Translate

sábado, 15 de septiembre de 2012

El fugitivo


Leyenda del monasterio de piedra

Ya cerrada la noche de 18 de abril de 1590, dos caminantes, uno montado y el otro a pie, bajaban por la pedregosa y áspera cuesta de Picabarajas (este nombre conserva todavía), situada hacia la mitad de la senda éntre la villa de Ibdes y Nuestra Señora de Piedra. Cruzaron el puente y empezaron a subir otra cuesta, sino tan áspera, tan pedregosa y más larga, y rodeando una hondonada cubierta entonces de copudas encinas y hoy de robustos álamos, llegaron a la puerta del monasterio, y lla­maron varias veces sin que nadie les contestara.
-Señor, dijo al que iba montado en la mula el mozo de espuela, tengo para mí que el portero está sordo como una tapia o está roncando como un bienaventurado. Si vuesa merced, señor caballero, quiere descansar de las fatigas de la jornada, a pocos pasos de aquí tienen los monjes un pajar más grande que la iglesia de mi pueblo, y si no le acomoda a vuesa merced el albergue...
-Seguid llamando, repuso el caballero, hasta que contesten.
Buscó el mozo una piedra, golpeó con fuerza, y se oyó a lo lejos una voz que decía:
-¡Eh!, que van a derribar la puerta. ¿Quién llama?
-Dos caminantes que piden posada en esta san­ta casa: abra, hermano Modesto, soy el tuerto de Monreal de Ariza.
-Debía haberte conocido por la manera de se­ñalar. ¡Pues no andan poco tardíos!, prosiguió el lego abriendo la puerta.
Ya dentro de la habitación del hermano Modes­to, el caballero le preguntó por la salud del reve­rendo padre abad D. Sancho Hernando.
-Así se llama, en efecto, contestó el portero, y está bien, gracias a Dios. ¿Le conoce vuesa merced?
-Sí, desearía verle.
-A tanto no me obligo, pero hablaré al padre cillerero o bolsero, que es, como si dijéramos, el padre administrador, y el proveerá.
Poco rato después de este breve diálogo el padre entraba en la portería.
-Hame dicho el lego que un caballero deseaba ver a nuestro reverendo padre abad, y aunque es intempestiva la hora, conociendo la bondad de su reverencia, deseoso de complacer a vuesa merced, voy a anunciarle la visita... ¿de parte de quién, si vuesa merced no lo ha por enojo?
-De parte de su amigo, repuso el caballero, aunque nada tendría de particular que ya de mí no se acordase.
El padre bolsero fijó su atención en el descono­cido, y como práctico en el conocimiento de los hombres comprendió que estaba hablando con un alto personaje. La expresión de su rostro, sus ade­manes, su distinguido continente, lo revelaba muy a las claras. Transmitió su impresión el padre bol­sero al abad, y obtuvo licencia para acompañar a su celda al caballero desconocido.
-¿No me reconoce el reverendo padre Hernan­do? -dijo el caballero al entrar en la celda del abad.
-No, no me es desconocida esa fisonomía; pero no recuerdo cuándo ni dónde he visto a vuesa merced.
-En Madrid, hace quince años... en la cámara real.
El cillerero hizo un movimiento que revelaba la propia satisfacción, por haber adivinado que aquél no era un caballero vulgar, sino un personaje de alta guisa.
El padre abad permaneció impasible, por más que el pensamiento que le asaltó hubiera debido traslucirse en la expresión de su rostro; pero el padre había contraído la costumbre de dominarse y de encerrar dentro de sí mismo sus impresiones y sentimientos.
-¿Se acuerda de mí el padre Hernando?
-Creo que sí: siéntese... el noble caballero.
Adivinó también en esta ocasión el padre cille­rero que entre dos personas que desean hablar en secreto, molesta la presencia de un tercero, aunque le abonen condiciones de discreción y de reserva, y pidió licencia al abad para mandar que prepara­sen en la hospedería cena y cama para el distin­guido huésped.
-¡Vos aquí!... dijo el Abad al caballero después de cerrar la puerta y echar la llave. No vuelvo de mi sorpresa... Os juzgaba...
-Me he fugado de la cárcel; por mal trilladas sendas y ásperas trochas, con miedo de ser des­cubierto por muchos que antes se arrastraban a mis plantas mendigando, no una sonrisa, una mi­rada. mía, he venido aquí a pediros hospitalidad. Si inquieta al reverendo padre el menor recelo, si teme las iras del poderoso, signifíquelo con el si­lencio, y seguiré mi camino.
-Me ofende la duda. Obra de misericordia es dar posada al peregrino; ¿cómo pudiera yo negá­rosla? Asilo sagrado es éste aún para los crimina­les, ¿y no lo sería para un desdichado? No por una noche, para el tiempo que quisieréis tenéis seguro albergue; pero si conviene a vuestro interés que se ignore vuestro nombre, sea.
-Por algo, reverendo padre, he querido pasar por aquí. Tenía necesidad de ver un rostro compa­sivo y de estrechar una mano amiga. Desde que perdí la privanza, desde que empezó el ruidoso proceso del que supongo tendréis noticia, han hui­do de mí los hombres como de un leproso. Los que más me estaban obligados han vuelto desde­ñosamente la espalda; muchos han renegado de mi nombre; algunos me han calumniado.
