Leyenda del monasterio de
piedra
Mientras los monjes
estaban construyendo el monasterio de Piedra, tuvo lugar una furiosa avenida
del río, que anegó los valles, y al retirarse las aguas se vió que en algunos
puntos había abierto nuevos y profundos cauces. Los monjes y los obreros
empleados en los trabajos, obedeciendo a una curiosidad muy natural, salieron a
recorrer las orillas, y expresaban su amargo duelo al contemplar varios
objetos, bancos, camas, cunas, enclavijadas entre grandes rocas y colosales
troncos, señal segura de los terribles estragos producidos por la
incontrastable furia de las aguas en los pueblos y caseríos situados desde la
serranía de Molina hasta el monasterio.
Subiendo por las mesetas
de las cascadas un hermano converso y un monje, fijó éste su atención en una
gruta que jamás había sospechado que existiese, como que por encima de ella
había visto siempre saltar el río, y dijo a su compañero
-Observe, hermano, qué
gallarda aparece la entrada de esta nueva gruta y qué primorosas y delicadas
labores manifiesta! Pensar que para que podamos admirarla ha sido preciso ese
gran trastorno, cosa es que aflige y desconsuela. Si el río no hubiera
cambiado de lecho, ¡cuándo ni cómo hubieramos admirado tanta hermosura!
-Subamos, si es posible.
Y contestó el converso:
-Mucho cuidado, Padre,
que está resbaladiza la roca.
Entró el lego, más ágil
que el reverendo, y como si algo extra-ordinario le hubiese sorprendido, echóse
atrás y exclamó:
-¡Aquí hay dos cadáveres!
-Serán dos víctimas de la
inundación. ¡Pobrecitos! Dios los haya perdonado. Ayúdeme a subir, hermano.
Entró a su vez el monje,
y convencióse al punto de su error, puesto que encontró dos esqueletos; pero
¡cosa singular!, no estaban formados de huesos, sino de dura piedra un tanto
amarillenta.
Divulgóse la noticia y
acudieron a la gruta no sólo todos los monjes, sino mucha gente de los pueblos
comarcanos. Quién decía que eran dos estatuas, y apoyaban su aserto en la
insólita pesadumbre de los cadáveres; quién daba a entender que se había
obrado allí algún diabólico encantamiento; todas las opiniones, hasta las más
absurdas, encontraban quien las sustentase y quienes las aceptaban como buenas,
sencillas y racionales. Iban a trasladar los esqueletos humanos, o estatuas, de
la gruta a Nuestra Señora de Piedra Vieja, cuando llegó un anacoreta
octogenario, que vivía en una ermita haciendo penitencia, lejos del trato de
los hombres, y aclaró el misterio, refiriendo una historia que, mejor o peor
contada, es en sustancia la siguiente:
Años antes de la
fundación del monasterio de Piedra (no se sabe cuántos), vivía en el castillo
de Malavella un caballero llamado D. Arnaldo, que atesoraba las más nobles
cualidades, con todos los defectos que parecían vinculados en la altiva raza de
los señores feudales. Era espléndido y liberal, valeroso hasta la temeridad,
orgulloso y soberbio, perseverante y tenaz hasta el punto de que no había
humano esfuerzo capaz de disuadirle después de tomada una resolución.
Habíase casado con la
hermana del castellano de Somed, con la cual había vivido en paz y en gracia
de Dios luengos años sin anuncios siquiera de sucesión. Frisaba ya con los
sesenta (aunque conservaba el vigor y energía de sus mejores tiempos) cuando
le entró un ardiente deseo de dejar un heredero directo de su nombre, y como
su noble esposa no le había otorgado (bien contra su voluntad por cierto) tan
codiciada ventura, resolvió repudiarla. ¿Era aquél, acaso, el verdadero motivo
que impulsaba a D. Arnaldo? Creían algunos que sí; otros, sin embargo, le
atribuían sólo el valor de un pretexto que servía de disfraz a una violenta pasión
que había inspirado en el sexagenario caballero una doncella, hija de uno de
sus vasallos, que sin ser un dechado de hermosura, reunía todos los encantos de
la seducción.
