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lunes, 8 de octubre de 2012

Leila o la bella argelina

Tras la victoria de Lepanto (1571) so­bre los turcos se puede decir que el Me­diterráneo central pasa a ser un lago cris­tiano, infestado empero de los piratas turcos y berberiscos. Y así como Venecia se convierte en el principal centro de co­mercio europeo con Oriente, los caballe­ros de la Orden de Malta fundan en esta isla un inexpugnable bastión en su lucha contra la piratería.

Cuando Anne Hilarion Cotentin de Tourville, caballero de Malta, de quince años de edad, se presentó, en 1657, al caballero de Hocquincourt, comandante de un navío de la Religión, para rogar­le, bajo la recomendación del duque de la Rochefoucault, que le tomara a bor­do, deseoso de luchar contra los berbe­riscos, el gentilhombre se encogió de hombros.
Observó la tez blanca, los ojos azules, la cabellera rubia y ensortijada, los ras­gos finos, el cuerpo delicado y esbelto del joven caballero y le dijo:
-Eres demasiado frágil para soportar un oficio tan penoso como el de corsario de Levante.
No obstante, tanto insistió el mucha­cho que Hocquincourt acabó por incluir­lo en su fragata, el Intrépido, armada de treinta y seis cañones y experta en per­seguir piratas.
¡Qué gente más terrible eran esos pi­ratas! Ni los navíos y galeras de la orden de Malta, ni las galeazas de la repúbli­ca de Venecia, ni las naves del rey de Francia lograban someterlos. Por su cul­pa, las orillas del Mediterráneo se halla­ban totalmente arruinadas. Devasta-ban las costas del Adriático y el más insig­nificante trayecto marítimo se había vuel­to peligroso con su presencia. Al ponerse el sol desembarcaban súbitamente en cualquier bahía; corrían hacia las aldeas más cercanas, lo quemaban y saqueaban todo, se llevaban en cautiverio a hombres y mujeres cuando navegaban, asaltaban los buques mercantes y reducían a escla­vitud a la tripulación y a los pasajeros. Ni siquiera temían atacar pequeñas na­ves de guerra e insultaban a todos los pa­bellones de la cristiandad. Miles de pri­sioneros cristianos gemían en sus maz­morras o trabajaban bajo un tórrido sol obligados a las más arduas tareas.
-No se equivocaba Hocquincourt al de­cirle al joven Tourville que el oficio de corsario de Levante era duro ; había mu­chos huesos que roer, y sin embargo pron­to demostró Tourville que junto a los viejos marinos de Malta era digno de en­frentarse a enemigos temibles.
El Intrépido llevaba ya tres años rea­lizando buenas operaciones, tanto en las costas de Cerdeña o de Sicilia, como en el mar Jónico y por las islas griegas; ha­bía hundido o puesto en fuga a muchas galeras berberiscas; había llegado a per­seguirlas hasta las costas africanas y ha­bía bombardeado las ciudades del rey de Argel.
En aquellos momentos navegaba por el Adriático, siguiendo el rastro de una flo­tilla de piratas que ya se había destacado por sus indecibles crueldades a costa de tripulaciones venecianas.
La fragata de Hocquincourt avistó a los berberiscos a la altura de la isla Lun­ga. Cuatro eran los buques enemigos: tres galeras y un navío de alto bordo cap­turado a los ingleses. Aún así, el caba­llero de Hocquincourt no dudó en enta­blar combate.
Comenzó atacando a las galeras. En pocas bordadas se les echó encima y des­de corta distancia descargó toda su arti­llería, que causó grandes estragos; acu­dió entonces el navío pirata a socorrer a las galeras, y esta vez fue el Intrépido quien tuvo que sufrir un intenso cañoneo.
No obstante Hocquincourt decidió in­tentar el abordaje. Logró echar sus gar­fios y aferrar la nave berberisca. Reunió a sus soldados, se abalanzaron todos ha­cia el puente del Infiel y, en ese momen­to, un pistoletazo, disparado desde las ga­vias, derribó a Hocquincourt en cubierta.
