Casas de Millán, en el siglo XVI fue uno de los
pueblos más interesantes de la región. Tenía 1.400 habitantes, más que los que
existen hoy.
Uno de los exponentes de su grandeza era el número de sus
iglesias: la parroquia de San Nicolás, San Ramón, Santa Marina, San Sebastián,
San Juan y el santuario de Tebas.
La riqueza del pueblo era envidiable. "Elaboraba
cordones de seda, tenían un batán, máquinas de cardar e hilar lana y molinos de
harineros".
Entre sus hijos ilustres está el famoso Cardenal
Trejo, que no llegó al Solio Pontificio al ser vetado por el raro privilegio de
que gozaban algunas naciones.
Podía permitirse el lujo de tener trabajando para ella
a los mejores artistas de la región. Allí se guardan aún obras maestras de la
imaginería y la pintura de la época: el colosal retablo parroquial, la Sagrada Familia ,
Santa Marina, el Cristo del Sepulcro y el de la Piedad , el Nazareno y la Dolorosa , San Ramón,
etc...
Este pueblo se ufana aún de tener uno de los términos
más generosos, porque desde las montañas de Marimorena, en la Vía de la Plata , llega hasta la
divisoria misma del Tajo.
Una de las realidades más curiosas es la ermita de su
patrona, la Virgen
de Tebas.
La palabra ermita no nos vale ya que, por sus dimensiones
y por su historia, es más precisa la denominación de santuario.
El lugar es privilegiado. Fueron los romanos los que
se dieron cuenta de su importancia. Sobre un paisaje pintoresco y accidentado
emerge el cerro pizarroso, fortaleza inexpugnable, con la que dominaban el
trayecto que va desde Alconétar a Monfragüe. La fortificación era importante, y
dejaron tarjeta de su identidad en monedas, ladrillos, tejas, muros..., y un
ara esbelta de piadoso recuerdo.
Cuando volvieron a remansarse nuestra cultura y
nuestros hombres, las generaciones posteriores se fijaron también en la
importancia del lugar.
Los visigodos convirtieron en santuario, ahora cristiano,
el antiguo castro de la Roma
pagana. Una cruz visigoda lo atestigua.
Se trata de un raro ejemplar de noventa centímetros de
altura labrado en mármol con la cruz de la victoria. Para encontrar otra
similar hay que trasladarse hasta Oviedo.
¿Cómo se encuentra allí tan notable muestra del arte
visigodo?
No es un misterio. Simplemente es un argumento de su
impor-tancia.
Allí, los nuevos creyentes emularon y colmaron las
creencias de sus antepasados romanos.
Así de sencillo tiene que ser. Aceptemos que la grandeza
pasada no tiene necesariamente que coincidir con la actual. Gracias a que la Historia es justa y hoy
ya se descubren otros testimonios posteriores que corroboran ambas culturas: la
romana y la visigoda.
Pero ahí no termina todo. Faltaba que el Cielo viniera
en apoyo de los creyentes cristianos.
Hacia finales del siglo XV o comienzos del XVI cuidaban
sus ganados algunos pastores de cabras y ovejas. De vez en cuando, sobre todo
en el verano, abandonaban sus animales, que se acurrucaban a las sombras de
las corpulentas encinas que dominaban el contorno. Mientras, ellos bajaban a
beber, a sumergir sus pies calurosos y doloridos en las aguas limpias y puras
de la ribera.
A veces, se atrevían a coger unos higos o algunos racimos
de frutas en los huertos privilegiados de las orillas.
Tenían que escapar de las miradas de los "maquileros"
que pasaban a llevar sus costales de grano a los molinos cercanos.
Un delicado zagal, todavía niño, era menos atrevido
que sus compañeros. Era cobarde, y lo asustaban las tormentas frecuentes y
temerosas del lugar. Cuando zumbaban los truenos, en el chozo o a ras del
cielo, sus labios dejaban escapar el avemaría.
El chiquillo inocente recibía los mendrugos de pan de
un dueño usurero, que le obligaba a compartirlos con su perro escuálido.
Todos se extrañaban de que pudiera vivir feliz, contento
y, a la vez, robusto y brioso en aquellas soledades. A muy pocos descorría el
misterio de sus intimidades. De vez en cuando, muchos días, una señora y un
niño le regalaban frutos como los de las huertas cercanas. No sabía quién era.
Era, sí, una mujer muy buena, y el niño muy hermoso. El chiquillo sólo sentía
las despedidas:
-"¿Ya te vas, señora, ya te vas?"
Un día, el pastorcito se puso "malo".
Los demás pastores se extrañaron de la rapidez de
aquella enfermedad. En el delirio de la fiebre miraron al zagal y oyeron unas
palabras:
-"¿Te vas, señora, te vas?"
Y alguien parece que escuchó también estas otras:
-"Y tú conmigo."
El niño murió.
Y poco después, sobre los muros visigodos, se levantó
una ermita y se colocó una imagen, tallada, conforme a las confidencias que el
pastor inocente había hecho.
Nadie duda hoy que aquella mujer era la Virgen.
Esta historia la he oído contar miles de veces.
No hay nadie en Casas de Millán que no la haga suya.
Aún recuerdo aquellas idas y venidas, entre jaras y encinares, jinetes sobre
todo tipo de cabalgaduras, romeros de la Virgen de Tebas.
Dos veces al año íbamos a la ermita: en febrero, para
San Blas; en mayo, para la
Virgen.
Aún me parece escuchar a los mozos llevando a las imágenes
sobre sus hombros, contentos, porque San Blas era uno de los suyos:
"San
Blasiño, San Blasiño,
bien te lo
decía yo:
el juntarte
con nosotros
iba a ser
tu perdición".
Contrastaban estas actitudes con las de aquellos otros
que recorrían la legua de distancia a pie, descalzos, rezando y, al llegar,
sin darle más importancia, limpiaban sus lágrimas de los ojos, la sangre de sus
pies y todavía les sobraban fuerzas en sus labios:
"Virgen
Santa de Tebas,
Madre
adorada.
No olvides
a tu hijo
que tanto
te ama".
Esta es parte de la historia y de la leyenda de un pueblo,
que yo también lo llamo mío.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
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