Hace mucho tiempo que
tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha
presentado la ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla
de papel, y luego he dejado, a capricho, volar la pluma.
Yo creo que he visto unos
ojos como los que he pintado en esta leyenda. De seguro que no los podré describir
tales cuales eran ellos, luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia
que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de
verano. De todos modos, cuento con la imaginación de los que me lean para
hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que
pintaré algún día.
1
-Herido va el ciervo,
herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del
monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro
joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no
he visto mejor galope... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el
paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplar esas trompetas hasta echar
los hígados y hundidle a los corceles una cuarta de hierro en los ijares. ¿No
veis que se dirige hacia la fuente de los Alamos y si la salva antes de morir
podemos darle por perdido?
Las cuencas del Moncayo
repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría
desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia y el confuso
tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero
mayor de los marqueses de Almenar, señalaría como el más a propósito para
cortarle el paso a la vez.
Pero todo fue baldío.
Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas
las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de
un brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la
fuente.
-¡Alto...! ¡Alto todo el
mundo! gritó Íñigo entonces. ¡Estaba de Dios que había de marcharse!
Y la cabalgata se detuvo,
y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron, refunfuñando, la pista a
la voz de los cazadores.
En aquel momento se
reunía la comitiva del héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el
primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó,
dirigiéndose a su montero, y en tanto ya se pintaba el asombro en sus
facciones, ya ardía la cólera en sus ojos. ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la
pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro
y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso
que he venido a matar ciervos para festines de lobos?
-Señor -murmuró Íñigo
entre dientes, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Por qué?
-Porque esa trocha
conduce a la fuente de los Alamos -prosiguió el montero; la fuente de los
Alamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su
corriente paga caro tal atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes.
¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad
horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan su
tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.
-¡¿Pieza perdida?!
Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé mi ánima en
manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha
herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves...?
¿Lo ves...? Aún se distingue a intervalos desde aquí..., las piernas le fallan,
su carrera se acorta... Déjame..., déjame. Suelta esa brida o te revuelco en el
polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a esa fuente? Y si
llegase ella, al diablo, su limpieza y sus habitadores. ¡Sus! «¡Relámpago!»
¡Sus, caballo mío! Si lo alcanzas mando engarzar los diamantes de mi joyel en
tu serreta de oro.
Caballo y jinete
partieron como un huracán.
Íñigo lo siguió con la
vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor
suyo: todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.
El montero exclamó al fin:
-Señores, vosotros lo
habéis visto; me he expuesto a morir en los pies de su caballo por detenerle.
Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven las valentías. Hasta aquí
llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el
capellán con su hisopo.
2
-Tenéis la color
quebrada, andáis mustio y taciturno, sombrío y preocupado, ¿qué os sucede?
Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente
de los Alamos en pos de la res herida, se diría que una mala bruja os ha
encanijado con sus hechizos.Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa
jauría, ni el clamor de vuestras trompetas despierta sus ecos. Solo, con esas
cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para
encaminaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y
cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde
busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas
lejos de los que más os quieren?
Mientras Íñigo hablaba,
Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de
ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo
silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalarse sobre la
pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose á su servidor, como si no
hubiera escuchado una sola de sus palabras:
-Íñigo, tú que eres
viejo, tú que conoces todas la guaridas del Moncayo, que has vivido en sus
faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador
subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿Has encontrado acaso una mujer que
vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el
montero con asombro y mirándole de hito en hito.
-Sí -dijo el joven; es
una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar este
secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi
semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio
que envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la
conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
El montero, sin despegar
los labios, arrastró su banquillo hasta colocarlo junto al escaño de su señor,
del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste, después de coordinar
sus ideas, prosiguió así:
-Desde el día en que, a
pesar de tus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Alamos, y
atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición había dejado
huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad. Tú no conoces aquel sitio.
Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose gota
a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al
borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de
oro, se reúnen entre los céspedes y,susurrando, van en torno de las flores, se
alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que
se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren,
unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen
con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo
que he oído en aquel rumor cuando me he sentado, solo y febril, sobre el
peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse
en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la
tarde.
»Todo es allí grande. La
soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga
el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en
los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los
invisibles espíritus de la
Naturaleza , que reconocen un hermano en el inmortal espíritu
del hombre.
