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sábado, 15 de septiembre de 2012

La gruta de los muertos


Leyenda del monasterio de piedra

Mientras los monjes estaban construyendo el monasterio de Piedra, tuvo lugar una furiosa ave­nida del río, que anegó los valles, y al retirarse las aguas se vió que en algunos puntos había abierto nuevos y profundos cauces. Los monjes y los obre­ros empleados en los trabajos, obedeciendo a una curiosidad muy natural, salieron a recorrer las orillas, y expresaban su amargo duelo al contem­plar varios objetos, bancos, camas, cunas, encla­vijadas entre grandes rocas y colosales troncos, señal segura de los terribles estragos producidos por la incontrastable furia de las aguas en los pueblos y caseríos situados desde la serranía de Molina hasta el monasterio.
Subiendo por las mesetas de las cascadas un hermano converso y un monje, fijó éste su atención en una gruta que jamás había sospechado que exis­tiese, como que por encima de ella había visto siempre saltar el río, y dijo a su compañero­
-Observe, hermano, qué gallarda aparece la en­trada de esta nueva gruta y qué primorosas y delicadas labores manifiesta! Pensar que para que podamos admirarla ha sido preciso ese gran tras­torno, cosa es que aflige y desconsuela. Si el río no hubiera cambiado de lecho, ¡cuándo ni cómo hu­bieramos admirado tanta hermosura!
-Subamos, si es posible. Y contestó el con­verso:
-Mucho cuidado, Padre, que está resbala­diza la roca.
Entró el lego, más ágil que el reverendo, y como si algo extra-ordinario le hubiese sorprendido, echóse atrás y exclamó:
-¡Aquí hay dos cadáveres!
-Serán dos víctimas de la inundación. ¡Pobre­citos! Dios los haya perdonado. Ayúdeme a subir, hermano.
Entró a su vez el monje, y convencióse al punto de su error, puesto que encontró dos esqueletos; pero ¡cosa singular!, no estaban formados de hue­sos, sino de dura piedra un tanto amarillenta.
Divulgóse la noticia y acudieron a la gruta no sólo todos los monjes, sino mucha gente de los pue­blos comarcanos. Quién decía que eran dos esta­tuas, y apoyaban su aserto en la insólita pesadum­bre de los cadáveres; quién daba a entender que se había obrado allí algún diabólico encantamien­to; todas las opiniones, hasta las más absurdas, encontraban quien las sustentase y quienes las aceptaban como buenas, sencillas y racionales. Iban a trasladar los esqueletos humanos, o estatuas, de la gruta a Nuestra Señora de Piedra Vieja, cuan­do llegó un anacoreta octogenario, que vivía en una ermita haciendo penitencia, lejos del trato de los hombres, y aclaró el misterio, refiriendo una historia que, mejor o peor contada, es en sustan­cia la siguiente:
Años antes de la fundación del monasterio de Piedra (no se sabe cuántos), vivía en el castillo de Malavella un caballero llamado D. Arnaldo, que atesoraba las más nobles cualidades, con todos los defectos que parecían vinculados en la altiva raza de los señores feudales. Era espléndido y liberal, valeroso hasta la temeridad, orgulloso y soberbio, perseverante y tenaz hasta el punto de que no ha­bía humano esfuerzo capaz de disuadirle después de tomada una resolución.
Habíase casado con la hermana del castellano de Somed, con la cual había vivido en paz y en gra­cia de Dios luengos años sin anuncios siquiera de sucesión. Frisaba ya con los sesenta (aunque con­servaba el vigor y energía de sus mejores tiempos) cuando le entró un ardiente deseo de dejar un he­redero directo de su nombre, y como su noble es­posa no le había otorgado (bien contra su voluntad por cierto) tan codiciada ventura, resolvió repu­diarla. ¿Era aquél, acaso, el verdadero motivo que impulsaba a D. Arnaldo? Creían algunos que sí; otros, sin embargo, le atribuían sólo el valor de un pretexto que servía de disfraz a una violenta pa­sión que había inspirado en el sexagenario caba­llero una doncella, hija de uno de sus vasallos, que sin ser un dechado de hermosura, reunía todos los encantos de la seducción.