Los soldados de Malta, al ver la muer­te de su comandante, vacilaron. Por suer­te allí estaba Tourville. Blandiendo la es­pada, saltó el primero a bordo del navío enemigo. Marineros y soldados le siguie­ron. Fue un combate sangriento. Los ber­beriscos, como sabían que no les esperaba piedad alguna al haberse puesto ellos mismos fuera de las leyes de guerra, opu­sieron feroz defensa. Los cristianos ter­minaron por desembarazarse totalmente de la tripulación enemiga y se apodera­ron del puente y del entrepuente. Unos cuantos piratas se mantenían aún atrin­cherados en el castillo de popa. Tourville dirigió el asalto. Las hachas marineras destrozaron los parapetos y al fin, tras una última resistencia, todos los infieles quedaron exterminados.
El capitán, un argelino formidable que peleaba con gran denuedo, cayó atrave­sado por la espada del caballero de Tour­ville.
La batalla aún no había concluido. Fal­taba liquidar a las galeras, que volvían a la carga. Tourville ordenó que los ca­ñones del Intrépido y los del pirata con­quistado las recibieran con una serie de andanadas. Al disiparse el humo, se vio que dos de las galeras se iban a pique y que la otra huía.
Sólo entonces, los vendedores explo­raron su presa. El navío berberisco esta­ba repleto de toda clase de riquezas ro­badas de las costas y de otros barcos des­pués de una fructífera campaña. Los ma­rineros y los soldados se regocijaron ante semejante botín.
Se hallaba Tourville tomando disposi­ciones para conducir su presa al puerto de Venecia, cuando los artilleros le tra­jeron a una muchacha, de admirable be­lleza, que se había escondido en una de las crujías del navío enemigo.
-¿Quén eres? -preguntó Tourville.
La muchacha le dirigió una mirada orgullosa, como si desafiara al vencedor de diecinueve años, de aspecto tan frá­gil. Sin embargo Tourville repitió con más fuerza:
-He dicho qué quién eres.
La muchacha se dignó contestar.
-Me llamo Leila y soy hija del hom­bre que acabas de matar.
Se expresaba en francés con un leve ceceo, y cuando el caballero le preguntó acerca de esa circunstancia, ella contes­tó que, de niña, una cautiva francesa le había enseñado esa lengua.
Leila no lloraba y, si al verla daba la impresión de hallarse muy abatida, era por el dolor que dejaban traslucir sus rasgos crispados y su sombría mirada.
Conmovido por la belleza de su prisio­nera y por su infortunio, Tourville orde­nó que la trataran con toda consideración sin que nada le faltara. La instaló en el camarote, por desgracia vacío, del difun­to caballero de Hocquincourt y se preo­cupó de ofrecerle todas las comodidades posibles.
Tras haber dispuesto que una dotación de emergencia se encar-gara de la nave capturada, cuyas averías habían sido re­paradas circunstancialmente, Tourville puso rumbo a Venecia. A pesar de los cuidados que le exigía la navegación, la mente de Tourville no podía apartarse de la hermosa cautiva que llevaba a bordo.
Cuando los dos navíos entraron en el puerto de la Serenísima República y echa­ron sus amarras en el muelle de los Es­clavones, Tourville vio que el pueblo ve­neciano se había congregado para acla­marle. La Piazzeta, a la que saltó desde su chalupa, era un hervidero de gente. En los mástiles de la plaza ondeaban el gran estandarte de la República y ade­más, en señal de homenaje al vencedor, el estandarte blanco con la cruz de Mal­ta. El dogo, que era Domenico Contarini, deseó conocer al joven y valeroso caba­llero.
Tourville fue conducido por los deca­nos del Gran Consejo al interior del pa­lacio ducal donde le esperaba el dogo, vestido de púrpura y de armiño, tocado del cuerno de oro, sentado en un trono bajo un dosel de terciopelo carmesi del que colgaban largos cendales de oro. El jefe supremo de la República se alzó e igual hizo al mismo tiempo la asamblea de senadores.
Domenico Contarini empezó por aren­gar al caballero; le alabó por haberse impuesto, con una simple fragata, a tres galeras y a un navío de alto bordo, con­siguiendo apoderarse de este último; le agradeció que hubiera limpiado el mar de aquellos bandidos que no respetaban el honor y la vida de los pacíficos habitan­tes costeros ni de los inofensivos comer­ciantes que se aventuraban por las aguas a causa de sus negocios. Luego, el ancia­no bajó de su trono y cordialmente es­trechó en sus brazos al muchacho felici­tándole por su éxito.
