Al igual
que el conjunto de saltos que forman las Cataratas del Iguazú, la Garganta del Diablo, el
más imponente de ellos, posee sus propias leyendas, entre las cuales figura la
que veremos a continuación, recogida por un viajante de comercio en el Paraje
Puerto Bertoni, sobre la margen argentina del río Iguazú.
Según una leyenda de los apyteré, Angá era una joven y hermosa doncella núbil, hija de un
poderoso cacique, a quien le agradaba nadar, junto a otras muchachas de la
tribu, en los tranquilos pozones dejados por el Iguazú al retirarse después de
una creciente. Por eso, en los tórridos mediodías estivales, cuando el sol caía
como plomo fundido sobre la sufrida selva misionera, se quitaban las tipoy-yeguá y retozaban en la corriente,
hasta bien entrada la tarde, protegidas (o al menos, así lo creían ellas) por
las tupidas lianas y enredaderas.
Pero sucedió que un día, al emprender el regreso a la
tribu, Angá encontró en un recodo del camino a un pequeño guasú-birá, casi agonizante a causa de una profunda herida en un
costado, producto, sin duda, de la lanza de algún cazador desaprensivo. La
joven, sin dudarlo un instante, tomó en sus brazos el cuerpo sangrante y corrió
presurosa a la choza del avaré, quien
le proporcionó algunos ungüentos y pócimas, que la niña aplicó pacientemente
al animal. Algunos días después, ya restablecido totalmente, Angá llevó al
pequeño guasú-birá de regreso a la orilla del río y, acariciándolo
tiernamente, lo dejó nuevamente en libertad, recomenzando una vez más sus
acostumbrados baños con sus amigas.
Pero, según narra la leyenda, aquel corzo no era un
simple animal, sino una de las formas que suele adoptar el Y-yaryic, el duende travieso que acostumbra frecuentar los ríos y
los arroyos en los cálidos mediodías misioneros. Es que el Y yaryic es el
sirviente de Tupá encargado de cuidar los cauces, elevar los niveles de los
ríos para irrigar la selva y luego hacerlos retornar a su altura normal. Y
también se dice que aquellas caricias que Angá le diera lo hicieron enamorarse
perdidamente de la muchacha.
Y así sucedió que, desde ese instante, cada vez que la
joven se dirigía al río, Y yaryic se transformaba en un encendido flamenco
rojo y solía pasarse horas enteras contemplando extasiado la exótica desnudez
de Angá, mientras ella lo observaba con la mirada inocente de la niña que aún
era en su interior, a pesar de su madura y pletórica belleza femenina.
Hasta que un día de primavera en que Y yaryic, en su
apariencia de flamenco, contemplaba extasiado y loco de amor el cimbreante
cuerpo de Angá, ya no pudo contener su pasión y decidió raptarla, para lo cual
hechizó un grupo de flamencos, similares a él mismo, con los que arrebató a la
joven de en medio de sus compañeras y luego, junto con ellos, se perdió río
arriba, entre un alborotado batir de alas.
Pero lo que no previó el desdichado duende enamorado
era que el peso de Angá sería demasiado para las alas de sus servidores, y
desesperado vio cómo el frágil cuerpecito de la niña-mujer caía desde lo alto,
para precipitarse en medio del pavoroso fragor de las aguas de la Garganta del Diablo, pereciendo
inmediatamente, destrozada por las impiadosas rocas del fondo de la cañada. Y
así Angá se convirtió, al morir, en un diminuto pájaro, blanco como la espuma
de la catarata, que en el norte argentino se conoce como "virgencita
blanca" o, simplemente, "la virgencita", cuyo triste canto
resuena en los mediodías misioneros, recordando a la joven princesa que murió
sin conocer las mieles del amor.
Las demás muchachas que nadaban más abajo no tuvieron
valor para regresar a la tribu sin Angá, temerosas de la ira del cacique y sus
hijos, para quien la muchacha era la niña de sus ojos. Entonces Tupá,
apiadándose de ellas, las transformó en biguás,
esas aves negras de largo cuello en forma de ese y aspecto triste que suelen
verse paradas sobre los troncos y las rocas de los ríos litoraleños.
Y cuentan que, desde entonces, Y yaryic ya nunca más
adoptó su forma de flamenco, sino que Tupá lo convirtió en un gran pájaro
negro, de canto similar a un gemido, que siempre puede verse volando sobre las
copas de los árboles que bordean la
Garganta del Diablo, aleteando pausadamente entre la fina
neblina que provoca el salto, o parado, solitario, sobre las rocas que, como
agudos dientes gigantescos, sobresalen de las serenas aguas del cauce
inferior.
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