Tristán era un noble y valiente caballero. Su nombre
era sinónimo de honor y lealtad y no había persona en todo el pueblo que no lo
admirara. había ya corrido muchas aventuras en las que había enfrentado
peligros sin nombre y peleado contra los más feroces oponentes, desde hombres
hasta gigantes.
Pero llegó un día en que debió partir del reino en que
vivía para cumplir una misión que parecía muy fácil: ir hasta Irlanda y solicitar
la mano de la hija del rey de aquel lugar, la bella Isolda, para que se casara
con el tío de Tristán, el rey.
Tristán no perdió tiempo y partió presto a cumplir esa
misión.
Al llegar al reino de Irlanda notó algo extraño: nadie
transitaba el camino real. Este hecho le resultó muy sorprendente ya que el
camino real o principal, en aquellos tiempos, conforme uno se iba acercando al
castillo del rey, comenzaba a ser cada vez más transitado por heraldos,
caballeros, comerciantes y todo tipo de gente.
Al llegar a la imponente fortaleza Tristán sintió el
olor de la muerte y el sufrimiento en sus muros. Las puertas permanecían
cerradas y varios soldados estaban apostados en las murallas y torres.
-Soy el caballero Tristán y vengo como embajador de mi
rey a pedir la mano de la bella princesa Isolda.
Los soldados abrieron las puertas y le permitieron
pasar, pero no dejaban de mirar hacia el exterior, y no realizaron ninguno de
los rituales y ceremonias que la ocasión ameritaba.
-Quiero ver a vuestro rey -declaró Tristán con todo el
énfasis del que era capaz de darle a su voz.
Y sin más preámbulos fue llevado al salón principal
donde se encontraba el rey de Irlanda y toda su corte. El noble caballero
percibió de inmediato que algo muy malo estaba sucediendo en esas tierras.
-Bienvenido eres, noble Tristán, aunque nuestros
corazones nos impiden honrarte como es debido ya que nuestro tiempo es amargo.
-¿Cuál es la causa de esa amargura, Su Majestad?
-preguntó el caballero con el ceño fruncido.
-Una terrible criatura, una horrible bestia salida de
los mismos abismos del infierno, nos ha hundido en la pena más honda. Un
abominable y sanguinario dragón merodea por nuestras tierras y exige un
sacrificio humano todos los días al amanecer.
-¿Cómo es eso? -preguntó el caballero cada vez más
preocupado.
-El dragón nos amenaza con devorar a todo el reino si
no le entregamos una doncella todos los días. Nuestros más valientes caballeros
han enfrentado a la horrible bestia pero todos han encontrado una muerte atroz
en sus fauces.
-Majestad, no podéis permitir que continúe esta
situación, más tarde o más temprano vuestro reino quedará devastado. Yo
enfrentaré al dragón en vuestro nombre.
El rey lo observó durante algunos instantes.
-Ésta no es tu tierra ni tu gente, eres un invitado y
no puedo permitir que mueras a manos de esa horrible criatura.
-No moriré, ¡ella morirá!, ¡yo seré el vencedor de
esta contienda! -Y acercándose con paso decidido al rey le pidió con firmeza:
Dadme vuestra bendición, Majestad, para ir a enfrentarme con el dragón.
El rey suspiró y dijo:
-No sólo te daré la bendición sino que también te daré
las mejores armas de que dispongo para semejante y desigual combate.
Tristán sonrió, saludó al rey y partió con los
guardias para ataviarse como correspondía para la batalla. Y acatando las
órdenes del rey, sus servidores le colocaron la mejor armadura y le entregaron
la mejor espada y el mejor escudo. Luego la guardia real lo acompañó hasta las
mismas puertas del castillo.
Tristán salió a la oscuridad de la madrugada y miró
cómo los soldados retrocedían corriendo para atrancar y asegurar las puertas
otra vez. Pronto estuvo completamente solo en los muros exteriores. Avanzó con
su caballo hacia el camino real y luego se detuvo bajo la luz de una luna que
empalidecía porque estaba ya comenzando a amanecer.
El caballero se dispuso a esperar pacientemente,
mientras aguzaba la vista para descubrir al dragón.
El rocío de la mañana humedecía el aire tornándolo
cada vez más frío. Un vaho denso surgía del hocico del caballo y ascendía hasta
el yelmo de Tristán.
El sol, por fin, asomó en el horizonte, y cuando todo
el disco dorado de refulgente luz acabó de mostrarse por completo, un
movimiento y un rugido hacia un costado llamaron la atención del expectante
caballero.
Entonces, cabalgó algunos metros y divisó a una
gigantesca y terrible criatura, que se desplazaba hacia él levantando una gran
polvareda.
De pronto Tristán se detuvo y se dio cuenta de que el
dragón, mientras avanzaba lentamente hacia él, apoyando todo su peso en sus anchas
patas que terminaban en garras, lo venía observando, como midiendo ya a su
inminente rival.
