Leyenda del monasterio de
piedra
Ya cerrada la noche de 18
de abril de 1590, dos caminantes, uno montado y el otro a pie, bajaban por la
pedregosa y áspera cuesta de Picabarajas (este nombre conserva todavía),
situada hacia la mitad de la senda éntre la villa de Ibdes y Nuestra Señora de
Piedra. Cruzaron el puente y empezaron a subir otra cuesta, sino tan áspera,
tan pedregosa y más larga, y rodeando una hondonada cubierta entonces de
copudas encinas y hoy de robustos álamos, llegaron a la puerta del monasterio,
y llamaron varias veces sin que nadie les contestara.
-Señor, dijo al que iba
montado en la mula el mozo de espuela, tengo para mí que el portero está sordo
como una tapia o está roncando como un bienaventurado. Si vuesa merced, señor
caballero, quiere descansar de las fatigas de la jornada, a pocos pasos de aquí
tienen los monjes un pajar más grande que la iglesia de mi pueblo, y si no le
acomoda a vuesa merced el albergue...
-Seguid llamando, repuso
el caballero, hasta que contesten.
Buscó el mozo una piedra,
golpeó con fuerza, y se oyó a lo lejos una voz que decía:
-¡Eh!, que van a derribar
la puerta. ¿Quién llama?
-Dos caminantes que piden
posada en esta santa casa: abra, hermano Modesto, soy el tuerto de Monreal de
Ariza.
-Debía haberte conocido
por la manera de señalar. ¡Pues no andan poco tardíos!, prosiguió el lego
abriendo la puerta.
Ya dentro de la
habitación del hermano Modesto, el caballero le preguntó por la salud del reverendo
padre abad D. Sancho Hernando.
-Así se llama, en efecto,
contestó el portero, y está bien, gracias a Dios. ¿Le conoce vuesa merced?
-Sí, desearía verle.
-A tanto no me obligo,
pero hablaré al padre cillerero o bolsero, que es, como si dijéramos, el padre
administrador, y el proveerá.
Poco rato después de este
breve diálogo el padre entraba en la portería.
-Hame dicho el lego que
un caballero deseaba ver a nuestro reverendo padre abad, y aunque es
intempestiva la hora, conociendo la bondad de su reverencia, deseoso de
complacer a vuesa merced, voy a anunciarle la visita... ¿de parte de quién, si
vuesa merced no lo ha por enojo?
-De parte de su amigo,
repuso el caballero, aunque nada tendría de particular que ya de mí no se
acordase.
El padre bolsero fijó su
atención en el desconocido, y como práctico en el conocimiento de los hombres
comprendió que estaba hablando con un alto personaje. La expresión de su
rostro, sus ademanes, su distinguido continente, lo revelaba muy a las claras.
Transmitió su impresión el padre bolsero al abad, y obtuvo licencia para
acompañar a su celda al caballero desconocido.
-¿No me reconoce el
reverendo padre Hernando? -dijo el caballero al entrar en la celda del abad.
-No, no me es desconocida
esa fisonomía; pero no recuerdo cuándo ni dónde he visto a vuesa merced.
-En Madrid, hace quince
años... en la cámara real.
El cillerero hizo un
movimiento que revelaba la propia satisfacción, por haber adivinado que aquél
no era un caballero vulgar, sino un personaje de alta guisa.
El padre abad permaneció
impasible, por más que el pensamiento que le asaltó hubiera debido traslucirse
en la expresión de su rostro; pero el padre había contraído la costumbre de
dominarse y de encerrar dentro de sí mismo sus impresiones y sentimientos.
-¿Se acuerda de mí el
padre Hernando?
-Creo que sí: siéntese...
el noble caballero.
Adivinó también en esta
ocasión el padre cillerero que entre dos personas que desean hablar en
secreto, molesta la presencia de un tercero, aunque le abonen condiciones de
discreción y de reserva, y pidió licencia al abad para mandar que preparasen
en la hospedería cena y cama para el distinguido huésped.
-¡Vos aquí!... dijo el
Abad al caballero después de cerrar la puerta y echar la llave. No vuelvo de mi
sorpresa... Os juzgaba...
-Me he fugado de la cárcel;
por mal trilladas sendas y ásperas trochas, con miedo de ser descubierto por
muchos que antes se arrastraban a mis plantas mendigando, no una sonrisa, una
mirada. mía, he venido aquí a pediros hospitalidad. Si inquieta al reverendo
padre el menor recelo, si teme las iras del poderoso, signifíquelo con el silencio,
y seguiré mi camino.
-Me ofende la duda. Obra
de misericordia es dar posada al peregrino; ¿cómo pudiera yo negárosla? Asilo
sagrado es éste aún para los criminales, ¿y no lo sería para un desdichado? No
por una noche, para el tiempo que quisieréis tenéis seguro albergue; pero si
conviene a vuestro interés que se ignore vuestro nombre, sea.
-Por algo, reverendo
padre, he querido pasar por aquí. Tenía necesidad de ver un rostro compasivo y
de estrechar una mano amiga. Desde que perdí la privanza, desde que empezó el
ruidoso proceso del que supongo tendréis noticia, han huido de mí los hombres
como de un leproso. Los que más me estaban obligados han vuelto desdeñosamente
la espalda; muchos han renegado de mi nombre; algunos me han calumniado.