D. Arnaldo resolvió
llevar adelante su propósito sin que fueran parte a cambiar, ni aún a suspender
su resolución las lágrimas de su esposa, ni las` prudentes amonestaciones de
su segundo hermano, quien entre otras razones, le puso ante los ojos el
escándalo que produciría entre los buenos la noticia del repudio, y añadió que
no le impulsaba a hablar así el logro de una herencia, que ésta y otras cien
daría gozoso porque D. Arnaldo desistiese de su empeño; además de que, como
clérigo que era, tenía en poca o ninguna estima los bienes de este mundo, vanos
por su naturaleza y perecederos.
-Es mi gusto, y déjese el
clérigo de sermones contestó D. Arnaldo. Doña Mencía no me ha dado sucesión.
-¿Y quién os responde de
que la obtengáis en segundas nupcias? -repuso el clérigo con viveza. Preciso es
que no os oculte la verdad de lo que se dice. No falta quien asegure que una
desordenada afición os impulsa a alejar de vuestro lado a doña Mencía.
La ira pintóse en el
rostro de D. Arnaldo.
-Supiera yo que alguno de
mis vasallos lleva su procacidad hasta el extremo de querer penetrar mis
intenciones, y no tardarías en verle colgado de las almenas de este castillo.
Por lo que a vos se refiere, cuanto más estrecha-mente puedo os ruego y os
mando que dejéis lo que no os importa. Leed enhorabuena en vuestro breviario y
guardad vuestras homilías para mejor ocasión.
No hubo forma ni medio de
evitar la gran desdicha.
La fiel esposa partió del
castillo de Malavella con los ojos enjutos, no se sabe si porque se le habían
secado las fuentes de las lágrimas, o porque en aquel supremo instante su
orgullo herido se sobrepuso a su dolor, y con ella fueron el buen clérigo, que
no quiso autorizar con su presencia los locos devaneos del señor su hermano, y
la nodriza de doña Mencía, decrépita anciana, que al salir del castillo
pronunció extrañas frases que entendieron los servidores de D. Arnaldo como una
maldición contra éste, por el ruin tratamiento que había inferido a la hija de
sus entrañas.
Pocos días después de
haber contraído D. Arnaldo segundas nupcias con Flor (se ignora su apellido),
recibió aviso del Rey para que acudiese a su servicio con sus pendones y
hombres de guerra, y no le fue posible negarse a cumplir las órdenes de su
señor natural.
En la despedida del
anciano hubo algo que no era el reflejo del disgusto de dejar a su joven esposa,
ni la expresión de la contrariedad sufrida por tan repentina e inesperada
ausencia; era como la penosa fluctuación de la tranquilidad, como el vago
sombrío presentimiento de una próxima e irreparable desgracia.
Las lágrimas quisieron
asomarse a los ojos del encanecido guerrero. Al sentir humedecidos sus
párpados, clavó su penetrante mirada en doña Flor, y le dijo:
-Fuerte cosa es, señora,
que deis muestras de mayor fortaleza que yo en este doloroso trance.
-Yo lloro por dentro
-repuso Flor, sin inmutarse.
No era verdad. La esposa
veía alejarse sin pena a su sexagenario marido. Habíase casado sin amor,
llevada por el deseo de su encumbramiento; dentro de aquel corazón dominaban
sólo el sentimiento del orgullo y el estímulo de la vanidad. ¿Es esto decir
que la joven hubiese llegado a cumplir los veinte años sin que hubiera
despertado en su corazón aquel dulce anhelo, aquella indefinible inquietud,
que son para el alma vagos anuncios de una nueva y más venturosa existencia? No
podemos contestar a esta pregunta.
En voz muy baja algunos
servidores del castillo murmuraban que su señora había amado a un gallardo
mancebo, como ella de humilde cuna, y aun añadían que se llamaba Juan el
Ballestero, y que estaba al servicio del Rey de Castilla.
Quizá los murmuradores se
desquitaban de la ruda altivez con que los trataba su recién encumbrada
señora, inventando historias que, siendo verosímiles, eran realmente falsas.
D. Arnaldo, contra su
deseo, hubo de detenerse por mucho tiempo en la campaña emprendida por el Rey
de Aragón contra moros y castellanos; y doña Flor, durante su ausencia,
empleaba el día viendo trabajar a sus damas, o encerrada en su estancia, o
paseando sola por los amenos vergeles que rodeaban una parte del castillo.
