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viernes, 3 de mayo de 2013

El caballero tristán y el dragón

Tristán era un noble y valiente caballero. Su nombre era si­nónimo de honor y lealtad y no había persona en todo el pueblo que no lo admirara. había ya corrido muchas aven­turas en las que había enfrentado peligros sin nombre y peleado contra los más feroces oponentes, desde hombres hasta gigantes.
Pero llegó un día en que debió partir del reino en que vivía pa­ra cumplir una misión que parecía muy fácil: ir hasta Irlanda y so­licitar la mano de la hija del rey de aquel lugar, la bella Isolda, pa­ra que se casara con el tío de Tristán, el rey.
Tristán no perdió tiempo y partió presto a cumplir esa misión.
Al llegar al reino de Irlanda notó algo extraño: nadie transita­ba el camino real. Este hecho le resultó muy sorprendente ya que el camino real o principal, en aquellos tiempos, conforme uno se iba acercando al castillo del rey, comenzaba a ser cada vez más transitado por heraldos, caballeros, comerciantes y todo tipo de gente.
Al llegar a la imponente fortaleza Tristán sintió el olor de la muerte y el sufrimiento en sus muros. Las puertas permanecían cerradas y varios soldados estaban apostados en las murallas y torres.
-Soy el caballero Tristán y vengo como embajador de mi rey a pedir la mano de la bella princesa Isolda.
Los soldados abrieron las puertas y le permitieron pasar, pero no dejaban de mirar hacia el exterior, y no realizaron ninguno de los rituales y ceremonias que la ocasión ameritaba.
-Quiero ver a vuestro rey -declaró Tristán con todo el énfasis del que era capaz de darle a su voz.
Y sin más preámbulos fue llevado al salón principal donde se encontraba el rey de Irlanda y toda su corte. El noble caballero percibió de inmediato que algo muy malo estaba sucediendo en esas tierras.
-Bienvenido eres, noble Tristán, aunque nuestros corazones nos impiden honrarte como es debido ya que nuestro tiempo es amargo.
-¿Cuál es la causa de esa amargura, Su Majestad? -preguntó el caballero con el ceño fruncido.
-Una terrible criatura, una horrible bestia salida de los mis­mos abismos del infierno, nos ha hundido en la pena más honda. Un abominable y sanguinario dragón merodea por nuestras tie­rras y exige un sacrificio humano todos los días al amanecer.
-¿Cómo es eso? -preguntó el caballero cada vez más preocupado.
-El dragón nos amenaza con devorar a todo el reino si no le entregamos una doncella todos los días. Nuestros más valientes caballeros han enfrentado a la horrible bestia pero todos han en­contrado una muerte atroz en sus fauces.
-Majestad, no podéis permitir que continúe esta situación, más tarde o más temprano vuestro reino quedará devastado. Yo enfrentaré al dragón en vuestro nombre.
El rey lo observó durante algunos instantes.
-Ésta no es tu tierra ni tu gente, eres un invitado y no puedo permitir que mueras a manos de esa horrible criatura.
-No moriré, ¡ella morirá!, ¡yo seré el vencedor de esta con­tienda! -Y acercándose con paso decidido al rey le pidió con fir­meza: Dadme vuestra bendición, Majestad, para ir a enfrentarme con el dragón.
El rey suspiró y dijo:
-No sólo te daré la bendición sino que también te daré las me­jores armas de que dispongo para semejante y desigual combate.
Tristán sonrió, saludó al rey y partió con los guardias para ata­viarse como correspondía para la batalla. Y acatando las órdenes del rey, sus servidores le colocaron la mejor armadura y le entre­garon la mejor espada y el mejor escudo. Luego la guardia real lo acompañó hasta las mismas puertas del castillo.
Tristán salió a la oscuridad de la madrugada y miró cómo los soldados retrocedían corriendo para atrancar y asegurar las puer­tas otra vez. Pronto estuvo completamente solo en los muros ex­teriores. Avanzó con su caballo hacia el camino real y luego se de­tuvo bajo la luz de una luna que empalidecía porque estaba ya comenzando a amanecer.
El caballero se dispuso a esperar pacientemente, mientras aguzaba la vista para descubrir al dragón.
El rocío de la mañana humedecía el aire tornándolo cada vez más frío. Un vaho denso surgía del hocico del caballo y ascendía hasta el yelmo de Tristán.
El sol, por fin, asomó en el horizonte, y cuando todo el disco dorado de refulgente luz acabó de mostrarse por completo, un movimiento y un rugido hacia un costado llamaron la atención del expectante caballero.
Entonces, cabalgó algunos metros y divisó a una gigantesca y terrible criatura, que se desplazaba hacia él levantando una gran polvareda.
De pronto Tristán se detuvo y se dio cuenta de que el dragón, mientras avanzaba lentamente hacia él, apoyando todo su peso en sus anchas patas que terminaban en garras, lo venía observando, como midiendo ya a su inminente rival.