En mi palacio de la calle
de Santa Isabel me asediaban a todas horas; me asediaban en el Consejo, me
perseguían en la calle. Ha soplado el viento de la desgracia, y no me ha quedado
ni uno solo de aquellos ruines parásitos, ni por el bien parecer siquiera.
-Tempora si fuerint nubila solus eris.
-¿De qué os maravilláis?
Os sucede lo que a Ovidio. Mire vuesa merced si es antiguo el ejemplo. ¿Cuándo
la desgracia ha tenido cortesanos? ¿Creíais en los días de la prosperidad que
eran a vuestra persona tantos besamanos, tantas y tantas lisonjas? ¿Cómo
vuestro agudfsimo ingenio no veía que rendían tributo y vasallaje al
dispensador de codiciadas mercedes?... Que hasta los hombres de superior
entendimiento se alucinan, cosa es que no se comprendería si no supiéramos que
el orgullo lo refiere todo a sí propio; dispensad que haya mortificado el
vuestro, pero la conversación me ha traído, sin yo quererlo, a este linaje de
consideraciones. Dejemos este punto si os parece, y decidme qué os proponéis,
si no hay indiscreción en la pregunta.
-Ganar la frontera: mi
enemigo es implacable, es sañudo, y tan poderoso, que no hay en la tierra quien
le juzgue. Como sabéis, reverendo padre, para mi perseguidor enemigo no hay más
residencia que la residencia universal y el supremo Juez, y es desigual la
partida. ¡Ah!, ¡si se pudiera juzgar otra vez!, por el santo de mi nombre os
aseguro que débiles complacencias, un exagerado celo y una servil sumisión no
me llevarían a ser instrumento de quien cree que está autorizado para todo,
hasta para romper el instrumento de que fría y cautelosamente se ha servido.
Quizá no sólo el servicio de esa persona me impulsaba a hacerme agradable a sus
ojos; aquí puedo hablar como no me he expresado en parte alguna: he pecado a sabiendas,
reverendo padre, pero en Dios y en mi ánima, que en el pecado llevo la
penitencia. Ayer era envidia de las gentes, hoy soy fábula del mundo; y han
caído sobre mi cabeza tantos males y desventuras, que aún para pensados son
grandes. ¡Qué diferencia entre vuestra existencia y la mía...! ¡Qué dulce
reposo, qué apacible tranquilidad en este apartado desierto!...
Siguió la conversación
girando sobre varios temas, y el descono-cido demostró que le eran familiares,
no sólo los sucesos y personajes de España, sino los secretos de la mayor parte
de las cortes de Europa. Llamaron a la puerta.
-¿Qué quieren?, preguntó
el abad.
-La cena está preparada,
y dispuesta la cama para el huésped.
Y éste dijo:
-No quiero molestaros por
más tiempo, reverendo padre. Mañana temprano seguiré mi jornada.
-¿Quién sirve a vuesa
merced de guía?
-Un labrador de Monreal.
-Poca compañía lleváis.
-Más no necesito.
-Mañana os acompañarán
doce criados de esta casa hasta donde fuere de vuestro agrado.
¿Necesitáis dinero?,
decídmelo sin rebozo.
-Tengo sobrado para el
camino. ¿Cómo podré pagaros tan seña-ladas mercedes?
-Nada me debéis. Cumplo
con un deber de caridad. A mis ojos vale más el desdichado, por serlo, que el
poderoso. Dios os defienda y encamine a seguro puerto, y os libre de los
furores de vuestros enemigos. Besó el desconocido la mano del abad, y salió de
la celda hacia la hospedería.
Al día siguiente, antes
de rayar el alba, doce criados del monaste-rio bajaban acompañando al huésped
por la cuesta de Nuévalos, con dirección a Bubierca.
Antes de entrar en él
apeóse el caballero de su mula, que era la mejor entre las mejores que tenían
los monjes en sus cuadras [1],
despidió a los criados, y entróse solo en el pueblo, y de allí a las pocas
horas tomó el camino de Zaragoza, en donde su presencia fue causa de
gravísimos sucesos, de profundas alteraciones, no ya en la capital, sino en
todo el reino de Aragón. Por él riñeron sangrienta batalla castellanos y
aragoneses; por él cortó el verdugo la cabeza del Justicia; por él perdió
Aragón sus fueros y libertades. Aun las personas menos versadas en los
estudios históricos habrán reconocido en el misterioso personaje que fue desde
Monreal de Ariza a Nuestra Señora de Piedra, y desde allí a Bubierca y a
Zaragoza, al valido secretario del rey Felipe II, al famoso Antonio Pérez [2].
0.013. anonimo (aragon)
[1] Desde el reinado de D. Pedro VI de Aragón, por lo menos, eran
nombradas las mulas de silla del monasterio. Hemos visto una carta del príncipe
D. Juan, primogénito del Rey D. Pedro, al religioso Abad de Piedra, fechada en
Barcelona el 14 de mayo de 1373, en que le pide una mula para traer desde
Perpiñán a su futura esposa, la hija del Conde de Armaisac, de donde se deduce
la superioridad de la cabalgadura que solicitaba, sobre las que tuvieran los
monjes de los conventos más próximos a la antigua ciudad de los condes.
[2] Blasco de Lanuza refiere que Antonio Pérez fue de Bubierca a Piedra y
de allí a Calatayud, pero la tradición señala el itinerario que hemos seguido
en la leyenda.
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