Ore apa tenkiterunoto nemeti keeya. Ore ele
loongukuurmi naa keitayiolo iyiool ajo kai apa ekununye erikeeya pee ewuo
enkop.
En los
primeros tiempos de la Tierra, Natero Kop vivía con los suyos en un poblado masai
llamado Enkang. Sus viviendas estaban hechas con ramas cubiertas de barro con
bosta de vaca y ceniza y protegidas por barreras de espinos. En aquel tiempo,
el Sol brillaba siempre y la Luna no se veía. Estaba escondida detrás del Sol.
En aquel
poblado vivía un anciano que llevaba por nombre Olesikari. Este hombre tenía
dos mujeres y cada una de ellas le había dado un hijo. Natero Kop le dijo al
patriarca Leeyo que Enkai le había dado el siguiente mandato: si moría un niño
de la tribu, tenía que llevar su cuerpo lejos, a la sabana, diciendo: «Hombre,
muere y vuelve a nosotros. Luna, muere y no vuelvas jamás».
Uno de
los niños estaba muy enfermo desde su nacimiento y se puso muy grave.
Olesikari
fue a ver a Leeyo y le pidió consejo. Leeyo le comunicó el mandato de Natero
Kop.
Olesikari
volvió a su casa y se encontró con Notatimi, su primera esposa. Aunque no era
suyo el niño enfermo, ella lo cuidaba.
Él le
comunicó el mandato de Leeyo y le pidió que, si el niño moría, lo cumpliera.
Cuando
el niño murió, en el momento de depositar el cuerpo en medio de la sabana,
Notatimi pensó: «Al fin y al cabo, el niño ya está muerto así que voy a decir
lo contrario del mandato, a ver qué pasa».
Notatimi
pronunció las siguientes palabras: «Hombre, muere y no vuelve nunca. Luna,
muere y vuelve con nosotros», y regresó a su casa.
Entonces
el cielo se tiñó de los colores del fuego, lanzando destellos dorados sobre las
acacias y sobre toda la sabana. Después se fue oscureciendo lentamente, hasta
que se hizo negro, y las tinieblas se adueñaron de la, sabana.
Era la
noche. La primera noche de la Tierra...
Todo el
mundo tenía miedo y los la animales no se atrevían a moverse.
Notatimi
comprendió que la cólera de Enkai había caído sobre ella como castigo por su desobediencia.
Después apareció en el cielo una bola blanca que desprendía un débil resplandor
sobre la sabana. Nadie se atrevía a mirarla, temiendo perder la vida. Aquella
noche, la primera noche en la Tierra, nadie durmió.
Por fin,
poco a poco, la luz regresó y con ella el alba. Los gallos fueron los primeros
en manifestar su alegría. Después, todas y cada una de las criaturas dejaron de
tener miedo y volvieron a sus ocupaciones de siempre. Volvió a caer la noche, y
regresó la Luna, y todo el mundo se fue acostumbrando a su opalescente luz.
Notatimi
no había dormido aquella noche: había estado rezando para que el niño volviese,
renaciendo, al mundo de los vivos. Pero el niño no regresó. Y cuando Olesikari
comprendió que había perdido a su hijo para siempre, le preguntó a su mujer qué
era lo que había dicho.
Ella se
lo contó y Olesikari la echó de la choza y le dijo que se construyera su propio
hogar al otro extremo del poblado. Por esta razón, desde hace mucho y hasta
nuestros días, las esposas de un masai no viven bajo un mismo techo.
Algún
tiempo después, el hijo menor de Leeyo murió. Él, al depositar su cuerpo en la
sabana, siguió el mandato de Natero Kop. Dijo: «Hombre, muere y vuelve a nosotros.
Luna, muere y no vuelve jamás».
Pero no
sucedió nada. El pequeño no regresó.
Entonces,
transido de dolor, Leeyo decidió ir a ver al Dios Enkai. Emprendió la marcha y
caminó largo tiempo hacia la montaña sagrada. Acometió la ardua escalada.
Cuando llegó a la cima, imploró a Enkai:
-Todopoderoso
Enkai: devuélvele la vida a mi hijo y te prometo que cuidaré de que ningún
miembro de mi comunidad te desobedezca jamás.
-No
puedo hacer tal cosa, Leeyo -respondió Enkai.
-Pero tú
tienes el poder de hacerlo, Enkai. Te suplico piedad.