En mi palacio de la calle de Santa Isabel me asediaban a todas horas; me asediaban en el Con­sejo, me perseguían en la calle. Ha soplado el viento de la desgracia, y no me ha quedado ni uno solo de aquellos ruines parásitos, ni por el bien parecer siquiera.
-Tempora si fuerint nubila solus eris.
-¿De qué os maravilláis? Os sucede lo que a Ovidio. Mire vuesa merced si es antiguo el ejem­plo. ¿Cuándo la desgracia ha tenido cortesanos? ¿Creíais en los días de la prosperidad que eran a vuestra persona tantos besamanos, tantas y tantas lisonjas? ¿Cómo vuestro agudfsimo ingenio no veía que rendían tributo y vasallaje al dispensador de codiciadas mercedes?... Que hasta los hombres de superior entendimiento se alucinan, cosa es que no se comprendería si no supiéramos que el or­gullo lo refiere todo a sí propio; dispensad que haya mortificado el vuestro, pero la conversación me ha traído, sin yo quererlo, a este linaje de consideraciones. Dejemos este punto si os parece, y decidme qué os proponéis, si no hay indiscre­ción en la pregunta.
-Ganar la frontera: mi enemigo es implacable, es sañudo, y tan poderoso, que no hay en la tierra quien le juzgue. Como sabéis, reverendo padre, para mi perseguidor enemigo no hay más residen­cia que la residencia universal y el supremo Juez, y es desigual la partida. ¡Ah!, ¡si se pudiera juzgar otra vez!, por el santo de mi nombre os aseguro que débiles complacencias, un exagerado celo y una servil sumisión no me llevarían a ser instru­mento de quien cree que está autorizado para todo, hasta para romper el instrumento de que fría y cautelosamente se ha servido. Quizá no sólo el servicio de esa persona me impulsaba a hacerme agradable a sus ojos; aquí puedo hablar como no me he expresado en parte alguna: he pecado a sa­biendas, reverendo padre, pero en Dios y en mi ánima, que en el pecado llevo la penitencia. Ayer era envidia de las gentes, hoy soy fábula del mun­do; y han caído sobre mi cabeza tantos males y desventuras, que aún para pensados son grandes. ¡Qué diferencia entre vuestra existencia y la mía...! ¡Qué dulce reposo, qué apacible tranquili­dad en este apartado desierto!...
Siguió la conversación girando sobre varios te­mas, y el descono-cido demostró que le eran fami­liares, no sólo los sucesos y personajes de España, sino los secretos de la mayor parte de las cortes de Europa. Llamaron a la puerta.
-¿Qué quieren?, preguntó el abad.
-La cena está preparada, y dispuesta la cama para el huésped.
Y éste dijo:
-No quiero molestaros por más tiempo, reve­rendo padre. Mañana temprano seguiré mi jornada.
-¿Quién sirve a vuesa merced de guía?
-Un labrador de Monreal.
-Poca compañía lleváis.
-Más no necesito.
-Mañana os acompañarán doce criados de esta casa hasta donde fuere de vuestro agrado.
¿Necesitáis dinero?, decídmelo sin rebozo.
-Tengo sobrado para el camino. ¿Cómo podré pagaros tan seña-ladas mercedes?
-Nada me debéis. Cumplo con un deber de cari­dad. A mis ojos vale más el desdichado, por serlo, que el poderoso. Dios os defienda y encamine a se­guro puerto, y os libre de los furores de vuestros enemigos. Besó el desconocido la mano del abad, y salió de la celda hacia la hospedería.
Al día siguiente, antes de rayar el alba, doce criados del monaste-rio bajaban acompañando al huésped por la cuesta de Nuévalos, con dirección a Bubierca.
Antes de entrar en él apeóse el caballero de su mula, que era la mejor entre las mejores que te­nían los monjes en sus cuadras [1], despidió a los criados, y entróse solo en el pueblo, y de allí a las pocas horas tomó el camino de Zaragoza, en don­de su presencia fue causa de gravísimos sucesos, de profundas alteraciones, no ya en la capital, sino en todo el reino de Aragón. Por él riñeron san­grienta batalla castellanos y aragoneses; por él cortó el verdugo la cabeza del Justicia; por él per­dió Aragón sus fueros y libertades. Aun las perso­nas menos versadas en los estudios históricos ha­brán reconocido en el misterioso personaje que fue desde Monreal de Ariza a Nuestra Señora de Piedra, y desde allí a Bubierca y a Zaragoza, al valido secretario del rey Felipe II, al famoso An­tonio Pérez [2].

0.013. anonimo (aragon)


[1] Desde el reinado de D. Pedro VI de Aragón, por lo menos, eran nombradas las mulas de silla del monasterio. Hemos visto una carta del príncipe D. Juan, primogénito del Rey D. Pedro, al religioso Abad de Piedra, fechada en Barcelona el 14 de mayo de 1373, en que le pide una mula para traer desde Perpiñán a su fu­tura esposa, la hija del Conde de Armaisac, de donde se deduce la superioridad de la cabalgadura que solicitaba, sobre las que tuvieran los monjes de los conventos más próximos a la antigua ciudad de los condes.
[2] Blasco de Lanuza refiere que Antonio Pérez fue de Bubierca a Piedra y de allí a Calatayud, pero la tradición señala el itinerario que hemos seguido en la leyenda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario