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jueves, 13 de septiembre de 2012

La misa por el diablo

El barón de Artal de Mur y Puymorca estaba constantemente nervioso y taciturno. Su primogénito había partido a la gue­rra con Pedro de Aragón en su lucha contra Montfort. Para calmar un poco sus nervios salía muy a menudo de caza. Un día salió al amanecer, completamente solo, sin monteros, escu­deros ni sirvientes.
Se alejó mucho de sus posesiones, que estaban cerca de Ainsa, y en toda la mañana no pudo encontrar ni una sola pieza.
Comió a la sombra de un árbol, las escasas provisiones que consigo había llevado, y tumbóse después a descansar un rato.
De pronto le despertó un leve ruido y vio cerca de él, junto a un arroyo, una hermosa jabalina.
Instintivamente cogió un venablo y se levantó con rapidez. La jabalina echó a correr y él detrás.
La jabalina, en su carrera, saltó el arroyo, que no era otra cosa que un torrente engrosado por las Tres Sorores. El barón de Artal hizo, con troncos de árbol, una especie de puente y atravesó el arroyo.
La jabalina seguía corriendo, y el barón detrás, hasta que llega­ron al pie de un monte. Se paró entonces la jabalina, mirando fija­mente al cazador. Cuando éste iba a lanzarle el venablo, oyó clara­mente una voz humana que le decía:
-No me mates y obtendrás una bella recompensa.
Sorprendido el barón al oír hablar a la jabalina, no lanzó el ve­nablo y permitió que ésta se alejara sin perseguirla.
Preocupado por la extrañeza del caso, se dirigió a sus posesio­nes, donde llegó ya entrada la noche. Cenó muy poco, sin poder separar de su pensamiento la voz de la jabalina.
Cuando, una vez terminada la cena, se retiró la baronesa como de costumbre, el barón se quedó junto al fuego, con una botella de vino a su vera.
Pensando en la jabalina y en todo cuanto le había acontecido aquel día, quedó adormecido.
De pronto le despertó un fuerte chisporroteo en la chimenea. Abrió los ojos y vio que un grueso tronco de los que en ella ar­dían se abría, dando paso a una figura que parecía humana.
Salió el hombre, que de tal tenía aspecto, y sonriendo se acer­có al barón, a quien saludó cortésmente.
No salía éste de su asombro. El recién llegado le preguntó si no le conocía, y al decirle el barón que se figuraba que únicamente podía ser Satanás, asintió, asegurando que venía a cumplir la pro­mesa que aquella tarde le habían hecho.
Comprendió entonces el barón, al escuchar aquellas palabras, que la jabalina que por la tarde le había hablado y el hombre que acababa de salir del fuego eran lo mismo.
Satanás le dijo que con lo primero que quería pagarle por ha­ber respetado su vida por la tarde era con noticias de su hijo. El barón se levantó de su asiento, anhelante. El diablo le aseguró que su primogénito gozaba de buena salud, que nada le había pasado ni le pasaría, porque él se ocuparía de protegerle.
El barón volvió a sentarse, emocionado, y con el rostro cubier­to de lágrimas. El diablo entonces cogió con sus dedos; a modo de tenazas, un tizón ardiendo, y lo dejó encima de la mesa, al tiempo que le decía al noble que aquél era el premio al gran favor que le había hecho.
Saludó muy cortés, como hiciera al llegar, y acercándose a la chimenea se metió en el fuego, que se abrió para dejarle paso.
Inmediatamente se apoderó del barón una especie de modorra, que le mantuvo dormido hasta el amanecer.
Despertó al entrar el sol en la estancia por la ventana abierta, y lo primero que hizo fue mirar a la chimenea. Todo estaba allí igual que siempre. Miró después encima de la mesa, y cuál no sería su sorpresa al encontrar, en lugar del tizón que dejó Satanás, un grande y hermoso lingote de oro.
Estaba absorto contemplando el prodigio, cuando apareció la baronesa, que le llamaba alborozada. Al preguntarle él qué era lo que le sucedía, contestó la señora que había tenido un sueño muy extraño.
Había soñado que paseaba por un monte cercano, cuando de pronto se le apareció la Virgen, que la saludó y le dijo que quería que en aquel mismo lugar levantara una capilla en su honor, y que en las fiestas a Ella dedicadas se celebrara allí una misa.
La baronesa quería cumplir el mandato de la Virgen, para pre­servar así a su hijo de los peligros de la guerra.
El barón entonces le contó lo que a él le había, sucedido, ense­ñándole el lingote de oro que había encontrado encima de la mesa. Quedó maravillada la baronesa, y mucho más todavía cuando su esposo le aseguró que con el primer dinero que sacasen de aquel lingote costearían los gastos de la capilla, pero con la condición de que todos los años, un día determinado, se celebraría una misa por el diablo.
Horrorizóse la dama al oír aquellas palabras. Pero el barón se sostenía en ellas de tal modo, que llamaron al viejo sacerdote de Ainsa y le consultaron el caso. El cura, en principio, dijo que aquello era una aberración, una herejía que en modo alguno se po­día día permitir. Pero al instante el noble adujo como razonamiento que aquella misa no tendría más finalidad que la de conseguir que Satanás abandonara el mundo de las tinieblas y saliese a la luz de la verdad; o sea, que se convirtiera al catolicismo. Esta interpretación le pareció mucho mejor al sacerdote y consintió en el hecho.
Y es creencia popular que todos los años, en un día señalado por el barón, se celebra en la capilla una misa por el diablo.

0.013. anonimo (aragon)

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