Leyenda del pirineo
En la montaña siempre se
ha tenido una gran devoción a las "almetas" o sea las ánimas de los
difuntos que todavía no han llegado al cielo. Pero también se les tiene repeto
y aun miedo. Son capaces de aparecerse para pedir las oraciones que necesitan y
aunque lo hacen como ellas buenamente pueden no dejan de asustar a los vivos
pues aunque sabemos que un día tendremos que ir al otro mundo, toda noticia que
nos viene de él nos deja sobrecogidos.
Por eso, cuando una
persona muere en su cama se abren de par en par las ventanas y balcones de la
casa para que salgan las almas y se vuelven a cerrar herméticamente para que
no vuelvan a entrar. También se tapan los espejos para evitar que su imagen
quede enredada entre ellos y no acabe de desaparecer.
Muchas veces el ama de
casa, por la noche, depués de limpiar las legumbres (las judías, pongo por
caso) para la comida del día siguiente las deja en un montoncito encima de la
mesa. Y dicen que a la mañana siguiente, al volver a la cocina, se encuentra a
veces con tres, seis o nueve judías, por ejemplo, aparte, separadas del montón.
Y esto se repite una y
otra vez hasta que al fin cae en la cuenta de que se trata de la petición de
alguna almeta que por ese sistema pide que se digan por ella tres, seis o nueve
misas. Cuando se cumplen sus deseos todo vuelve a la normalidad.
La leyenda que os voy a
contar ahora, la escuché en Benasque. Todos conoceís Benasque, la perla de la Ribagorza.
Bonita donde las haya. El
dédalo empedrado de callejuelas estrechas y retorcidas presta a la villa un encanto
particular al mismo tiempo que la sumerge en un hechizo nostálgico de siglos
pasados. Esto sobre todo, con las brumas. O en los días de lluvia cuando el
cielo va bajando mansamente el valle para llorar con él las tardes de invierno
y preparar el verdor estallante de su primavera.
También llovía aquella
madrugada de abril. La obscuridad era total en las calles y sólo muy de tarde
en tarde, un hachón encerrado en su fanal de cristal derramaba una ténue
claridad en alguna encrucijada difuminando las esquinas y portales. Y
silencio. Silencio martilleado por las canaleras de los tejados que arrojaban
sus riachuelos a la calzada para que ella los engullera en sus alcanta-rillas.
Como una sombra encogida
y deslizante, doña Pilar, debajo de su paraguas mucho más grande que ella,
acudía a la iglesia. La hora era inusitada y se preguntaba si ya estaría
abierta la cancela exterior.
Pero lo cierto era que
hacía un buen rato que habían tocado a misa primera y allí estaba ella, como
siempre, camino de la parroquia. El reloj de pesas del salón había dejado
descolgar las cinco de la mañana cuando el cimbalico del campanario convocaba a
la oración. La criada, extrañada por la hora, se había despertado y, aunque
llena de dudas, llamó a la señora que jamás se perdía la misa primera.
La dula que siempre era
la madrugadora, acababa de recoger los animales del lugar para llevarlos a
pastar y seguro que nadie más se había movido de su casa.
Doña Pilar -de casa
Agustina- enlutada y encogida por el frío y los años había llegado a la
iglesia con su pasito menudo y constante. Sí: estaba abierta. Penetró en el
templo, tomó agua bendita con la puntita de su guante y se santiguó. Como de
costumbre, echó una moneda en el cepillo de las ánimas y se dirigió a su
reclinatorio en la parte delantera de la iglesia.
Ya estaba el sacerdote en
el altar. Doña Pilar lo observó atenta-mente. No se parecía en nada a mosen
Francisco, de espaldas como estaba. Este parecía mucho más alto y la casulla
morada le colgaba lacia como si fuera de una percha. Pero ella siguió atenta a
la ceremonia sin darle mayor importancia. En cuanto el celebrante se volvió de
cara hacia ella para saludar con su "Dóminus vobiscum", un escalofrío
le recorrió toda la espina dorsal y la pobre señora cayó desmayada al suelo.
