Cuando cayó el imperio
godo, a orillas del Guadalquivir, los moros fueron avanzando hasta apoderarse
de casi todas las tierras españolas. Como tantas otras ciudades, también cayó
Cesaraugusta -la que más tarde había de ser Zaragoza- en manos del invasor. Sus
habitantes huyeron y vivieron fugitivos y proscritos.
Mas llegó un día en que,
agrupándose todos, decidieron reunirse en un lugar y fundar un pueblo. Unieron
sus esfuerzos y comenzaron a levantar una fortaleza, a la que dieron el nombre
de Pano, el monte a cuyo pie estaba enclavada. Entre los habitantes de la nueva
Pano había un venerable anciano de largas y blancas barbas, que tenía dos hijos
llamados Oto y Félix.
Una tarde, cuando
regresaba el anciano del monte, donde había ido con varios hombres para cortar
pinos y robles, sus hijos le hallaron más sombrío que de costumbre. Éste les
habló de los tristes présentimientos que arrasaban su alma. Los moros
saquearían Pano como anteriormente lo habían hecho con otros poblados.
Quisieron saber Oto y Félix lo que de tal modo había entristecido su ánimo. Les
contó el viejo que aquella tarde, cuando de vuelta del monte había cruzado el
pico del Mediodía, la más alta cumbre del Pirineo, había oído un gemido
lúgubre, un inexplicable grito de agonía. Detuvo su paso y prestó atención. El
grito se había repetido. Era semejante al quejido de una mujer llorosa.
Después había sonado una especie de melodía fúnebre, que había durado mucho
rato.
Oto se estremeció. El
padre se volvió hacia él y, adivinando su pensamiento, afirmó que
indudablemente era la
Maladeta , la peña que transmite como una armonía que se
convierte en llanto cuando va a ocurrir una desgracia.
Y no era eso todo: al
doblar la senda, había visto la cumbre del Cúculo coronada de nieblas negras,
más negras que noche cerrada y ensombrecida por bravía tormenta. Era tradición
que jamás se había desmentido: cuando la Maladeta lanzaba su lúgubre canción y el Cúculo
se coronaba de negras nieblas, ocurría siempre una gran desgracia, una terrible
tragedia.
El padre y los hijos,
profundamente impresionados, se arrodillaron para ofrecer a Dios una ferviente
plegaria. Entraron después en el cobertizo donde se habían recogido ya los
futuros habitantes de Pano. Algunas hogueras colocadas de trecho en trecho
alumbraban los rostros macilentos, agotados por la desesperación, el dolor y
el hambre.
Era ya bien entrada la
noche cuando asomó la luna, y el anciano de la barba blanca despertó a su hijo
Oto. Sus presentimientos no le dejaban descansar, y quería que ambos subieran a
la torre más alta de la fortaleza, para que el joven otease lo que ocurría en
lo profundo del valle.
Así lo hicieron. Oto miró
hacia el valle y no vio al primer momento más que un cuervo que volaba dando
vueltas sobre el pinar. Pero, prestando más atención, pudo divisar junto al río
una línea blanca de la que brotaban chispas. De pronto, mirando mejor, vio que
aquella línea blanca era una hueste de moros. El ejército enemigo iba
introduciéndose en la garganta de la sierra y se dirigía hacia Pano.
Oto bajó de la almena en
que se había encaramado. El anciano, antes de bajar a dar la voz de alarma a
los que estaba descansando, quiso dar a su hijo sus últimos consejos, pues
presentía que iba a morir en la contienda.
Era voluntad del padre
que Oto despreciara el lujo y la ostentación. Debía vivir para Dios y para San
Juan Bautista, su particular abogado. Y si algún día sentía hervir su sangre,
si se sentía con fuerza suficiente para ello, debía abandonar la cueva donde se
hubiera refugiado e ir en busca de todos los hermanos que encontrara,
recogerlos uno por uno, llevarlos con él, y morir entonces peleando por la
religión y la patria.
Oto besó a su padre,
llorando de emoción, y bajó a dar la voz de alarma.
Todos despertaron
sobresaltados. Oto les dijo lo que sucedía. En un momento se reunieron los
caudillos y se pusieron de acuerdo.
