Tras la victoria de Lepanto (1571) sobre los turcos se puede decir
que el Mediterráneo central pasa a ser un lago cristiano, infestado empero de
los piratas turcos y berberiscos. Y así como Venecia se convierte en el
principal centro de comercio europeo con Oriente, los caballeros de la Orden de Malta fundan en
esta isla un inexpugnable bastión en su lucha contra la piratería.
Cuando Anne Hilarion
Cotentin de Tourville, caballero de Malta, de quince años de edad, se presentó,
en 1657, al caballero de Hocquincourt, comandante de un navío de la Religión , para rogarle,
bajo la recomendación del duque de la Rochefoucault , que le tomara a bordo, deseoso de
luchar contra los berberiscos, el gentilhombre se encogió de hombros.
Observó la tez blanca,
los ojos azules, la cabellera rubia y ensortijada, los rasgos finos, el cuerpo
delicado y esbelto del joven caballero y le dijo:
-Eres demasiado frágil
para soportar un oficio tan penoso como el de corsario de Levante.
No obstante, tanto
insistió el muchacho que Hocquincourt acabó por incluirlo en su fragata, el Intrépido, armada de treinta y seis
cañones y experta en perseguir piratas.
¡Qué gente más terrible
eran esos piratas! Ni los navíos y galeras de la orden de Malta, ni las
galeazas de la república de Venecia, ni las naves del rey de Francia lograban
someterlos. Por su culpa, las orillas del Mediterráneo se hallaban totalmente
arruinadas. Devasta-ban las costas del Adriático y el más insignificante
trayecto marítimo se había vuelto peligroso con su presencia. Al ponerse el
sol desembarcaban súbitamente en cualquier bahía; corrían hacia las aldeas más
cercanas, lo quemaban y saqueaban todo, se llevaban en cautiverio a hombres y
mujeres cuando navegaban, asaltaban los buques mercantes y reducían a esclavitud
a la tripulación y a los pasajeros. Ni siquiera temían atacar pequeñas naves
de guerra e insultaban a todos los pabellones de la cristiandad. Miles de prisioneros
cristianos gemían en sus mazmorras o trabajaban bajo un tórrido sol obligados
a las más arduas tareas.
-No se equivocaba
Hocquincourt al decirle al joven Tourville que el oficio de corsario de
Levante era duro ; había muchos huesos que roer, y sin embargo pronto demostró
Tourville que junto a los viejos marinos de Malta era digno de enfrentarse a
enemigos temibles.
El Intrépido llevaba ya tres años realizando buenas operaciones,
tanto en las costas de Cerdeña o de Sicilia, como en el mar Jónico y por las
islas griegas; había hundido o puesto en fuga a muchas galeras berberiscas;
había llegado a perseguirlas hasta las costas africanas y había bombardeado las
ciudades del rey de Argel.
En aquellos momentos
navegaba por el Adriático, siguiendo el rastro de una flotilla de piratas que
ya se había destacado por sus indecibles crueldades a costa de tripulaciones
venecianas.
La fragata de
Hocquincourt avistó a los berberiscos a la altura de la isla Lunga. Cuatro
eran los buques enemigos: tres galeras y un navío de alto bordo capturado a
los ingleses. Aún así, el caballero de Hocquincourt no dudó en entablar
combate.
Comenzó atacando a las
galeras. En pocas bordadas se les echó encima y desde corta distancia descargó
toda su artillería, que causó grandes estragos; acudió entonces el navío
pirata a socorrer a las galeras, y esta vez fue el Intrépido quien tuvo que sufrir un intenso cañoneo.
No obstante Hocquincourt
decidió intentar el abordaje. Logró echar sus garfios y aferrar la nave
berberisca. Reunió a sus soldados, se abalanzaron todos hacia el puente del Infiel y, en ese momento, un
pistoletazo, disparado desde las gavias, derribó a Hocquincourt en cubierta.
Los soldados de Malta, al
ver la muerte de su comandante, vacilaron. Por suerte allí estaba Tourville.