Como no había ninguna
otra persona para escuchar la misa, el cura no pudo continuar la ceremonia.
Volvió a plegar los corporales, recogió todo y se volvió lentamente a la
sacristía, sin hacer ningún movimiento de ayuda hacia la señora caída.
Solamente un par de horas más tarde la encontraron todavía en la misma postura,
la ayudaron a volver en sí y la acompañaron a su casa.
La pobre señora estuvo
desquiciada durante días y días. No hablaba con nadie. No hacía más que rezar y
su mirada estaba siempre como ausente y enloquecida.
Los criados le
preguntaban la causa. Pero ella no soltaba prenda.
Al final y ante la
insistencia de su servicio, porque andaban todos preocupados, se decidió a
compartir su secreto y su angustia. Aseguró que el celebrante de aquella misa
temprana tenía una voz cavernosa, como de ultratumba y que al darse la vuelta
para el saludo vio que era un esqueleto en plena descomposición.
Ya había vuelto casi a la
normalidad, cuando otro día, mucho antes de amanecer volvieron a tañer las
campanas para la misa primera. Pero doña Pilar no se atrevió a acudir a ella.
Antonio, uno de los criados, decidió hacerlo por ella para poder comprobar las
cosas personalmente y poder tranquilizar a su señora.
¡Pobre Antonio! ¡Jamás lo
hubiera hecho! También él junto con dos abuelicas que habían acudido al Santo
Sacrificio, contempló el mismo espectáculo que doña Pilar. Y menos mal que no
se encontraba solo en aquel momento. Los tres huyeron despavoridos. Pronto se
divulgó la noticia por todo el pueblo. La gente estaba sobrecogida y hasta el
dulero se negó en redondo a salir de casa a aquellas horas. Era el tema de
todas las conversaciones en el horno, el lavadero, la carnicería, la
taberna... Se hacían mil cábalas disparatadas.
Pero una cosa estaba
clara: todo el mundo se acostaba con el miedo en el cuerpo, atrancaba las puertas
y ventanas y se dormían con el temor de escuchar la campana de la iglesia.
Solamente don Roque, conocido
por todo el mundo por su acendrada piedad y su temple sereno de montañés
parecía mantener la calma y dio su interpretación más aceptable:
-"Seguro que se
trata de un alma en pena que necesita una misa para encontrar su descanso
eterno".
Y decidió que acudiría a
la misa en la primera ocasión que convocara la campana a aquellas horas
insólitas. Varios vecinos más, animados por su entereza, decidieron unírsele.
La ocasión no tardó ni
dos semanas. Y allí acudieron los animosos vecinos. También llegaron cuando el
cura estaba ya en el altar. Escucharon petrificados los latines litúrgicos que
parecían salir de una cueva profunda. Con las manos crispadas y agarradas en
el apoyadero de los bancos aguantaron hasta el primer "Dóminus
vobiscum".
Y ya no pudieron más. La
dantesca visión del esqueleto diciendo misa les heló la sangre en las venas y
en cuanto pudieron mover sus miembros escaparon de la iglesia.
Sólo don Roque continuó
rezando con toda su alma. Al "orate fratres" sintió que se le
doblaban las rodillas: le parecía que el muerto le acariciaba desde las cuencas
vacías de sus ojos.
Pero él aguantó hasta la
bendición y el "ite missa est".
El cadavérico celebrante
cerró el misal en el altar, se inclinó profundamente y desapareció por la
puerta de la sacristía.
Don Roque continuó
rezando un rato con profundo fervor y al final también salió de la iglesia. Y
cuenta la leyenda que desde aquel día jamás las campanas volvieron a romper el
silencio de la madrugada benasquesa.
0.013. anonimo (aragon)
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