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lunes, 4 de noviembre de 2013

El y-yaryic de la garganta del diablo

Al igual que el conjunto de saltos que forman las Cataratas del Iguazú, la Garganta del Diablo, el más imponente de ellos, posee sus propias leyendas, entre las cuales figura la que veremos a continuación, recogida por un viajante de comercio en el Paraje Puerto Bertoni, sobre la margen argentina del río Iguazú.

Según una leyenda de los apyteré, Angá era una joven y hermosa doncella núbil, hija de un poderoso cacique, a quien le agradaba nadar, junto a otras muchachas de la tribu, en los tranquilos pozones dejados por el Iguazú al retirarse después de una creciente. Por eso, en los tórridos mediodías estivales, cuando el sol caía como plomo fundido sobre la sufrida sel­va misionera, se quitaban las tipoy-yeguá y retozaban en la corriente, hasta bien entrada la tarde, protegidas (o al menos, así lo creían ellas) por las tupidas lianas y enredaderas.
Pero sucedió que un día, al emprender el regreso a la tri­bu, Angá encontró en un recodo del camino a un pequeño guasú-birá, casi agonizante a causa de una profunda herida en un costado, producto, sin duda, de la lanza de algún caza­dor desaprensivo. La joven, sin dudarlo un instante, tomó en sus brazos el cuerpo sangrante y corrió presurosa a la choza del avaré, quien le proporcionó algunos ungüentos y póci­mas, que la niña aplicó pacientemente al animal. Algunos días después, ya restablecido totalmente, Angá llevó al peque­ño guasú-birá de regreso a la orilla del río y, acariciándolo tiernamente, lo dejó nuevamente en libertad, recomenzando una vez más sus acostumbrados baños con sus amigas.
Pero, según narra la leyenda, aquel corzo no era un simple animal, sino una de las formas que suele adoptar el Y-yaryic, el duende travieso que acostumbra frecuentar los ríos y los arroyos en los cálidos mediodías misioneros. Es que el Y yar­yic es el sirviente de Tupá encargado de cuidar los cauces, elevar los niveles de los ríos para irrigar la selva y luego ha­cerlos retornar a su altura normal. Y también se dice que aquellas caricias que Angá le diera lo hicieron enamorarse perdidamente de la muchacha.
Y así sucedió que, desde ese instante, cada vez que la jo­ven se dirigía al río, Y yaryic se transformaba en un encendi­do flamenco rojo y solía pasarse horas enteras contemplando extasiado la exótica desnudez de Angá, mientras ella lo ob­servaba con la mirada inocente de la niña que aún era en su interior, a pesar de su madura y pletórica belleza femenina.
Hasta que un día de primavera en que Y yaryic, en su apa­riencia de flamenco, contemplaba extasiado y loco de amor el cimbreante cuerpo de Angá, ya no pudo contener su pasión y decidió raptarla, para lo cual hechizó un grupo de flamen­cos, similares a él mismo, con los que arrebató a la joven de en medio de sus compañeras y luego, junto con ellos, se per­dió río arriba, entre un alborotado batir de alas.
Pero lo que no previó el desdichado duende enamorado era que el peso de Angá sería demasiado para las alas de sus servidores, y desesperado vio cómo el frágil cuerpecito de la niña-mujer caía desde lo alto, para precipitarse en medio del pavoroso fragor de las aguas de la Garganta del Diablo, pere­ciendo inmediatamente, destrozada por las impiadosas rocas del fondo de la cañada. Y así Angá se convirtió, al morir, en un diminuto pájaro, blanco como la espuma de la catarata, que en el norte argentino se conoce como "virgencita blanca" o, simplemente, "la virgencita", cuyo triste canto resuena en los mediodías misioneros, recordando a la joven princesa que murió sin conocer las mieles del amor.
Las demás muchachas que nadaban más abajo no tuvie­ron valor para regresar a la tribu sin Angá, temerosas de la ira del cacique y sus hijos, para quien la muchacha era la ni­ña de sus ojos. Entonces Tupá, apiadándose de ellas, las transformó en biguás, esas aves negras de largo cuello en for­ma de ese y aspecto triste que suelen verse paradas sobre los troncos y las rocas de los ríos litoraleños.
Y cuentan que, desde entonces, Y yaryic ya nunca más adoptó su forma de flamenco, sino que Tupá lo convirtió en un gran pájaro negro, de canto similar a un gemido, que siempre puede verse volando sobre las copas de los árboles que bordean la Garganta del Diablo, aleteando pausadamen­te entre la fina neblina que provoca el salto, o parado, solita­rio, sobre las rocas que, como agudos dientes gigantescos, so­bresalen de las serenas aguas del cauce inferior.

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