»Cuando, al despertar la
mañana, me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para
perderme entre sus matorrales les en pos de la caza; iba a sentarme al borde
de la fuente, a buscar sus ondas, a buscar en ellas... no sé qué, ¡una locura!
El día en que salté sobre ella con mi "Relámpago" creí haber visto
brillar en su fondo una cosa extraña..., los ojos de una mujer.
»Tal vez sería un rayo de
sol que serpeó furtivo entre su espuma; tal vez una de esas flores que flotan
entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas..., no sé. Yo
creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió mi pecho
con un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos
como aquéllos.
»En su busca fui un día y
otro a aquel sitio.
»Por último, una tarde...
yo me creí juguete de un sueño..., pero no, no es verdad; le he hablado ya
muchas veces, como te hablo a ti ahora... Una tarde encontré, sentada en mi
puesto, una mujer hermosa sobre toda ponderación, y vestida con unas ropas que
llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz... Sus cabellos eran como el
oro, sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban,
inquietas, unas pupilas que yo había visto..., sí; porque los ojos de aquella
mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente: unos ojos de un color
imposible, unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Íñigo
con un acento de profundo terror e incorporándose de un salto en su asiento.
Fernando le miró a su vez
como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una
mezcla de ansiedad y alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh, no! -exclamó el
montero. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar
hasta esos lugares, me dijeron una y mil veces que el espíritu, trasgo, demonio
o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por
lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente de los Alamos. Un día u
otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber
encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo...!
-murmuró el joven con una triste sonrisa.
-¡Sí! -prosiguió el
anciano; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que
el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto
nacer...
-¿Sabes tú lo que más amó
en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la
que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la
tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo
dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas
palabras con tal acento que la lágrima que temblaba en los párpados de Íñigo se
resbaló silenciosa por sus mejillas, mientras exclamaba con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad
del cielo!
3
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es
tu patria? ¿En dónde habitas? Vengo un día y otro en tu busca y no veo el
corcel que te trae a estos lugares, ni a los servidores que conducen tu
litera... Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una
noche profunda, yo te amo y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre...
El sol había traspuesto
la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la
brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco
de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas,
sobre una que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya
superficie se retrataba temblando el primogénito de Almenar, de rodillas a los
pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su
existencia.
Ella era hermosa, hermosa
y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus
hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que
atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas
como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de
hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras, pero
sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera
onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.
-¡No me respondes!
-exclamó Fernando al ver burlada su esperanza. ¿Querrás que dé crédito a lo que
de ti han dicho? ¡Oh! No... Háblame: yo quiero saber si me amas; yo quiero
saber si puedo amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un
instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al
fijarse con más intensidad en aquella mujer, y, fascinado por su brillo
fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de pasión:
-Si lo fueses..., te
amaría..., te amaría... ¡Te amaría y te amaría como te amo ahora! Como es mi
destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
-Fernando -dijo la hermosa mujer entonces con una voz de músical
entonación, yo te amo más aún que tú me
amas; yo, que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una
mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo
de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente, hablo con sus
rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente
donde moro; antes le premio con mi
amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un
amante capáz de comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras hablaba así, el
joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por
una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer
de los ojos verdes prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo del lago, ves esas plantas de largas y
verdes hojas que se agitan en el fondo?... Ellas nos darán un lecho de
esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré felicidad, una felicidad sin
nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede
ofrecerte nadie... Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un
pabellón de humo...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el
viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven...
La noche comenzaba a
extender su sombras...
La luna rielaba en la
superficie del lago...
La niebla se arremolinaba
al soplo del aire y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos
fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas...
Ven... Ven...
Estas palabras zumbaban
en los oídos de Fernando como un conjuro...
Ven...
Y la mujer misteriosa le
llamaba al borde del abismo, donde estaba suspendida y parecía ofrecerle un
beso...
UN BESO...
Fernando dio un paso
hacia ella...
Otro...
Y sintió unos brazos
delgados y flexibles que se liaban en su cuello, y una sensación fría en sus
labios ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó al
agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en
chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo,, y sus círculos de plata fueron
ensanchándose hasta expirar en las orillas.
0.013. anonimo (aragon)
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