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jueves, 13 de septiembre de 2012

La cueva de san juan de atarés

Cuando cayó el imperio godo, a orillas del Guadalquivir, los moros fueron avanzando hasta apoderarse de casi todas las tierras españolas. Como tantas otras ciudades, también cayó Cesaraugusta -la que más tarde había de ser Zaragoza- en manos del invasor. Sus habitantes huyeron y vivieron fugitivos y proscritos.
Mas llegó un día en que, agrupándose todos, decidieron re­unirse en un lugar y fundar un pueblo. Unieron sus esfuerzos y co­menzaron a levantar una fortaleza, a la que dieron el nombre de Pano, el monte a cuyo pie estaba enclavada. Entre los habitantes de la nueva Pano había un venerable anciano de largas y blancas barbas, que tenía dos hijos llamados Oto y Félix.
Una tarde, cuando regresaba el anciano del monte, donde ha­bía ido con varios hombres para cortar pinos y robles, sus hijos le hallaron más sombrío que de costumbre. Éste les habló de los tris­tes présentimientos que arrasaban su alma. Los moros saquearían Pano como anteriormente lo habían hecho con otros poblados. Quisieron saber Oto y Félix lo que de tal modo había entristecido su ánimo. Les contó el viejo que aquella tarde, cuando de vuelta del monte había cruzado el pico del Mediodía, la más alta cumbre del Pirineo, había oído un gemido lúgubre, un inexplicable grito de agonía. Detuvo su paso y prestó atención. El grito se había re­petido. Era semejante al quejido de una mujer llorosa. Después había sonado una especie de melodía fúnebre, que había durado mucho rato.
Oto se estremeció. El padre se volvió hacia él y, adivinando su pensamiento, afirmó que indudablemente era la Maladeta, la peña que transmite como una armonía que se convierte en llanto cuando va a ocurrir una desgracia.
Y no era eso todo: al doblar la senda, había visto la cumbre del Cúculo coronada de nieblas negras, más negras que noche ce­rrada y ensombrecida por bravía tormenta. Era tradición que jamás se había desmentido: cuando la Maladeta lanzaba su lúgubre can­ción y el Cúculo se coronaba de negras nieblas, ocurría siempre una gran desgracia, una terrible tragedia.
El padre y los hijos, profundamente impresionados, se arrodi­llaron para ofrecer a Dios una ferviente plegaria. Entraron después en el cobertizo donde se habían recogido ya los futuros habitantes de Pano. Algunas hogueras colocadas de trecho en trecho alumbra­ban los rostros macilentos, agotados por la desesperación, el dolor y el hambre.
Era ya bien entrada la noche cuando asomó la luna, y el ancia­no de la barba blanca despertó a su hijo Oto. Sus presentimientos no le dejaban descansar, y quería que ambos subieran a la torre más alta de la fortaleza, para que el joven otease lo que ocurría en lo profundo del valle.
Así lo hicieron. Oto miró hacia el valle y no vio al primer momento más que un cuervo que volaba dando vueltas sobre el pinar. Pero, prestando más atención, pudo divisar junto al río una línea blanca de la que brotaban chispas. De pronto, mirando mejor, vio que aquella línea blanca era una hueste de moros. El ejército enemigo iba introduciéndose en la garganta de la sierra y se dirigía hacia Pano.
Oto bajó de la almena en que se había encaramado. El ancia­no, antes de bajar a dar la voz de alarma a los que estaba descan­sando, quiso dar a su hijo sus últimos consejos, pues presentía que iba a morir en la contienda.
Era voluntad del padre que Oto despreciara el lujo y la osten­tación. Debía vivir para Dios y para San Juan Bautista, su particu­lar abogado. Y si algún día sentía hervir su sangre, si se sentía con fuerza suficiente para ello, debía abandonar la cueva donde se hu­biera refugiado e ir en busca de todos los hermanos que encontrara, recogerlos uno por uno, llevarlos con él, y morir entonces peleando por la religión y la patria.
Oto besó a su padre, llorando de emoción, y bajó a dar la voz de alarma.
Todos despertaron sobresaltados. Oto les dijo lo que sucedía. En un momento se reunieron los caudillos y se pusieron de acuerdo.