El valiente caballero aprovechó de esa lentitud, para
observar, a su vez, al dragón: era gigantesco y de color oscuro, una mezcla de
negro y verde. Su cuerpo estaba completamente cubierto de gruesas escamas, sus
cuatro patas terminaban en afiladas garras y tenía una cola larga como si fuera
de una serpiente gigante.
Pero lo más impresionante de todo era su cabeza: de su
boca sobresalían aguzados colmillos; desde sus inmundas entrañas arrojaba un
aliento tan pestilente y de tan largo alcance que no sólo lo percibió de
inmediato Tristán sino también el fino olfato de su caballo, que se agitó
pegando un relincho; sus ojos eran como dos brasas encendidas del color de la
sangre enardecida y del medio de su frente surgían dos terribles cuernos
rectos, uno debajo del otro.
Tristán no aguardó un instante más y, espoleando su
bravo corcel, cargó con la lanza en ristre para embestir a la bestia. Sin
embargo, para su sorpresa, al primer impacto la lanza se hizo añicos sin
siquiera dañar a la monstruosa criatura.
El dragón parecía conocer su invulnerabilidad y esperó
el ataque con la lanza sin moverse. Ahora era su turno de atacar y no lo dejó
pasar. Rápidamente arrojó dos feroces golpes de garra que hendieron el aire a
la altura de la cabeza del caballero, quien, si no hubiera sido por su brioso
caballo, de seguro, la habría perdido.
Tristán cargó nuevamente contra el dragón.
Desenfundando la espléndida espada que le había dado el rey de Irlanda,
descargó con ella tres feroces golpes que rebotaron contra las gruesas escamas
del dragón sin siquiera hacerle mella.
El dragón reatacó a su vez, pero Tristán, que también
era un hábil jinete, se las ingenió para volver a atacar por el otro flanco.
Nuevamente sucedió lo que había pasado la primera vez: el filo de la espada no
lograba atravesar las escamas de la bestia.
El dragón se retorcía y se debatía hacia un lado y
hacia el otro buscando a su oponente para despedazarlo, pero éste era muy rápido
y, cuando el dragón giraba hacia un lado, él lo golpeaba con su espada por el
otro.
Pronto la feroz criatura se apropió de la estrategia
del guerrero y amagó volverse, para luego arrepentirse, y aprovechó ese momento
para utilizar su arma más mortífera: su aliento flamígero. Sopló con fuerza y
por los agujeros de su nariz brotaron llamaradas y humo venenoso que pronto
envolvieron al caballo. El bravo animal murió al instante y cayó a la tierra.
Tristán, totalmente desconcertado y al mismo tiempo
apenado por esa muerte, saltó de su montura, para no quedar atrapado e
inmovilizado bajo su peso. Fue entonces cuando el dragón le arrojó un golpe de
garra que le arrebató el escudo y éste se estrelló contra las rocas del muro y
se hizo trizas.
Un guerrero, en medio de feroz combate frente a un
dragón, sin caballo y sin escudo...
El dragón inspiró profundamente para largar un nuevo y
más poderoso chorro de fuego y veneno y así terminar con la vida del caballero
de una vez por todas.
Fue ése el momento en que Tristán supo lo que debía
hacer para salvar su vida y alzarse con la victoria. Esperó el instante
adecuado y, cuando el dragón estaba bajando la cabeza para emitir sus fluidos
mortales, se abalanzó sobre la bestia y, aferrando el puño de la espada con sus
dos manos, se la clavó en el largo cuello con toda la fuerza de la que se
sintió capaz. Y fue tan certero el golpe que la punta de la espada logró
atravesar el corazón de la espantosa criatura matándola al instante.
Por fin, el dragón que había asolado al reino de
Irlanda yacía muerto bajo la espada del noble caballero Tristán.
Todos los moradores del castillo y el pueblo, que se
habían protegido tras los muros fortificados, fueron advertidos de la hazaña
por los hombres del rey que avistaban desde las torres. De inmediato, cuando
las puertas del castillo se abrieron y el puente descendió, toda la gente salió
corriendo para agradecer y felicitar a su extraordinario salvador.
El rey de Irlanda también venía entre sus súbditos. Se
acercó al valiente caballero, le sonrió complacido y lo invitó a su mesa para
conversar sobre la misión que le había sido encomendada y que era el verdadero
motivo que lo había traído a Irlanda: pedir la mano de la bella princesa Isolda
en nombre de su tío, el rey, y conducirla luego hasta el castillo, donde se
desposaría con él.
Lo que ambos hombres no pudieron ver fue que los
hermosos ojos de la dulce Isolda habían estado observando a Tristán desde cl
primer momento y que su corazón ya le pertenecía al héroe.
Pero ésa es otra historia...
0.083.3 anonimo (edad media) - 016
No hay comentarios:
Publicar un comentario