En las noches de verano
solía pasar largas horas, ya sentada al pie de una cascada, ya dentro de la
misteriosa gruta, y al regresar al castillo la acompañaba siempre un profundo
tedio, que se manifestaba en breves palabras, pronunciadas con áspero
desabrimiento.
-Señora, se atrevió a
decirle un día el portero, mi celo por vuestro servicio me obliga a indicaros
respetuosamente que es tentar a Dios, que os arriesguéis sola a altas horas de
la noche en estos espesos bosques...
-Silencio, le contestó
con altivez la castellana. Abre la puerta.
-Pudiera acompañaros,
señora...
-¡Ay de ti, si me sigues!
El portero creyó
distinguir a cierta distancia una sombra que pasaba por entre los árboles, y se
apoderó de su espíritu un terror que no pudo dominar, cuando vio que la señora
tomaba la misma dirección. Obedeciendo a sus sentimientos de lealtad, cogió un
hacha, y cautelosamente se acercó al grupo de árboles por donde había cruzado
la sombra, y al pie de una cascada vio a su señora, y a su lado a un hombre
que al parecer la reconvenía.
Como si estuviese bajo la
influencia de una abrumadora pesadilla, el portero quedóse sin saber qué
partido tomar. ¿Tenía doña Flor un amante? ¿Quién era aquel hombre?
¡Desgraciados, si D. Arnaldo los sorprendiera!
Temblando como un
azogado, desanduvo el camino, y al llegar a la puerta encontró a un peregrino,
y juzgando que pretendía hospitalidad, se apresuró a decirle:
-No se da posada en este
castillo; que está el señor en la guerra.
-Bien se conoce la
ausencia del señor. ¿Quién ha visto abiertas las puertas del castillo a las
once de la noche?
Un rayo que hubiera caído
a los pies del portero le hubiera asombrado menos que la voz que sonó en sus
oídos.
-¿Así guardas, infiel
vasallo, el tesoro que he dejado bajo tú custodia?
-¡Don Arnaldo!, exclamó
el infeliz, cayendo de rodillas y sintiendo sobre sus hombros la férrea mano de
su señor.
-¿Por qué está abierto el
castillo? ¿Por qué has desamparado la puerta?
-Doña Flor mandó que
abriese... y salió.
-¿Está fuera doña Flor?,
¿en dónde? Habla o mueres.
-En el bosque... junto a
la cascada... cerca de la gruta primera de la izquierda.
Don Arnaldo, puñal en
mano, ocultándose con los troncos de los árboles, fue avanzando hacia la gruta
por su vasallo designada.
Momentos después yacían a
sus pies dos cadáveres, y el matador lloraba de ira, de dolor y de vergüenza.
Poseído de un espantoso vértigo, iba a lanzar por las cascadas los cuerpos aún
palpitantes de sus víctimas; pero enfurecido ante la idea de que el mundo
pudiera saber su afrenta, los arrastró y encerró dentro de la gruta: arrojó la
cota de malla que vestía, y durante la noche abrió un nuevo cauce, en cuya
tarea hubo de ayudarle el portero del castillo, y antes de que el sol brillase
en el horizonte, cubría la boca de la gruta ancha cortina de agua ocultando
los cadáveres de la vista de los hombres.
De D. Arnaldo nada volvió
a saberse: una avenida sacó del pozo de la Cola de Caballo un cadáver. ¿Sería el suyo?
El vasallo que le ayudó a
cavar el cauce de la cascada, fue más tarde el anacoreta que hizo el relato de
esta lamentable historia.
¿Cómo se explica que los
esqueletos pareciesen de piedra al monje que los descubrió? Las aguas del río
Piedra poseen una poderosa virtud petrificadora, y expuestos por espacio de
muchos años a la acción constante del agua, que filtraba por las hendiduras de
las rocas, adquirieron una capa de bastante grueso, que debió causar maravilla
en los que ignoraban los efectos naturales de los sedimentos calizos en todos
los objetos en que se depositan: y damos fin con. esta científica explicación
a la trágica historia de la
Gruta de los Muertos.
0.013. anonimo (aragon)
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