Hace tantos años que no se pueden contar, vivían en un
arroyito de Vietnam unos peces muy pequeños. No tenían enemigos: en el arroyo
no había agua suficiente para que lo habitaran peces más grandes que ellos. Los
padres trabajaban y los pececitos iban a la escuela. Todas las
noches se reunían para celebrar con bailes y canciones su vida tranquila y
feliz.
En la escuela a los pececitos varones les enseñaban a
conseguir comida. También aprendían a cuidar el paso entre el arroyito y el
gran río para que no entraran peces grandes ni se escaparan los pequeñitos.
A las pececitos niñas les enseñaban a proteger los
huevos que pondrían cuando fueran grandes en el fondo fangoso. Era importante
saber ocultarlos y defenderlos de las ranas y las serpientes.
Pero lo más importante era recordar por qué no tenían
que entrar nunca, pero nunca jamás al gran río.
-En el río hay peces enormes, listos para comernos
-explicaba el maestro. El agua es sucia y oscura, la corriente es demasiado
rápida. Y lo más peligroso de todo son las compuertas de los canales de riego.
Los seres humanos usan el agua del río para inundar los campos de arroz.
Lo que aprendían de niños, los peces no lo olvidaban
jamás. Y así hubieran seguido viviendo tranquilos generación tras generación,
si no hubiera sido por el travieso Chad.
Chad... vosotros sabéis cómo era, u os lo podéis
imaginar. Uno de esos pececitos que no respetan nada. Siempre faltando a la
escuela, molestando cuando estaba en clase, gastando bromas pesadas. Y sobre
todo, siempre rodeado de amigos que lo seguían y festejaban sus tonterías.
-Yo no me creo lo que nos cuenta el maestro. ¿Acaso él
estuvo alguna vez en el gran río? Son esas mentiras que los viejos cobardes se
repiten unos a otros porque nadie tiene el valor de comprobarlas personalmente.
¿Quién se atreve a venir conmigo al gran río?
Atardecía ya cuando un gran grupo de pececitos se
lanzó detrás de Chad hacia lo que parecía una aventura emocionante y divertida.
No tuvieron problemas en engañar a los guardias, que estaban preparados para
encontrar a los pequeños perdidos, pero no para descubrir peces rebeldes que
querían ocultarse. ¿A quién se le iba a ocurrir que alguien iba a entrar al
gran río por propia voluntad?
Al principio fue divertidísimo dejarse llevar por la
corriente a toda velocidad... hasta que intentaron detenerse. Entonces se
dieron cuenta de que estaban siendo arrastrados sin control. En el agua fangosa
era difícil verse unos a otros. Muchos de los más pequeños se habían alejado de
la orilla y un pez enorme se los tragó de un bocado.
Chad encontró un hueco en la orilla donde consiguió
esconderse y desde allí llamó a los demás. Ya era de noche y no se veía nada,
pero cada uno dijo su nombre y así supieron que faltaba la mitad de los
aventureros.
-Pasaremos la noche aquí -dijo Chad. Y por la mañana
os llevaré de vuelta a nuestro arroyo.
Pero lo que Chad no sabía era que su escondrijo era,
precisamente, la puerta de un canal de riego. De madrugada los despertó un
ruido enorme y extraño. Antes de que pudieran recobrarse del susto, el agua los
arrastró, y de golpe se encontraron en medio de un campo de arroz. Parte del
agua sería absorbida por la tierra, y el Sol haría evaporar el resto. Les
esperaba una muerte lenta y horrible.
Chad y sus alegres bromistas, llorando, se inclinaron
y comenzaron a rezar. Nadie esperaba lo que sucedió entonces. Un enorme pez
blanco, muy brillante, apareció ante ellos.
-Por vuestra mala conducta, se os ha castigado -dijo
el gran pez. Por vuestra corta edad, seréis perdonados. No moriréis, pero tampoco
seguiréis siendo peces como los demás. Vosotros y vuestros descendientes
viviréis para siempre en los campos de arroz.
Así fue y así es. Todavía hoy viven en los campos de
arroz de Vietnam unos peces muy pequeños, con aletas que son casi patas y les
sirven para caminar en el barro. Cuando el campo está empezan-do a secarse, los
peces avanzan hasta los pequeños diques que separan un campo del otro, y trepan
buscando alguno que esté recién inundado. Al terminar la época del año en que
los campesinos inundan los campos para que crezca el arroz, los peces que
caminan se entierran en el barro y así sobreviven mientras esperan que vuelva
el agua.
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