Mujeres, niños y ancianos
quedaron en el torreón de Pano. Los hombres se distribuyeron a lo largo de las
murallas y tras las almenas. Colocados en sus lugares respectivos de defensa,
aguardaron acontecimientos.
Aparecieron de pronto los
moros, dando salvajes alaridos.
Lucharon los cristianos
como valientes contra aquella pléyade de despreciables morancos, pero como valientes
sucumbieron. Uno a uno cayeron ante la torre que guardaba a sus mujeres e
hijos. Al inicio del amanecer, se retiraron los árabes, tras haber pasado a
cuchillo niños y mujeres, y el campo quedó cubierto de ruinas y cadáveres.
Hacía una hora que los sucios
morancos habían partido, cuando un cuerpo tendido en el foso empezó a moverse.
El aire puro de la mañana lo había reanimado. No tardó en incorporarse. Tenía
una herida en la frente y había sido arrojado desde lo alto de la muralla. Era
Oto.
Tambaleándose, buscó
entre los muertos el cadáver de su padre. Lo halló por fin orando ante él.
Abrió luego una huesa en el lugar donde se habían despedido la noche anterior,
y lo enterró.
Cumpliendo este santo
deber, buscó a su hermano Félix, a quien halló todavía con vida. Ambos hermanos
lloraron de emoción al encontrarse. Ayudándose mutuamente, se alejaron de
aquel sitio de horror y desolación para dirigirse al monte.
Levantaron una casita, y
allí, cazando y labrando la tierra, vivieron durante un año. Oto había
cambiado su nombre por el de Voto. Había prometido cumplir los consejos de su
padre y, quería un nombre que le recordara la promesa.
Cierto día, iba montado
en un hermoso caballo y vio un ciervo que atravesaba el bosque. Le siguió Voto
hasta una llanura. Se disponía a dispararle un venablo, cuando el ciervo
desapareció precipitándose en el abismo. Quiso Voto frenar el caballo, pero ya
todo era inútil.
Dice la leyenda que Voto
se encomendó a San Juan Bautista, y el caballo quedó inmóvil en el aire, sobre
el abismo, pero tranquilo y sosegado como si pisara tierra firme. Asombrado
Voto ante aquel portento, hizo retroceder al animal, echó pie a tierra y quiso
registrar el precipicio.
Empezó a bajar entre los
zarzales y las matas hasta llegar al umbral de una cueva en la que penetró con
religioso temor. Encontró en ella un altar tosco, abierto en la peña, con una
efigie de San Juan Bautista, a la que alumbraban los últimos resplandores de
una lámpara mortecina.
Tendido en el suelo yacía
el cadáver de un venerable cenobita, cuya cabeza descansaba en una piedra
triangular, en la que había escritas unas palabras latinas que indicaban que el
muerto se llamaba Juan y era del vecino pueblo de Atarés. Un ermitaño retirado
del mundo por amor a Dios.
Él había fabricado aquel
altar en honor de San Juan Bautista, y pedía ser enterrado donde tanto rezó por
la restauración de la patria.
Se postró Voto ante la
imagen e hizo formal promesa de continuar la misión emprendida por el
anacoreta.
Félix no quiso abandonar
a su hermano, y ambos vistieron el humilde sayal de los eremitas y
permanecieron quince años rezando en la cueva.
Un día, pasado este
tiempo, llegó a la cueva un joven malherido. Los moros habían seguido sus
huellas hasta que, viéndolo caer, le dieron por muerto. Los dos hermanos
cuidaron de él, y el muchacho les explicó cómo en los montes de Asturias Don
Pelayo había enarbolado el pendón de la
Cruz y había derrotado a los moros en Covadonga.
Voto sintió entonces
hervir su sangre como agua burbujeante en caldero al rojo vivo, porque las
palabras de aquel zagal habían traído a su memoria la promesa hecha a su padre.
Al día siguiente partió
Voto en busca de los guerreros. Les buscó uno por uno y les dio cita para un
día determinado en la cueva que habitara un tiempo San Juan de Atarés.
Más de trescientos fueron
los que a la cita se personaron. Eligieron como caudillo a Garci Ximénez, y
allí, al pie del pequeño altar de San Juan Bautista, lo proclamaron su rey.
Así en la cueva de San
Juan de Atarés, tuvieron su principio las libertades de Aragón.
0.013. anonimo (aragon)
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