Blandiendo la espada, saltó el primero a bordo del navío enemigo. Marineros y
soldados le siguieron. Fue un combate sangriento. Los berberiscos, como
sabían que no les esperaba piedad alguna al haberse puesto ellos mismos fuera
de las leyes de guerra, opusieron feroz defensa. Los cristianos terminaron
por desembarazarse totalmente de la tripulación enemiga y se apoderaron del
puente y del entrepuente. Unos cuantos piratas se mantenían aún atrincherados
en el castillo de popa. Tourville dirigió el asalto. Las hachas marineras
destrozaron los parapetos y al fin, tras una última resistencia, todos los
infieles quedaron exterminados.
El capitán, un argelino
formidable que peleaba con gran denuedo, cayó atravesado por la espada del
caballero de Tourville.
La batalla aún no había
concluido. Faltaba liquidar a las galeras, que volvían a la carga. Tourville
ordenó que los cañones del Intrépido
y los del pirata conquistado las recibieran con una serie de andanadas. Al
disiparse el humo, se vio que dos de las galeras se iban a pique y que la otra
huía.
Sólo entonces, los
vendedores exploraron su presa. El navío berberisco estaba repleto de toda
clase de riquezas robadas de las costas y de otros barcos después de una
fructífera campaña. Los marineros y los soldados se regocijaron ante semejante
botín.
Se hallaba Tourville
tomando disposiciones para conducir su presa al puerto de Venecia, cuando los
artilleros le trajeron a una muchacha, de admirable belleza, que se había
escondido en una de las crujías del navío enemigo.
-¿Quén eres? -preguntó
Tourville.
La muchacha le dirigió
una mirada orgullosa, como si desafiara al vencedor de diecinueve años, de
aspecto tan frágil. Sin embargo Tourville repitió con más fuerza:
-He dicho qué quién eres.
La muchacha se dignó
contestar.
-Me llamo Leila y soy
hija del hombre que acabas de matar.
Se expresaba en francés
con un leve ceceo, y cuando el caballero le preguntó acerca de esa
circunstancia, ella contestó que, de niña, una cautiva francesa le había
enseñado esa lengua.
Leila no lloraba y, si al
verla daba la impresión de hallarse muy abatida, era por el dolor que dejaban
traslucir sus rasgos crispados y su sombría mirada.
Conmovido por la belleza
de su prisionera y por su infortunio, Tourville ordenó que la trataran con
toda consideración sin que nada le faltara. La instaló en el camarote, por
desgracia vacío, del difunto caballero de Hocquincourt y se preocupó de
ofrecerle todas las comodidades posibles.
Tras haber dispuesto que
una dotación de emergencia se encar-gara de la nave capturada, cuyas averías
habían sido reparadas circunstancialmente, Tourville puso rumbo a Venecia. A
pesar de los cuidados que le exigía la navegación, la mente de Tourville no
podía apartarse de la hermosa cautiva que llevaba a bordo.
Cuando los dos navíos
entraron en el puerto de la Serenísima República y echaron sus amarras en el
muelle de los Esclavones, Tourville vio que el pueblo veneciano se había
congregado para aclamarle. La
Piazzeta , a la que saltó desde su chalupa, era un hervidero
de gente. En los mástiles de la plaza ondeaban el gran estandarte de la República y además, en
señal de homenaje al vencedor, el estandarte blanco con la cruz de Malta. El
dogo, que era Domenico Contarini, deseó conocer al joven y valeroso caballero.
Tourville fue conducido
por los decanos del Gran Consejo al interior del palacio ducal donde le
esperaba el dogo, vestido de púrpura y de armiño, tocado del cuerno de oro,
sentado en un trono bajo un dosel de terciopelo carmesi del que colgaban largos
cendales de oro. El jefe supremo de la República se alzó e igual hizo al mismo tiempo la
asamblea de senadores.
Domenico Contarini empezó
por arengar al caballero; le alabó por haberse impuesto, con una simple
fragata, a tres galeras y a un navío de alto bordo, consiguiendo apoderarse de
este último; le agradeció que hubiera limpiado el mar de aquellos bandidos que
no respetaban el honor y la vida de los pacíficos habitantes costeros ni de
los inofensivos comerciantes que se aventuraban por las aguas a causa de sus
negocios. Luego, el anciano bajó de su trono y cordialmente estrechó en sus
brazos al muchacho felicitándole por su éxito.
