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jueves, 13 de septiembre de 2012

La corza blanca

En un pequeño lugar de Aragón, y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su señorial torreón un famoso caballero llamado don Dionís, el cual, después de haber servido a su rey en la lucha interminable contra la morería y los infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas y farragosas fatigas de los combates.
Aconteció una vez a este noble y valeroso caballero, hallándose en su diversión favorita acompañado de su hija, cuya belleza singu­lar y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de la Azucena, que, como se les entrase a más andar el día engolfa­dos en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la siesta, en una cañada por don­de corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.
Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y a través de los alte­rados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquili­Ila semejante a la del guión de un rebaño.
En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su ca­peruza calada para liberarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su atillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que las conducía.
-A propósito de aventuras extraordinarias -anunció al verle uno de los monteros de don Dionís, dirigiéndose a su señor: ahí tenéis a Esteban, el zagal que de un tiempo a esta parte anda más tonto de lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus con­tinuos sustos.
-¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo? -inquirió don Dionís con aire de curiosidad picada.
-¡Friolera! -añadió el montero en tono de zumba: es el caso que, sin haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, a lo que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra, sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.
-¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?
-Se refiere -continuó el montero- a que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para no dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión los ha sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado a término, ha oído las ruido­sas carcajadas con que las celebran.
Mientras eso decía el montero, Constanza, que así se llamaba la hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de caza­dores, y como demostrase su curiosidad por conocer la extraordina­ria historia de Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el sitio donde el zagal daba de beber a su ganado y le condujo a presencia de su señor, que, para disipar la turbación y visible encogimiento del po­bre mozo, se apresuró a saludarle por su nombre, acompañando el saludo de una bondadosa sonrisa.
Era Esteban un muchacho de diecinueve a veinte años, fomido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos peque­ños y azules, la mirada incierta y torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas semejaba las crines de un rocín colorado.
Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto a su as­pecto exterior, fisico; respecto a su moral, podía asegurarse, sin temor a ser desmentido ni por él ni por ninguna de las personas que lo conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso como buen rústico.
Una vez el zagal repuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con el tono más serio que supo encontrar, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los detalles del suceso a que su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, a las que Esteban comenzó a contestar de una manera evasiva, como deseando evitar demasiadas explicaciones sobre el asunto.
Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de la bella y dulce Constanza que parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aven­turas, decidióse éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas de las que allí se encontraban presentes, y de rascarse tres o cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuer­dos o hilvanar su discurso, que al fin comenzó de la siguiente manera:
-Es el caso, señor, que, según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas oraciones a San Bartolomé, que es quien conoce las cosquillas, y dejarle andar, que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá a todo.
»Firme en esta idea, había decidido no volver a decir palabra sobre el asunto a nadie, ni por nada; pero lo haré hoy por satisfa­cer vuestra curiosidad y la de vuestra bella y respetada hija, y a fe, a fe que después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta y toma a molestarme en castigo a mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos a la pelliza y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.
-Pero, vamos -apremió don Dionís, impaciente al escuchar las disgresiones del zagal, que amenazaba con no concluir nunca­déjate déjate de rodeos y ve derecho al asunto.
-A él voy -contestó con calma Esteban, que, después de dar una gran voz acompañada de un silbido para que se agruparan los corderos, a los que no perdía de vista y comenzaban a des­parramarse por el monte, tomó a rascarse la cabeza y prosiguió así: Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan res a vida en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.
»Hablaba yo de esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de Vera­tón, cuando algunos de ellos me dijeron:
»Pues, hombre, no sé en que consista el que tú no los topes, pues de nosotros podemos asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres o cuatro días, sin ir más lejos, una manada que, a juzgar por las huellas, debía de compo-nerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pie­za de trigo al santero de la Virgen del Romeral.
»¿Y hacia qué sitio seguía el rastro? -pregunté a los peo­nes, con ánimo de ver si topaba con la tropa.
»Hacia la cañada de los cantuesos -me contestaron.
»No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fui a apostarme entre los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban unos a otros, y de cuando en cuando sen­tía moverse el ramaje a mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude distinguir a ninguno.
»No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, a la orilla de este río, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni a la hora de la siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es más particular, entre el rastro de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano, sin ponderación alguna.
Al decir esto, el mozo, instintivamente, y al parecer buscando un punto de comparación, dirigió la vista al pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial, calzado con un precioso chapín de tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen también los ojos de don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la hermosa niña apresuró a ocultarlo, exclamando con el tono más natural del mundo:
  ¡Oh, no! Por desgracia, no los tengo yo tan pequeños, pues de este tamaño sólo se encuentran en las hadas, cuyas historias nos refieren los trovadores.
-Pues no paró aquí la cosa -continuó el zagal cuando Cons­tanza hubo concluido, sino que otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar los cier­vos para dirigirse a la cañada, allá al filo de la medianoche me rin­dió un poco el sueño, aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en que creí advertir que las ramas se movían a mi al­rededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé con sumo cuidado y, .poniendo atención a aquel confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas del aire como gritos y cantares extraños, carcajadas y tres o cuatro voces distintas que ha­blaban entre sí, como un ruido y algarabía semejante al de las mu­chachas del lugar, cuando riendo y bromeando por el camino vuel­ven en bandadas de la fuente con sus cántaros a la cabeza.
»Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas que crujían al romperse para dar paso a aquella turba de locuelas, iban a salir de la espesura a un pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo estaba oculto, cuando enteramente a mis espaldas, tan cerca o más que me encuen­tro de vosotros, oí una nueva voz fresca, delgada y vibrante, que dijo..., creedlo, señores, esto es tan seguro como que me he de mo­rir..., dijo..., clara y distintamente, estas propias palabras:

¡Por aquí, por aquí, compañeras,
que está ahí el bruto de Esteban!

Al llegar a este punto la relación del zagal, los circunstantes no pudieron ya contener por más tiempo la risa que hacía rato les retozaba en los ojos y, dando rienda a su buen humor, prorrumpie­ron en una carcajada estrepitosa. De los primeros en comenzar a reír y de los últimos en dejarlo fueron don Dionís, que, a pesar de su fingida circunspección, no pudo por menos que tomar parte en el regocijo, y su hija Constanza, la cual cada vez que miraba a Esteban, todo suspenso y confuso, tomaba a reírse como una loca, hasta el punto de saltarle las lágrimas de los ojos.
El zagal, por su parte, aunque sin atender al efecto que su na­rración había producido, parecía todo turbado e inquieto; y mien­tras los señores reían a sabor de sus inocentadas, él tomaba la vista a un lado y otro con visibles muestras de temor, como queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de los árboles.
-¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? -le preguntó uno de los monteros, notando la creciente inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espantadas pupilas en la hija de don Dionís, ya las volvía a su alrededor con una expresión asombrada y estúpida.
-Me sucede una cosa muy extraña -explicó Esteban. Cuando, después de escuchar las palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud para sorprender a la persona que las había pronun-ciado, una corza blanca como la nieve salió de entre las mismas matas en donde yo estaba oculto, y dando unos saltos enormes por encima de los carrascales y los lentiscos se alejó se­guida de una tropa de corzas de su color natural, y así éstas, como la blanca que las iba guiando, no arrojaban bramidos al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo eco juraría que aún me está sonando en los oídos en este momento.
-¡Bah...! ¡Bah...! Esteban -exclamó don Dionís con aire bur­lón, sigue los consejos del preste de Tarazona; no hables de tus encuentros con los corzos amigos de las burlas, no sea que haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes; y pues ya estás provisto de los Evangelios y sabes las oraciones de San Bartolomé, vuélvete a tus corderos, que comienzan a desbandarse por la cañada. Si los espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes el remedio: Páter nóster y garrotazo.
El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un trozo de carne de jabalí, y en el estómago un valiente trago de vino que le dio por orden de su señor uno de los palafre­neros, despidióse de don Dionís y su hija, y apenas anduvo cuatro pasos comenzó a voltear la honda para reunir a pedradas a los corderos.
Como a esta sazón notábase don Dionís que entre unas y otras las horas de calor eran pasadas y el vientecillo de la tarde comen­zaba a mover las hojas de los chopos y a refrescar los campos, dio orden a su comitiva para que se aderezasen las caballerías que andaban paciendo sueltas por el inmediato soto; y cuando todo estuvo a punto, hizo señas a los unos para que soltasen las traíllas y a los otros para que tocasen las trompas, y saliendo en tropel de la chopera, prosiguió adelante la interrumpida caza.