D. Arnaldo resolvió llevar adelante su propósito sin que fueran parte a cambiar, ni aún a suspender su resolución las lágrimas de su esposa, ni las` pru­dentes amonestaciones de su segundo hermano, quien entre otras razones, le puso ante los ojos el escándalo que produciría entre los buenos la noticia del repudio, y añadió que no le impulsaba a hablar así el logro de una herencia, que ésta y otras cien daría gozoso porque D. Arnaldo desistiese de su empeño; además de que, como clérigo que era, tenía en poca o ninguna estima los bienes de este mundo, vanos por su naturaleza y perecederos.
-Es mi gusto, y déjese el clérigo de sermones contestó D. Arnaldo. Doña Mencía no me ha dado sucesión.
-¿Y quién os responde de que la obtengáis en segundas nupcias? -repuso el clérigo con viveza. Preciso es que no os oculte la verdad de lo que se dice. No falta quien asegure que una desordenada afición os impulsa a alejar de vuestro lado a doña Mencía.
La ira pintóse en el rostro de D. Arnaldo.
-Supiera yo que alguno de mis vasallos lleva su procacidad hasta el extremo de querer penetrar mis intenciones, y no tardarías en verle colgado de las almenas de este castillo. Por lo que a vos se re­fiere, cuanto más estrecha-mente puedo os ruego y os mando que dejéis lo que no os importa. Leed enhorabuena en vuestro breviario y guardad vues­tras homilías para mejor ocasión.
No hubo forma ni medio de evitar la gran des­dicha.
La fiel esposa partió del castillo de Malavella con los ojos enjutos, no se sabe si porque se le habían secado las fuentes de las lágrimas, o porque en aquel supremo instante su orgullo herido se sobre­puso a su dolor, y con ella fueron el buen clérigo, que no quiso autorizar con su presencia los locos devaneos del señor su hermano, y la nodriza de doña Mencía, decrépita anciana, que al salir del castillo pronunció extrañas frases que entendieron los servidores de D. Arnaldo como una maldición contra éste, por el ruin tratamiento que había in­ferido a la hija de sus entrañas.
Pocos días después de haber contraído D. Arnal­do segundas nupcias con Flor (se ignora su ape­llido), recibió aviso del Rey para que acudiese a su servicio con sus pendones y hombres de guerra, y no le fue posible negarse a cumplir las órdenes de su señor natural.
En la despedida del anciano hubo algo que no era el reflejo del disgusto de dejar a su joven es­posa, ni la expresión de la contrariedad sufrida por tan repentina e inesperada ausencia; era como la penosa fluctuación de la tranquilidad, como el vago sombrío presentimiento de una próxima e irreparable desgracia.
Las lágrimas quisieron asomarse a los ojos del encanecido guerrero. Al sentir humedecidos sus párpados, clavó su penetrante mirada en doña Flor, y le dijo:
-Fuerte cosa es, señora, que deis muestras de mayor fortaleza que yo en este doloroso trance.
-Yo lloro por dentro -repuso Flor, sin inmu­tarse.
No era verdad. La esposa veía alejarse sin pena a su sexagenario marido. Habíase casado sin amor, llevada por el deseo de su encumbramiento; den­tro de aquel corazón dominaban sólo el sentimien­to del orgullo y el estímulo de la vanidad. ¿Es esto decir que la joven hubiese llegado a cumplir los veinte años sin que hubiera despertado en su corazón aquel dulce anhelo, aquella indefinible in­quietud, que son para el alma vagos anuncios de una nueva y más venturosa existencia? No pode­mos contestar a esta pregunta.
En voz muy baja algunos servidores del castillo murmuraban que su señora había amado a un ga­llardo mancebo, como ella de humilde cuna, y aun añadían que se llamaba Juan el Ballestero, y que estaba al servicio del Rey de Castilla.
Quizá los murmuradores se desquitaban de la ruda altivez con que los trataba su recién encum­brada señora, inventando historias que, siendo ve­rosímiles, eran realmente falsas.