Siguieron días de fiesta.
No había familia patricia que no ansiara recibir al héroe del Adriático; asistió
a brillantes banquetes y en su honor se celebraron bailes y conciertos; donna
Maria Tiepolo organizó para agasajarle un baile de máscaras.
Sin embargo, todos esos
placeres, todas esas ceremonias no eran obstáculo para que Tourville siguiera
acordándose de Leila, su hermosa cautiva. Aún no sabía qué decisión tomar con
respecto a ella y pasaban por su mente ideas insensatas. Entretanto, la había
instalado en el convento de Santa Maria del Carmine y, cada día, iba a
visitarla.
Los dos jóvenes se paseaban
juntos en la góndola dorada, cubierta de colgaduras de terciopelo rojo, que el
dogo había puesto a la disposición del caballero. Visitaban la suntuosa
ciudad, sus hermosas iglesias, sus monumentos, pues a Tourville le interesaban
mucho las manifestaciones artísticas. Cuando pisaban tierra otra vez, la
gente se volvía para mirar a la pareja tan avenida. No tardaban en reconocer
al vencedor de los berberiscos y resonaban aclamaciones. El joven caballero se
sentía instintivamente halagado pero, al mismo tiempo, apretaba el paso para
huir de las ovaciones, pensando en el dolor que pudiera ocasionar a su
compañera.
-Dentro de tres días -le
dijo a la hermosa musulmana, aparejaré.
-¿Adónde vas, señor? -le
preguntó la muchacha. ¿Seguirás las costas de Dalmacia donde tantos peligros
temo que te acechen a causa de las islas propicias para las emboscadas?
Tourville sonrió ante
esas muestras de interés:
-No -contestó- he de
dirigirme a Malta siguiendo las costas italianas.
Leila hizo dos o tres
preguntas más sobre el número de su tripulación y sobre la nueva artillería
del Intrépido, y luego los dos
jóvenes se despidieron.
Al día siguiente, cuando
Tourville regresó al convento de Santa Maria del Carmine, encontró a las
monjas trastornadas: la muchacha había desapa-recido.
Tourville pensó en
seguida que se trataba de un secuestro. Hizo su denuncia, los esbirros del
Consejo de los Diez registraron la ciudad y él mismo realizó investigaciones,
pero no podía retrasarse más, las órdenes eran concretas. El día fijado,
embarcó y zarpó hacia el sur.
Durante dos días navegó
con vientos contrarios y al tercero, cuando cruzaba el estrecho de Ancona,
distinguió a tres grandes fragatas berberiscas que, a sotavento, se le
acercaban. No había posibilidad de esquivar el combate, y además tampoco
pensaba hacerlo, pero no quería arriesgar su fragata contra tres enemigos a la
vez, así que fingió cambiar de rumbo.
Le salió bien el ardid
pues los piratas se lanzaron en su persecu-ción y, con la maniobra, se
distanciaron entre sí. Cuando Tourville los vio tan separados que ya no
pudieran socorrerse mutuamente con rapidez, volvió a virar el rumbo y cargó su
ataque sobre la nave más próxima. Ésta se defendió valientemente, pero el
caballero ordenó que las baterías arrojasen bombas incendiarias, y el fuego no
tardó en prender a bordo de la nave pirata. Aun así, el Intrépido no había escapado sin graves daños de su operación. Uno
de los mástiles estaba tronchado y el casco avanzaba con dificultad.
La segunda nave berberisca
era de menor tonelaje y sus cañones de corto alcance. Tras recibir tres
descargas del Intrépido, se
encontraba en tan mal estado que tuvo que emprender la huida. Tourville se preparaba
para un tercer combate; esta vez contra el navío de mayor envergadura. Las
averías que había sufrido le perjudicaban terriblemente y Tourville notó que
su nave caía de babor. Calafates y carpinteros, enviados a las sentinas,
regresaron aterrados diciendo que se había. abierto una vía de agua y que la
nave presentaba un boquete por debajo de la línea de flotación. El segundo de
a bordo de Tourville, viejo lobo de mar, que durante veinte años había servido
en las naves de la Religión ,
opinaba que había que abandonar el barco, echar las lanchas al mar e intentar
alcanzar la costa, que no estaba lejos, suponiendo que los berberiscos, que se
acercaban a gran velocidad, les dejasen escapar.