2

Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de la familia, y por tanto el más queri­do de sus señores.
Garcés tenía poco más o menos la edad de Constanza, y desde muy niño habíase acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos y adivinar y satisfacer el más leve de sus antojos.
Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de marfil; él domaba los potros que había de montar su señora; él ejercitaba en los ardides de la caza a sus lebreles favoritos y amaestraba sus halcones, á los cuales com­praba en las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadas en oro.
Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle valido una especie de general animadversión y, al decir de los envidiosos, en todos aque­llos cuidados con que se adelantaba a prevenir los caprichos de su señora revelábase su carácter adulador y rastrero. No faltaban mali­ciosos, sin embargo, mal intencionados y ruines, que suponían haber sor-prendido en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales reprimidas de mal disimulado amor.
Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenía más que sobrada disculpa en la incomparable hermosura de Constanza. Hu­biérase necesitado un pecho de roca y un corazón de hielo para per­manecer impasible uri día y otro al lado de aquella mujer de singu­lar belleza y extraordinarios atractivos.
La Azucena del Moncayo la llamaban en veinte leguas a la re­donda, y bien merecía el sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y tan rubia, que, como a las azucenas, parecía que Dios la había hecho de nieve y oro.
Y, sin embargo, entre los señores comarcanos se murmuraba que la hermosa castellana de Veratón no era tan limpia de sangre como bella, y que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabas­tro, había tenido por madre una gitana. Lo de cierto que pudiese ha­ber en estas murmuraciones nadie pudo decirlo nunca, porque la verdad era que don Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su ju­ventud, y después de combatir largo tiempo bajo la conducta del monarca aragonés del cual recabó entre otras mercedes el feudo del Moncayo, marchó a Palestina, en donde anduvo errante algunos años, para volver por último a encerrarse en su castillo de Veratón con una hija pequeña, nacida sin duda en aquellos países remo­tos. El único que hubiera podido decir algo acerca del misterioso origen de Constanza, pues acompañó a don Dionís en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de Garcés, y éste había muerto ya ha­cía bastante tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni a su propio hijo, que varias veces y con muestras de gran interés se lo había preguntado.
El carácter, tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre de Constanza, la extraña exaltación de sus ideas, sus extrava­gantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la particulari­dad de tener los ojos y las cejas negros como la noche, siendo blan­ca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo a las habli­llas de sus convecinos, y aun el mismo Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a persuadirse que su señora era algo espe­cial y no se parecía a las demás mujeres.
Presente a la relación de Esteban, como los otros monteros, Garcés fue acaso el único que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura, y si bien no pudo por menos que sonreír cuando el zagal repitió las palabras de la corza blanca, desde que abandonó el soto en que habían sesteado comenzó a re­volver en su mente las más absurdas imaginaciones.
«No cabe duda que todo eso de hablar las corzas es pura apren­sión de Esteban, que es un completo mentecato -decía para sí el joven montero mientras que, jinete en poderoso alazán, seguía a paso el palafrén de Constanza, la cual también parecía mostrarse un tanto distraída y silenciosa, retirada del tropel de los cazadores, y apenas si tomando parte en la fiesta. Pero ¿quién dice que en lo que se refiere a ese simple no existirá algo de verdad? -prosiguió pensando el mancebo. Cosas más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza blanca bien puede haberla, puesto que, si se ha de dar crédito a las cántigas del país, San Huberto, patrón de los cazadores, tenía una. ¡Oh, si yo pudiera poder coger viva una corza blanca para ofrecérsela a mi señora!»
Así pensando y discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el sol comenzó a esconderse por detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó volver grupas a su gente para regresar al castillo, se­paróse sin ser notado de la comitiva y echó en busca del zagal por lo más espeso e intrincado del monte.
La noche había cerrado casi por completo cuando don Dionís llegaba a las puertas de su castillo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación y sentóse su hija a la mesa.
-Y Garcés, ¿dónde está? -preguntó Constanza, notando que su montero no se encontraba allí para servirla como de costumbre.
-No sabemos -se apresuraron a contestar los otros servido­res; desapareció de entre nosotros cerca de la cañada, y ésta es la hora en que todavía no le hemos visto.
En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.
-Perdonadme, señora -rogó, dirigiéndose a la hermosa hija de su señor, perdonadme si he faltado un momento a mi obliga­ción; pero allá de donde vengo a todo el correr de mi caballo, como aquí, sólo me ocupaba en serviros.
-¿En servirme? -repitió Constanza. No comprendo lo que quieres decir.
-Sí, señora, en serviros -insistió el joven, pues he averi­guado que es verdad que la corza blanca existe. Además de Este­ban, lo dan por seguro otros varios pastores, que juran haberla vis­to más de una vez, y con ayuda de los cuales espero en Dios y en mi patrón, San Huberto, que antes de tres días, viva o muerta, os la traeré al castillo.
