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jueves, 13 de septiembre de 2012

Los ojos verdes

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado la oca­sión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuarti­lla de papel, y luego he dejado, a capricho, volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. De seguro que no los podré describir tales cuales eran ellos, luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de los que me lean para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boce­to de un cuadro que pintaré algún día.

1

-Herido va el ciervo, herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos len­tiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor galope... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplar esas trompetas hasta echar los hígados y hundidle a los corceles una cuarta de hie­rro en los ijares. ¿No veis que se dirige hacia la fuente de los Ala­mos y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia y el confuso tropel de hom­bres, caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalaría como el más a pro­pósito para cortarle el paso a la vez.
Pero todo fue baldío. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.
-¡Alto...! ¡Alto todo el mundo! gritó Íñigo entonces. ¡Es­taba de Dios que había de marcharse!
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los le­breles dejaron, refunfuñando, la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento se reunía la comitiva del héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tan­to ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos. ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?
-Señor -murmuró Íñigo entre dientes, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Por qué?
-Porque esa trocha conduce a la fuente de los Alamos -pro­siguió el montero; la fuente de los Alamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro tal atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan su tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.
-¡¿Pieza perdida?! Primero perderé yo el señorío de mis pa­dres, y primero perderé mi ánima en manos de Satanás, que per­mitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi ve­nablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves...? ¿Lo ves...? Aún se distingue a intervalos desde aquí..., las piernas le fa­llan, su carrera se acorta... Déjame..., déjame. Suelta esa brida o te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que lle­gue a esa fuente? Y si llegase ella, al diablo, su limpieza y sus habi­tadores. ¡Sus! «¡Relámpago!» ¡Sus, caballo mío! Si lo alcanzas mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán.
Íñigo lo siguió con la vista hasta que se perdieron en la male­za; después volvió los ojos en derredor suyo: todos, como él, per­manecían inmóviles y consternados.
El montero exclamó al fin:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir en los pies de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven las valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

2

-Tenéis la color quebrada, andáis mustio y taciturno, som­brío y preocupado, ¿qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Alamos en pos de la res herida, se diría que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompetas despierta sus ecos. Solo, con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para encaminaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?
Mientras Íñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalarse sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose á su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
-Íñigo, tú que eres viejo, tú que conoces todas la guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿Has encontrado acaso una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
-Sí -dijo el joven; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar este secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el miste­rio que envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarlo junto al escaño de su señor, del que no apartaba un pun­to los espantados ojos. Éste, después de coordinar sus ideas, pro­siguió así:
-Desde el día en que, a pesar de tus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Alamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición había dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad. Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro, se reúnen entre los céspedes y,susu­rrando, van en torno de las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y co­rren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado, solo y febril, sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.
»Todo es allí grande. La soledad, con sus mil rumores descono­cidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisi­bles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el in­mortal espíritu del hombre.
»Cuando, al despertar la mañana, me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorra­les les en pos de la caza; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar sus ondas, a buscar en ellas... no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi "Relámpago" creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña..., los ojos de una mujer.
»Tal vez sería un rayo de sol que serpeó furtivo entre su espu­ma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas..., no sé. Yo creí ver una mira­da que se clavó en la mía, una mirada que encendió mi pecho con un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquéllos.
»En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
»Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño..., pero no, no es verdad; le he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora... Una tarde encontré, sentada en mi puesto, una mujer hermosa sobre toda ponderación, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz... Sus cabellos eran como el oro, sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban, inquietas, unas pupilas que yo había vis­to..., sí; porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo te­nía clavados en la mente: unos ojos de un color imposible, unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un salto en su asiento.
Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh, no! -exclamó el montero. ¡Líbreme Dios de cono­cerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron una y mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente de los Alamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo...! -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-¡Sí! -prosiguió el anciano; por vuestros padres, por vues­tros deudos, por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer...
-¿Sabes tú lo que más amó en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento que la lágrima que temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por sus mejillas, mientras exclamaba con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del cielo!

3

-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Vengo un día y otro en tu busca y no veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los servidores que conducen tu litera... Rom­pe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda, yo te amo y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre...
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras baja­ban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retra­taba temblando el primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de ala­bastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras, pero sólo exhalaron un sus­piro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empu­ja una brisa al morir entre los juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti han dicho? ¡Oh! No... Háblame: yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si pue­do amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miem­bros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en aque­lla mujer, y, fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de pasión:
-Si lo fueses..., te amaría..., te amaría... ¡Te amaría y te amaría como te amo ahora! Como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
-Fernando -dijo la hermosa mujer entonces con una voz de músical entonación, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transpa­rente, hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no cas­tigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vul­go, como a un amante capáz de comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo del lago, ves esas plantas de lar­gas y verdes hojas que se agitan en el fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré felicidad, una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie... Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de humo...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven...
La noche comenzaba a extender su sombras...
La luna rielaba en la superficie del lago...
La niebla se arremolinaba al soplo del aire y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas...
Ven... Ven...
Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro...
Ven...
Y la mujer misteriosa le llamaba al borde del abismo, donde estaba suspendida y parecía ofrecerle un beso...
UN BESO...
Fernando dio un paso hacia ella...
Otro...
Y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban en su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nie­ve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuer­po,, y sus círculos de plata fueron ensanchándose hasta expirar en las orillas.

0.013. anonimo (aragon)

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