Siguieron días de fiesta. No había fa­milia patricia que no ansiara recibir al héroe del Adriático; asistió a brillan­tes banquetes y en su honor se celebra­ron bailes y conciertos; donna Maria Tie­polo organizó para agasajarle un baile de máscaras.
Sin embargo, todos esos placeres, to­das esas ceremonias no eran obstáculo para que Tourville siguiera acordándose de Leila, su hermosa cautiva. Aún no sa­bía qué decisión tomar con respecto a ella y pasaban por su mente ideas insen­satas. Entretanto, la había instalado en el convento de Santa Maria del Carmine y, cada día, iba a visitarla.
Los dos jóvenes se paseaban juntos en la góndola dorada, cubierta de colgadu­ras de terciopelo rojo, que el dogo había puesto a la disposición del caballero. Vi­sitaban la suntuosa ciudad, sus hermosas iglesias, sus monumentos, pues a Tour­ville le interesaban mucho las manifes­taciones artísticas. Cuando pisaban tie­rra otra vez, la gente se volvía para mi­rar a la pareja tan avenida. No tardaban en reconocer al vencedor de los berberis­cos y resonaban aclamaciones. El joven caballero se sentía instintivamente hala­gado pero, al mismo tiempo, apretaba el paso para huir de las ovaciones, pensan­do en el dolor que pudiera ocasionar a su compañera.
-Dentro de tres días -le dijo a la her­mosa musulmana, aparejaré.
-¿Adónde vas, señor? -le preguntó la muchacha. ¿Seguirás las costas de Dal­macia donde tantos peligros temo que te acechen a causa de las islas propicias para las emboscadas?
Tourville sonrió ante esas muestras de interés:
-No -contestó- he de dirigirme a Malta siguiendo las costas italianas.
Leila hizo dos o tres preguntas más sobre el número de su tripulación y so­bre la nueva artillería del Intrépido, y luego los dos jóvenes se despidieron.
Al día siguiente, cuando Tourville re­gresó al convento de Santa Maria del Carmine, encontró a las monjas trastor­nadas: la muchacha había desapa-recido.
Tourville pensó en seguida que se tra­taba de un secuestro. Hizo su denuncia, los esbirros del Consejo de los Diez re­gistraron la ciudad y él mismo realizó investigaciones, pero no podía retrasarse más, las órdenes eran concretas. El día fijado, embarcó y zarpó hacia el sur.
Durante dos días navegó con vientos contrarios y al tercero, cuando cruzaba el estrecho de Ancona, distinguió a tres grandes fragatas berberiscas que, a sota­vento, se le acercaban. No había posibi­lidad de esquivar el combate, y además tampoco pensaba hacerlo, pero no quería arriesgar su fragata contra tres enemi­gos a la vez, así que fingió cambiar de rumbo.
Le salió bien el ardid pues los piratas se lanzaron en su persecu-ción y, con la maniobra, se distanciaron entre sí. Cuan­do Tourville los vio tan separados que ya no pudieran socorrerse mutuamente con rapidez, volvió a virar el rumbo y cargó su ataque sobre la nave más pró­xima. Ésta se defendió valientemente, pero el caballero ordenó que las baterías arrojasen bombas incendiarias, y el fue­go no tardó en prender a bordo de la nave pirata. Aun así, el Intrépido no había es­capado sin graves daños de su operación. Uno de los mástiles estaba tronchado y el casco avanzaba con dificultad.
La segunda nave berberisca era de me­nor tonelaje y sus cañones de corto al­cance. Tras recibir tres descargas del In­trépido, se encontraba en tan mal estado que tuvo que emprender la huida. Tour­ville se preparaba para un tercer comba­te; esta vez contra el navío de mayor en­vergadura. Las averías que había sufrido le perjudicaban terriblemente y Tourvi­lle notó que su nave caía de babor. Cala­fates y carpinteros, enviados a las senti­nas, regresaron aterrados diciendo que se había. abierto una vía de agua y que la nave presentaba un boquete por deba­jo de la línea de flotación. El segundo de a bordo de Tourville, viejo lobo de mar, que durante veinte años había servido en las naves de la Religión, opinaba que ha­bía que abandonar el barco, echar las lanchas al mar e intentar alcanzar la costa, que no estaba lejos, suponiendo que los berberiscos, que se acercaban a gran velocidad, les dejasen escapar.
