, les cayó un jarro de agua fría: se oyó un rugido inconfundible; se
removió ruidosamente la maleza y por entre ella apareció ante sus ojos atónitos
un oso. Un enorme oso que se erguía sobre sus patas traseras en ademán de
atacar a toda la pandilla de muchachos, hasta entonces feroces guerreros.
Todo su ardor y valentía
se vinieron abajo en un instante y después del primer estupor que los dejó paralizados,
en cuanto pudieron reaccionar, huyeron todos despavoridos hacia el refugio
estable del Monasterio.
Todos, menos el infante
Alfonso. El no había nacido para huir de nadie. Con increíble sangre fría para sus
pocos años, sin movimientos bruscos que podían excitar más al animal, se
descolgó el arco y tomó una flecha de su aljaba. La colocó en el arco, lo tensó
todo lo que le dieron de sí sus fuerzas. Se llevó la mano derecha a la mejilla
y apuntó cuidadosamente al centro del pecho del oso y disparó su saeta.
El tiro, demasiado débil
para tan terrible fiera no consiguió asustarla sino exasperarla más y hacerla
avanzar en dirección al muchacho con la intención que puede suponerse. El
chico, sin perderle la cara, empezó a retroceder despacio empuñando su
cuchillo de caza. Solamente era un niño de una docena de años, pero estaba
decidido a vender muy cara su vida.
Estaba acercándose
demasiado al borde del camino. Un traspiés le hizo caer hacia atrás y
solamente sus reflejos le salvaron de despeñarse. Se había agarrado a unas
matas de boj y allí estaba, entre el oso y el precipicio, al borde de la
muerte, el que iba a ser el más noble rey aragonés.
Su situación era
desesperada. Sus compañeros debían estar lejísimos a salvo. Imposible intentar
descender hacia el abismo por sus paredes roqueñas y resbaladizas cortadas a
pico. Sin nigún repecho o escalón o grieta donde sujetarse. Imposible también
trepar, pues además de la dificultad de la escalada, iría a caer en las zarpas
del oso que rugía cada vez más de rabia y de dolor por la herida recibida.
Alfonso calculó que no
aguantaría mucho rato en aquella postura, colgado de las manos que ya le dolían
por el esfuerzo y se iban entumeciendo, sin poder apoyar los pies en ningún
sitio. Su frente estaba empapada de sudor y también sus manos que querían
soltarse de la rama.
Antes de quedar agotado
del todo debía tomar una resolución. Junto a él, no muy lejos, otras ramas de
boj le podían brindar un arma para hacer frente a la fiera ya que su cuchillo
de monte se le había escurrido de las manos hacia el río al caer. Soltó una
mano y empezó a balancear su cuerpo para alcanzar el otro boj.
El esfuerzo le dejó
todavía más dolorido y resultó, además, inútil: su escasa envergadura no le
daba de sí para llegar hasta la otra rama. En vano escudriñó la roca a través
de sus lágrimas para descubrir alguna hendidura en la que clavar sus dedos. La
madre naturaleza no había previsto situación semejante.
Ya sólo le quedaba rezar.
Empezó a encomendarse a San Pedro Apóstol, el patrono del Cenobio y lo hizo con
toda su alma. Nunca había rezado así.
Mientras, el oso se
acercaba peligrosamente hacia él despreciando el abismo. Ya tenía al cazador al
alcance de la mano y alargó su zarpa hacia él. Alfonso, por primera vez cerró
los ojos.
De repente una perrible
pedrada en la cabeza detuvo al animal. A ésa siguió otra que le acertó en un ojo
y lo echó hacia atrás rugiendo. El infante oyó que le gritaban con fuerza:
-"Aguanta zereño,
mozé, que ya somos baixando!"
No sabía si aquellas
palabras eran realidad o fruto de su delirio. La cabeza parecía quererle
estallar por las sienes. Estaba a punto de desmayarse de puro agotamiento,
cuando notó que unos brazos robustos lo sujetaban fuerte y lo izaban hasta el
sendero. Le pareció ver que otro hombre estaba rematando al malherido oso.
Eran pastores de Echo que
habían llegado muy a tiempo atraídos por los alaridos lastimeros de la fiera ya
que no por gritos del infante que no había despegado sus labios.
Lo reanimaron como
pudieron. Le refrescaron la frente con un pañuelo empapado de agua y le
hicieron tragar unos sorbos de vino de su bota, que le pareció que le devolvía
la vida.
No tenían otra cosa. El
infante asió entre las suyas la mano que le había dado de beber y la besó con
unción y agradecimiento.
Cuando se hubo recuperado
un tantico y la palabra le volvió a los labios Alfonso se dio a conocer: era el
hijo del Rey y les ofrecía trabajar para él cuando fuese mayor y se embarcase
en la empresa de defender su reino, tal vez hasta ciñendo su corona.
Los contrataba ya desde
ahora para luchar siempre a su lado, a ellos y a todos los chesos que lo
deseasen.
También ellos, a pesar de
ser hombres avezados a toda clase de peligros y calamidades, estaban conmovidos
por la valentía de muchacho tan joven, y pensaron que bien valía la pena
derrochar valor junto a un príncipe tan valeroso.
Así es como nació el famoso
Cuerpo de Monteros Reales de Don Alfonso el Batallador.
0.013. anonimo (aragon)
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