-¡Bah...! ¡Bah...! -exclamó Constanza con aire de ironía, mientras hacían coro a sus palabras las risas más o menos disimu­ladas de los presentes-. Déjate de cacerías nocturnas y de corzas blancas: mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a los sim­ples, y si te empeñas en andarle a los talones, vas a dar que reír contigo' como con el pobre Esteban.
-Señora -interrumpió Garcés con voz entrecortada y disi­mulando la posible cólera que le producía el burlón regocijo de sus compañe-ros, yo no me he visto nunca con el diablo y, por consiguiente, no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo os juro que todo podrá hacer menos dar que reír, porque el uso de ese privilegio sólo en vos he de tolerarlo.
Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el enamorado joven; pero, deseando apurar su paciencia hasta lo último, volvió a decir en el mismo tono:
-¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa del género de la que oyó Esteban, o se te ríe en la nariz, y al escuchar sus sobrena­turales carcajadas se te cae la ballesta de las manos, y antes de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca más ligera que un relámpago?
-¡Oh! -exclamó Garcés, en cuanto a eso, estad segura que como yo la topase a tiro de ballesta, aunque me hiciese más mo­mos que un juglar, aunque me hablara, no ya en romance, sino en latín, como el abad de Munilla, no se iba sin un arpón en el cuerpo.
En este punto del diálogo terció don Dionís, y con una desespe­rante gravedad a través de la que se adivinaba toda la ironía de sus palabras, comenzó a darle al ya asenderado mozo los consejos más originales del mundo, para el caso que se encontrase de manos a boca con el demonio convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza fijaba sus ojos en el atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en tanto que los otros servi­dores esforzaban las burlas con sus miradas de inteligencia y su mal encubierto gozo.
Mientras duró la colación prolongóse esta escena, en que la cre­dulidad del joven montero fue, por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo que cuando se levantaron los paños, y don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones, y toda la gente del castillo se entregó al reposo, Garcés permaneció un largo espacio de tiempo irresoluto, dudando si, a pesar de las burlas de sus señores, proseguiría firme en sus propósitos o desistiría comple­tamente de la empresa.
-¡Y qué diantre! -exclamó, saliendo del estado de incerti­dutnbre en que se encontraba. Mayor mal del que me ha sucedi­do no puede sucederme y si, por el contrario, es verdad lo que nos ha contado Esteban..., ¡oh!, entonces cómo he de saborear mi triunfo.
Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberle hecho antes la señal de la cruz en la punta de la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a la poterna del castillo para tomar la vereda del monte.
Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto en que, según las instrucciones de Esteban, debía aguardar la aparición de las corzas, la Luna comenzaba a remontarse con lentitud por detrás de los cercados.
A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto a propósito para colocarse al acecho de las reses, anduvo un gran rato de acá para allá examinando las trochas y las veredas vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes del terreno, las curvas del río y la profundidad de sus aguas.
Por último, después de terminar este minucioso reconocimien­to del lugar en que se encontraba, agazapóse en un ribazo junto a unos chopos de copas elevadas y oscuras, a cuyo pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a un hombre echa­do en tierra.
El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimien­to, venía siguiendo las sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada por la vertiente, deslizábase desde allí bañando al pie de los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando con alegre murmullo entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura próxima al lugar que servía de escondrijo al montero.
Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, y los sauces que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas y se enre­daban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espe­so muro de follaje alrededor del remanso del río.
El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en tomo a su flotante sombra, dejaba penetrar a inter­valos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.
Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada en el punto donde según sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente un gran espacio de tiempo.
Todo permanecía a su alrededor sumido en una profunda calma.
Poco a poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya ha­bía pasado de la mitad, comenzara a dejarse sentir; bien el lejano
murmullo del agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y las caricias del viento comunicasen a sus sentidos el dulce sopor del que parecía estar impregnada la Naturaleza toda, el enamorado mozo, que hasta aquel punto había estado entretenido revolviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó a sentir que sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban formas más leves e indecisas.
Después de mecerse un instante en ese vago espacio que me­dia entre la vigila y el sueño, entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus manos y se quedó profundamente dormido.