Tourville se negó en redondo a seguir ese consejo. Mandó plegar velas y puso la nave al pairo, para demostrar clara­mente que se hallaba sin gobierno.
La maniobra no escapó a los piratas, se oyó un grito de triunfo procedente de la cubierta berberisca. El caballero enton­ces mandó que se distribuyeran rápida­mente las armas de abordaje. Todos, ser­violas, artilleros, marineros, y hasta el ca­pellán, y el cirujano y sus ayudantes, y la misma banda de pífanos y tambores, em­puñaron las hachas y los sables. La nave enemiga se hallaba ya a corta distancia. Tourville aprovechó ese momento para ordenar que todos los cañones le soltaran una andanada. Luego, esperó.
La descarga causó grandes estragos en­tre los piratas, que sin , embargo no se amilanaron; al contrario, prorrumpieron en gritos de venganza y de furor. Las dos naves se abordaron de costado. En el Intrépido, combés y entrepuente apa­recían desiertos, pues todos los hombres se habían reunido en el castillo de popa.
Con salvajes alaridos, los infieles se precipitaron sobre la fragata. Blandían alfanjes, hachas y cuchillos, obsesionados por hacerse con algún botín. A bordo de su barco sólo quedaban muertos y heridos.
No bien hubo saltado el primer pirata a bordo del Intrépido, Tourville gritó una orden. Al instante, desde el alcázar, apro­vechando jarcias, portañolas y barandi­llas, toda la tripulación de la fragata maltesa se lanzó a su vez sobre el puente de la nave berberisca. Sin perder momen­to, los marineros corrieron hacia las ama­rras que, con sus garfios de abordaje, mantenían unidos a los dos barcos y las cortaron.
Los infieles, dueños ya del Intrépido, vieron estupefactos cómo su propia nave, ahora ocupada por la tripulación cristia­na, se distanciaba. Dispararon algunos pistoletazos pero no lograron hacer más: cuando por fin tuvieron cargados los ca­ñones, la otra nave se perdía ya a lo le­jos. Para colmo, descubrieron que se es­taban hundiendo.
Así zozobró el Intrépido con toda su carga de forajidos. Tras contemplar la escena, los soldados de Malta se dispu­sieron a repar-tirse la nueva conquista. Entre tanto, Tourville, que inspeccionaba el barco, entró en uno de los camarotes reservados sin duda alguna para los jefes piratas y descubrió que en el suelo, echa­do sobre un colchón, había alguien. Se acercó y reconoció a Leila.
Se inclinó con cuidado, observó que Leila había sido alcanzada por la última descarga del Intrépido. Perdía sangre en abundancia y apenas podía hablar.
Tourville llamó en seguida al cirujano, que limpió las heridas. No obstante el cirujano le lanzó una mirada significati­cativa: no había esperanzas de salvación. Leila advirtió esa mirada, cogió la mano del caballero y su rostro adquirió una ex­presión muy distinta de la que siempre había mostrado. Entonces se lo confesó todo. Se había escapado del convento, ha­bía llegado a un lugar desde el que sabía que podía ponerse en contacto con los pi­ratas. Había sido ella quien les había in­dicado la ruta que seguiría la fragata cristiana. Ahora sin embargo comprendía amargamente qué injusta había sido.
Tourville lloraba. Cogió una taza que había traído para refrescar un poco los labios febriles de la moribunda y le de­rramó algunas gotas en la cabeza:
-En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...
La hermosa sarracena volvió a abrir los ojos, con cara serena y gozosa, y lue­go los cerró para siempre. Había muerto.
Al caer la noche, subieron el cadáver a cubierta. Iba envuelto en preciosos velos de seda que antes adornaran su lecho. El capellán pronunció las plegarias de ritual y, suavemente, el cuerpo se deslizó hacia el fondo del mar con una bala de cañón atada a sus delgados tobillos.
El caballero de Tourville llegó a Malta donde el Gran Maestre le felicitó por sus éxitos. No había cumplido aún los vein­te años.

0.139. Anonimo (malta)

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