D. Arnaldo, contra su deseo, hubo de detenerse por mucho tiempo en la campaña emprendida por el Rey de Aragón contra moros y castellanos; y doña Flor, durante su ausencia, empleaba el día viendo trabajar a sus damas, o encerrada en su estancia, o paseando sola por los amenos vergeles que rodeaban una parte del castillo.
En las noches de verano solía pasar largas horas, ya sentada al pie de una cascada, ya dentro de la misteriosa gruta, y al regresar al castillo la acom­pañaba siempre un profundo tedio, que se mani­festaba en breves palabras, pronunciadas con ás­pero desabrimiento.
-Señora, se atrevió a decirle un día el portero, mi celo por vuestro servicio me obliga a indicaros respetuosamente que es tentar a Dios, que os arriesguéis sola a altas horas de la noche en estos espesos bosques...
-Silencio, le contestó con altivez la castellana. Abre la puerta.
-Pudiera acompañaros, señora...
-¡Ay de ti, si me sigues!
El portero creyó distinguir a cierta distancia una sombra que pasaba por entre los árboles, y se apo­deró de su espíritu un terror que no pudo dominar, cuando vio que la señora tomaba la misma direc­ción. Obedeciendo a sus sentimientos de lealtad, cogió un hacha, y cautelosamente se acercó al grupo de árboles por donde había cruzado la som­bra, y al pie de una cascada vio a su señora, y a su lado a un hombre que al parecer la reconvenía.
Como si estuviese bajo la influencia de una abru­madora pesadilla, el portero quedóse sin saber qué partido tomar. ¿Tenía doña Flor un amante? ¿Quién era aquel hombre? ¡Desgraciados, si D. Ar­naldo los sorprendiera!
Temblando como un azogado, desanduvo el ca­mino, y al llegar a la puerta encontró a un pere­grino, y juzgando que pretendía hospitalidad, se apresuró a decirle:
-No se da posada en este castillo; que está el señor en la guerra.
-Bien se conoce la ausencia del señor. ¿Quién ha visto abiertas las puertas del castillo a las once de la noche?
Un rayo que hubiera caído a los pies del portero le hubiera asombrado menos que la voz que sonó en sus oídos.
-¿Así guardas, infiel vasallo, el tesoro que he dejado bajo tú custodia?
-¡Don Arnaldo!, exclamó el infeliz, cayendo de rodillas y sintiendo sobre sus hombros la férrea mano de su señor.
-¿Por qué está abierto el castillo? ¿Por qué has desamparado la puerta?
-Doña Flor mandó que abriese... y salió.
-¿Está fuera doña Flor?, ¿en dónde? Habla o mueres.
-En el bosque... junto a la cascada... cerca de la gruta primera de la izquierda.
Don Arnaldo, puñal en mano, ocultándose con los troncos de los árboles, fue avanzando hacia la gruta por su vasallo designada.
Momentos después yacían a sus pies dos cadáve­res, y el matador lloraba de ira, de dolor y de ver­güenza. Poseído de un espantoso vértigo, iba a lan­zar por las cascadas los cuerpos aún palpitantes de sus víctimas; pero enfurecido ante la idea de que el mundo pudiera saber su afrenta, los arrastró y encerró dentro de la gruta: arrojó la cota de malla que vestía, y durante la noche abrió un nuevo cau­ce, en cuya tarea hubo de ayudarle el portero del castillo, y antes de que el sol brillase en el horizon­te, cubría la boca de la gruta ancha cortina de agua ocultando los cadáveres de la vista de los hombres.
De D. Arnaldo nada volvió a saberse: una aveni­da sacó del pozo de la Cola de Caballo un cadáver. ¿Sería el suyo?
El vasallo que le ayudó a cavar el cauce de la cascada, fue más tarde el anacoreta que hizo el relato de esta lamentable historia.
¿Cómo se explica que los esqueletos pareciesen de piedra al monje que los descubrió? Las aguas del río Piedra poseen una poderosa virtud petrifi­cadora, y expuestos por espacio de muchos años a la acción constante del agua, que filtraba por las hendiduras de las rocas, adquirieron una capa de bastante grueso, que debió causar maravilla en los que ignoraban los efectos naturales de los sedi­mentos calizos en todos los objetos en que se de­positan: y damos fin con. esta científica explicación a la trágica historia de la Gruta de los Muertos.

0.013. anonimo (aragon)

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