Tourville se negó en
redondo a seguir ese consejo. Mandó plegar velas y puso la nave al pairo, para
demostrar claramente que se hallaba sin gobierno.
La maniobra no escapó a
los piratas, se oyó un grito de triunfo procedente de la cubierta berberisca.
El caballero entonces mandó que se distribuyeran rápidamente las armas de
abordaje. Todos, serviolas, artilleros, marineros, y hasta el capellán, y el
cirujano y sus ayudantes, y la misma banda de pífanos y tambores, empuñaron
las hachas y los sables. La nave enemiga se hallaba ya a corta distancia.
Tourville aprovechó ese momento para ordenar que todos los cañones le soltaran
una andanada. Luego, esperó.
La descarga causó grandes
estragos entre los piratas, que sin , embargo no se amilanaron; al contrario,
prorrumpieron en gritos de venganza y de furor. Las dos naves se abordaron de
costado. En el Intrépido, combés y
entrepuente aparecían desiertos, pues todos los hombres se habían reunido en
el castillo de popa.
Con salvajes alaridos,
los infieles se precipitaron sobre la fragata. Blandían alfanjes, hachas y
cuchillos, obsesionados por hacerse con algún botín. A bordo de su barco sólo
quedaban muertos y heridos.
No bien hubo saltado el
primer pirata a bordo del Intrépido,
Tourville gritó una orden. Al instante, desde el alcázar, aprovechando
jarcias, portañolas y barandillas, toda la tripulación de la fragata maltesa
se lanzó a su vez sobre el puente de la nave berberisca. Sin perder momento,
los marineros corrieron hacia las amarras que, con sus garfios de abordaje,
mantenían unidos a los dos barcos y las cortaron.
Los infieles, dueños ya
del Intrépido, vieron estupefactos
cómo su propia nave, ahora ocupada por la tripulación cristiana, se distanciaba.
Dispararon algunos pistoletazos pero no lograron hacer más: cuando por fin
tuvieron cargados los cañones, la otra nave se perdía ya a lo lejos. Para
colmo, descubrieron que se estaban hundiendo.
Así zozobró el Intrépido con toda su carga de
forajidos. Tras contemplar la escena, los soldados de Malta se dispusieron a
repar-tirse la nueva conquista. Entre tanto, Tourville, que inspeccionaba el
barco, entró en uno de los camarotes reservados sin duda alguna para los jefes
piratas y descubrió que en el suelo, echado sobre un colchón, había alguien.
Se acercó y reconoció a Leila.
Se inclinó con cuidado,
observó que Leila había sido alcanzada por la última descarga del Intrépido. Perdía sangre en abundancia y
apenas podía hablar.
Tourville llamó en
seguida al cirujano, que limpió las heridas. No obstante el cirujano le lanzó una
mirada significaticativa: no había esperanzas de salvación. Leila advirtió esa
mirada, cogió la mano del caballero y su rostro adquirió una expresión muy
distinta de la que siempre había mostrado. Entonces se lo confesó todo. Se
había escapado del convento, había llegado a un lugar desde el que sabía que
podía ponerse en contacto con los piratas. Había sido ella quien les había indicado
la ruta que seguiría la fragata cristiana. Ahora sin embargo comprendía
amargamente qué injusta había sido.
Tourville lloraba. Cogió
una taza que había traído para refrescar un poco los labios febriles de la
moribunda y le derramó algunas gotas en la cabeza:
-En nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo...
La hermosa sarracena
volvió a abrir los ojos, con cara serena y gozosa, y luego los cerró para
siempre. Había muerto.
Al caer la noche,
subieron el cadáver a cubierta. Iba envuelto en preciosos velos de seda que
antes adornaran su lecho. El capellán pronunció las plegarias de ritual y,
suavemente, el cuerpo se deslizó hacia el fondo del mar con una bala de cañón
atada a sus delgados tobillos.
El caballero de Tourville
llegó a Malta donde el Gran Maestre le felicitó por sus éxitos. No había
cumplido aún los veinte años.
0.139. Anonimo (malta)
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