***
Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven montero roncaba a pierna suelta, disfrutando a todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresal­tado e incorporóse a medias, lleno aún de ese estupor del que se vuelve en sí de improviso después de un sueño profundo.
En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño rumor de voces delgadas, dul­ces y misteriosas que hablaban entre sí, reían o cantaban cada cual por su parte y una cosa diferente, formando una algarabía tan rui­dosa y confusa como la de los pájaros que despiertan al primer rayo de sol entre las frondas de una alameda.
Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante, y después todo volvió a quedar en silencio.
-Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal -se dijo Garcés, restregándose los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión de que cuanto había creído escuchar no era más que esa vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la imaginación, como queda en el oído la última cadencia de una melodía después de que ha expirado temblando la última nota. Y, dominado por la invencible languidez que embargaba sus miem­bros, iba a reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornó a oír el eco distante de aquellas misteriosas voces, que, acompañándose del rumor del aire, del agua y de las hojas, a coro, cantaban así:

El arquero que velaba en lo alto de la torre ha
reclinado su pesada cabeza en el muro.
Al cazador furtivo que esperaba sorprender la
res, lo ha sorprendido el sueño.
El pastor que aguarda el día consultando las
estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.
Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.
Ven a mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz
del agua.
Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se
abren entre las sombras.
Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus.

***
Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo inmóvil. Después que se hubieron des­vanecido, con mucha precaución apartó un poco las ramas, y no sin experimentar algún sobresalto vio aparecer las corzas, que en tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces, dete­niéndose como a escuchar otras, jugueteando entre sí, ya escondién­dose entre la espesura, ya saliendo nuevamente a la senda, bajaban del monte en dirección del remanso del río.
Delante de sus compañeras, mas ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas, saltando, corriendo, parándose y tornando a co­rrer, de modo que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.
Aunque el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso, la verdad del caso era que, pres­cindiendo de la momentánea alucinación que turbó un instante sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos, ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse, había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un cazador experto en esta clase de expediciones nocturnas.
A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comen­zó a comprenderlo así, y riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar, tenien­do en cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las corzas.
Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes y, arras­trándose como una culebra por detrás de los lentiscos, fue a situar­se sobre unos cuarenta pasos más lejos del lugar donde se encon­traba. Una vez acomodado en su nuevo escondite, esperó tiempo suficiente para que las corzas estuviesen ya dentro del río, a fin de hacer el tiro más seguro. Apenas empezó a escucharse ese ruido tan particular que produce el agua cuando se bate a golpes o se agita con violen-cia, Garcés comenzó a levantarse poquito a poco y con las mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero sobre la punta de los dedos y después con una de las rodillas.
Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que el arma estaba pre­parada, dio un paso hacia adelante, alargó el cuello por encima de los arbustos para dominar el remanso y tendió la ballesta; pero en el mismo punto en que, a par de la ballesta tendió la vista buscan­do el objeto que había de herir, se escapó de sus labios un imper­ceptible e involuntario grito de asombro.
La Luna, que había ido remontándose con lentitud por el an­cho horizonte, estaba inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranqui­la superficie del río y hacía ver los objetos como a través de una gasa azul.
Las corzas habían desaparecido.
En su lugar, lleno de miedo y estupor, vio Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de las cuales unas entraban en el agua jugue­teando, mientras las otras acababan de despojarse de las ligeras tú­nicas que aún ocultaban a la codiciosa vista el tesoro de sus formas.
En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imá­genes risueñas y voluptuosas, sueños diáfanos celestes como la luz que entonces empieza a transparentarse a través de las blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación de veinte años que bosquejase con los colores de la fantasía una escena semejante a la que se ofrecía en aquel punto a los ojos del atónito Garcés.
Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores -comple-tamente desnudas, que destacaban sobre el fondo suspendidos en los árboles o arrojados con descuido sobre la alfombra del cés­ped, las muchachas discurrían a su placer por el soto, formando gru­pos pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de rocío.
Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba su rubia cabeza entre las verdes y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual parecía una flor a medio abrir, cuyo flexible talle más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de los infinitos círculos de luz de las ondas.
Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros, mecíase sus­pendida de la rama de un sauce sobre la comente del río, y sus pe­queños pies, color de rosa, hacían una raya de plata al pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían recostadas aún en el borde del agua con los ojos azules adormecidos, aspirando con voluptuosidad del perfume de las flores y estremeciéndose ligera­mente al contacto de la fresca brisa, aquéllas danzaban en vertigino­sa ronda, estrellando caprichosamente sus manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso abandono e hiriendo el suelo con el pie en alternada cadencia.
Era imposible seguirlas en sus ágiles evoluciones y raudos mo­vimientos, imposible abarcar con una mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando y persiguién­dose con alegres risas por entre el laberinto de los árboles; otras surcando el agua como un cisne y rompiendo la corriente con el levantado seno; el resto, sumergiéndose en el fondo, donde per­manecían largo rato para volver a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.
La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado para otro, sin saber dónde fijarse, hasta que, sentada bajo un pabellón de verdura que parecía servirle de dosel y rodeada de un grupo de mujeres todas a cual más bella, que la ayudaban a despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas adora­ciones: LA HIJA DEL NOBLE DON DIONÍS, LA INCOMPA­RABLE CONSTANZA.
Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía a dar crédito ni al testimonio de sus sentidos, y suponíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.
No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era producto del desarreglo de sus imaginaciones; por­que mientras más la miraba, y más despacio, más se convencía de que aquella mujer era Constanza.
No podía caber duda, suyos eran aquellos ojos oscuros y som­breados de largas pestañas, que apenas bastaban para amortiguar la luz de sus pupilas; suya aquella rubia y abundante cabellera que, después de coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin, aquel cuello airoso, que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de las gotas del rocío, y aquellas agresivas formas que él había soñado tal vez, y aquellas manos se­mejantes a manojos de jazmines, comparables sólo con dos pedazos de nieve que el Sol no ha podido derretir y que a la mañana blan­quean entre la verdura.
En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a los ojos de su amante enamorado los escondi­dos tesoros de su hermosura, sus compañeras comenzaron de nuevo a cantar estas palabras con una melodía dulcísima:

Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un jirón de niebla plateada.
Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios y venid en vues­tros carros de nácar, a los que vuelan uncidas las mariposas.
Larvas de las fuentes, abandonad el lecho de musgo y caed sobre noso­tras en menuda lluvia de perlas.
Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡ve­nid!
Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un enjambre de insectos de luz y de oro.
Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de su hermosura.
Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.
Venid, que las que os aman os esperan impacientes.


***
Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oír aquellos cantares misteriosos que el áspid de los celos le mordía el corazón, y, obe­deciendo a un impulso más poderoso que su voluntad, deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso en la margen del río. En efecto, el encanto se truncó; se rompió, desvaneciéndose todo como el humo, y al ten­der la vista en tomo suyo no vio ni oyó más que el bullicioso tro­pel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganan­do a todo correr la trocha del monte.
-¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo -exclamó entonces el montero; pero, por fortuna, esta vez ha andado un poco torpe, dejándome entre las manos la mejor presa.
Ciertamente, así era: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el laberinto de sus árboles y, enredán­dose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por desasirse. Garcés le encaró la ballesta, pero, en el mismo punto en que iba a herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara y agu­da detuvo su acción con un grito, diciéndole:
-¡Garcés! ¿Qué haces?
El joven vaciló y, después de un instante de duda, dejó caer al suelo el arma, espantado por la sola idea de haber podido herir a su amada. Una sonora y estridente carcajada, vino a sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como el relám­pago, riéndose de la burla hecha al montero.
-¡Ah, condenado engendro de Satanás! -exclamó Garcés con voz espantosa, recogiendo la ballesta con una velocidad inusita­da. Pronto has cantado victoria, pronto te has creído fuera de mi alcance -y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando como una exhalación y que fue a perderse en la oscuridad del soto; en el fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos sofocados.
-¡Dios mío! -estalló Garcés al percibir aquellos lamentos angustio-sos. ¡Dios mío, si será verdad!
Y fuera de sí, como un loco, sin darse apenas cuenta de lo que pasaba, corrió en la dirección en que había desaparecido la flecha, que era la misma en que sonaban los gemidos.
Llegó al fin; pero, al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su garganta y tuvo que agarrarse al tron­co de un árbol para n caer en tierra.
Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su vista, re­volcándose en su propia sangre, entre las agudas zarzas del monte.

0.013. anonimo (aragon)

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