El valiente caballero aprovechó de esa lentitud, para observar, a su vez, al dragón: era gigantesco y de color oscuro, una mezcla de negro y verde. Su cuerpo estaba completamente cubierto de gruesas escamas, sus cuatro patas terminaban en afiladas garras y tenía una cola larga como si fuera de una serpiente gigante.
Pero lo más impresionante de todo era su cabeza: de su boca sobresalían aguzados colmillos; desde sus inmundas entrañas arrojaba un aliento tan pestilente y de tan largo alcance que no só­lo lo percibió de inmediato Tristán sino también el fino olfato de su caballo, que se agitó pegando un relincho; sus ojos eran como dos brasas encendidas del color de la sangre enardecida y del me­dio de su frente surgían dos terribles cuernos rectos, uno debajo del otro.
Tristán no aguardó un instante más y, espoleando su bravo corcel, cargó con la lanza en ristre para embestir a la bestia. Sin embargo, para su sorpresa, al primer impacto la lanza se hizo añi­cos sin siquiera dañar a la monstruosa criatura.
El dragón parecía conocer su invulnerabilidad y esperó el ata­que con la lanza sin moverse. Ahora era su turno de atacar y no lo dejó pasar. Rápidamente arrojó dos feroces golpes de garra que hendieron el aire a la altura de la cabeza del caballero, quien, si no hubiera sido por su brioso caballo, de seguro, la habría perdido.
Tristán cargó nuevamente contra el dragón. Desenfundando la espléndida espada que le había dado el rey de Irlanda, descargó con ella tres feroces golpes que rebotaron contra las gruesas esca­mas del dragón sin siquiera hacerle mella.
El dragón reatacó a su vez, pero Tristán, que también era un hábil jinete, se las ingenió para volver a atacar por el otro flanco. Nuevamente sucedió lo que había pasado la primera vez: el filo de la espada no lograba atravesar las escamas de la bestia.
El dragón se retorcía y se debatía hacia un lado y hacia el otro buscando a su oponente para despedazarlo, pero éste era muy rá­pido y, cuando el dragón giraba hacia un lado, él lo golpeaba con su espada por el otro.
Pronto la feroz criatura se apropió de la estrategia del guerre­ro y amagó volverse, para luego arrepentirse, y aprovechó ese mo­mento para utilizar su arma más mortífera: su aliento flamígero. Sopló con fuerza y por los agujeros de su nariz brotaron llamara­das y humo venenoso que pronto envolvieron al caballo. El bra­vo animal murió al instante y cayó a la tierra.
Tristán, totalmente desconcertado y al mismo tiempo apena­do por esa muerte, saltó de su montura, para no quedar atrapado e inmovilizado bajo su peso. Fue entonces cuando el dragón le arrojó un golpe de garra que le arrebató el escudo y éste se estre­lló contra las rocas del muro y se hizo trizas.
Un guerrero, en medio de feroz combate frente a un dragón, sin caballo y sin escudo...
El dragón inspiró profundamente para largar un nuevo y más poderoso chorro de fuego y veneno y así terminar con la vida del caballero de una vez por todas.
Fue ése el momento en que Tristán supo lo que debía hacer para salvar su vida y alzarse con la victoria. Esperó el instante adecuado y, cuando el dragón estaba bajando la cabeza para emi­tir sus fluidos mortales, se abalanzó sobre la bestia y, aferrando el puño de la espada con sus dos manos, se la clavó en el largo cue­llo con toda la fuerza de la que se sintió capaz. Y fue tan certero el golpe que la punta de la espada logró atravesar el corazón de la espantosa criatura matándola al instante.
Por fin, el dragón que había asolado al reino de Irlanda yacía muerto bajo la espada del noble caballero Tristán.
Todos los moradores del castillo y el pueblo, que se habían protegido tras los muros fortificados, fueron advertidos de la ha­zaña por los hombres del rey que avistaban desde las torres. De inmediato, cuando las puertas del castillo se abrieron y el puente descendió, toda la gente salió corriendo para agradecer y felicitar a su extraordinario salvador.
El rey de Irlanda también venía entre sus súbditos. Se acercó al valiente caballero, le sonrió complacido y lo invitó a su mesa para conversar sobre la misión que le había sido encomendada y que era el verdadero motivo que lo había traído a Irlanda: pedir la mano de la bella princesa Isolda en nombre de su tío, el rey, y con­ducirla luego hasta el castillo, donde se desposaría con él.
Lo que ambos hombres no pudieron ver fue que los hermosos ojos de la dulce Isolda habían estado observando a Tristán desde cl primer momento y que su corazón ya le pertenecía al héroe.
Pero ésa es otra historia...

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