Mujeres, niños y ancianos quedaron en el torreón de Pano. Los hombres se distribuyeron a lo largo de las murallas y tras las almenas. Colocados en sus lugares respectivos de defensa, aguar­daron acontecimientos.
Aparecieron de pronto los moros, dando salvajes alaridos.
Lucharon los cristianos como valientes contra aquella pléyade de despreciables morancos, pero como valientes sucumbieron. Uno a uno cayeron ante la torre que guardaba a sus mujeres e hijos. Al inicio del amanecer, se retiraron los árabes, tras haber pasado a cuchillo niños y mujeres, y el campo quedó cubierto de ruinas y cadáveres.
Hacía una hora que los sucios morancos habían partido, cuan­do un cuerpo tendido en el foso empezó a moverse. El aire puro de la mañana lo había reanimado. No tardó en incorporarse. Tenía una herida en la frente y había sido arrojado desde lo alto de la muralla. Era Oto.
Tambaleándose, buscó entre los muertos el cadáver de su pa­dre. Lo halló por fin orando ante él. Abrió luego una huesa en el lugar donde se habían despedido la noche anterior, y lo enterró.
Cumpliendo este santo deber, buscó a su hermano Félix, a quien halló todavía con vida. Ambos hermanos lloraron de emo­ción al encontrarse. Ayudándose mutuamente, se alejaron de aquel sitio de horror y desolación para dirigirse al monte.
Levantaron una casita, y allí, cazando y labrando la tierra, vi­vieron durante un año. Oto había cambiado su nombre por el de Voto. Había prometido cumplir los consejos de su padre y, quería un nombre que le recordara la promesa.
Cierto día, iba montado en un hermoso caballo y vio un ciervo que atravesaba el bosque. Le siguió Voto hasta una llanura. Se disponía a dispararle un venablo, cuando el ciervo desapareció pre­cipitándose en el abismo. Quiso Voto frenar el caballo, pero ya todo era inútil.
Dice la leyenda que Voto se encomendó a San Juan Bautista, y el caballo quedó inmóvil en el aire, sobre el abismo, pero tran­quilo y sosegado como si pisara tierra firme. Asombrado Voto ante aquel portento, hizo retroceder al animal, echó pie a tierra y quiso registrar el precipicio.
Empezó a bajar entre los zarzales y las matas hasta llegar al umbral de una cueva en la que penetró con religioso temor. En­contró en ella un altar tosco, abierto en la peña, con una efigie de San Juan Bautista, a la que alumbraban los últimos resplandores de una lámpara mortecina.
Tendido en el suelo yacía el cadáver de un venerable cenobita, cuya cabeza descansaba en una piedra triangular, en la que había escritas unas palabras latinas que indicaban que el muerto se lla­maba Juan y era del vecino pueblo de Atarés. Un ermitaño retira­do del mundo por amor a Dios.
Él había fabricado aquel altar en honor de San Juan Bautista, y pedía ser enterrado donde tanto rezó por la restauración de la patria.
Se postró Voto ante la imagen e hizo formal promesa de con­tinuar la misión emprendida por el anacoreta.
Félix no quiso abandonar a su hermano, y ambos vistieron el humilde sayal de los eremitas y permanecieron quince años rezan­do en la cueva.
Un día, pasado este tiempo, llegó a la cueva un joven malhe­rido. Los moros habían seguido sus huellas hasta que, viéndolo caer, le dieron por muerto. Los dos hermanos cuidaron de él, y el muchacho les explicó cómo en los montes de Asturias Don Pelayo había enarbolado el pendón de la Cruz y había derrotado a los moros en Covadonga.
Voto sintió entonces hervir su sangre como agua burbujeante en caldero al rojo vivo, porque las palabras de aquel zagal habían traído a su memoria la promesa hecha a su padre.
Al día siguiente partió Voto en busca de los guerreros. Les buscó uno por uno y les dio cita para un día determinado en la cueva que habitara un tiempo San Juan de Atarés.
Más de trescientos fueron los que a la cita se personaron. Eli­gieron como caudillo a Garci Ximénez, y allí, al pie del pequeño altar de San Juan Bautista, lo proclamaron su rey.
Así en la cueva de San Juan de Atarés, tuvieron su principio las libertades de Aragón.

0.013. anonimo (aragon)

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