-Es
inútil que me supliques -replicó Enkai- pues, al no seguir mi mandato, tú lo
estropeaste todo con el primer niño, actuando a tu manera. Ese niño era uno de
los nuestros. Os di a los hombres el poder de disponer de una bendición divina
y, en la primera ocasión que se os presentó, actuasteis en contra. Ahora es
demasiado tarde y nadie puede ya regresar a la vida. El hombre que muera, no
volverá y la Luna, aunque muera, volverá siempre. Ahora baja a reunirte con los
tuyos, pues bastante cruel es tu castigo, y recuerda que lo que diga Enkai no
puede desobedecerlo ningún hombre sobre la Tierra. Yo soy el que Es...
Leeyo
descendió y meditó acerca de lo sucedido. Rezó durante mucho tiempo.
Días
después, el hermano de otro moran enfermó gravemente. Natero Kop dijo que nadie
se acercase a él, excepto su madre y él mismo, pues todos los que le tocasen
enfermarían también.
Pero no
pudieron curarle y el niño murió, al igual que la madre. Natero Kop, al que no
afectó la enfermedad, llevó ambos cuerpos a la sabana, lejos del boma. Luego regresó y todos rezaron a
Enkai.
Un día,
Mbua, el perro de Leeyo, guardián del rebaño, cayó también muy enfermo y todo
el ganado del poblado quedó afectado por la misma enfermedad. Laibon recordó,
tras mucho pensar, que había visto a Mbua acercarse al lugar donde el niño y su
madre reposaban en la sabana. Era evidente que al entrar en contacto con los
dos cuerpos había adquirido la terrible enfermedad y luego la había transmitido
a los rebaños.
Ni las
hierbas curativas, ni las hechicerías, ni ninguna de las habilidades de Natero
Kop pudieron salvar al ganado, que murió al igual que el perro Mbua.
Leeyo se
dijo: «Todo es por mi culpa: he desobedecido a Enkai y todo está yendo de mal
en peor. Soy yo el que debe morir pues por mi culpa ha venido la desgracia a mi
pueblo». Leeyo partió hacia la morada de Enkai.
Se
detuvo al pie de la montaña a dormir y contempló el caer de la noche sobre la
soñolienta sabana.
A la
salida del sol, trepó hasta lo alto de Oldoinyo Lengai, la montaña sagrada, y
dijo al Creador:
-Aquí me
tienes, Enkai. Toma mi vida y protege la de tus hijos y la de tus rebaños.
Ellos no han hecho nada para merecer ese castigo.
-No
tomaré tu vida, Leeyo. Has vivido honrando tu nombre y con eso me basta.
-Pero no
he hecho respetar tu voluntad, Enkai. Prefiero morir antes que ver cómo mi pueblo
se extingue por mi culpa.
-Enkai
nunca quita la vida a aquello que Él ha creado. He creado la vida sobre la
tierra y todo lo que vive está en armonía y ha sido hecho para que viva en
armonía. Si los hombres modifican o destruyen lo que Yo he creado, no puedo
rectificar sus errores utilizando mi poder. ¿De qué sirve el poder de un Dios
si los hombres se creen también dioses, en lugar de desear comportarse
dignamente como hombres?
-Creo
que te comprendo, Enkai. Nuestra obligación es, sencilla-mente, vivir en el
mundo que Tú has creado para nosotros, venerándolo cada día por ser como es
-dijo Leeyo.
-Solamente
Yo soy el que Es... Y puesto que la muerte es ahora inevitable para cada uno de
vosotros, y como vuestros ritos no contemplan el sepultar los cuerpos sino
ofrecerlos a otros elementos de la Creación, haré algo para restablecer el
equilibrio que has destruido e invocaré a Alapa, la Luna, poder celeste. Voy a
crear un nuevo animal: Fisi, la hiena. Fisi poseerá una poderosa mandíbula;
hallará a mis criaturas dormidas para siempre en la sabana y devorará sus
cuerpos para que su mal no perdure y no contaminen al resto de los seres vivos.
Fisi tendrá una tarea muy importante, pues purificará la sabana. Pero cuidaros
de ella: podría devoraros también a vosotros, los vivos. Otorgo a Fisi la
gracia de Hekima, el antílope; la fuerza de Ng'aa, el guepardo; y la
inteligencia de Tumbili, el mono.
Y cuando
los hombres de tu poblado miren a la Luna, se acordarán del poder de Enkai y de
su error de creerse omnipotentes.
Regresa
con los tuyos, Leeyo, y di a tu pueblo que el poder de Enkai es infinito y que
todo lo que vive sobre la tierra está para proteger a todo lo que vive sobre la
tierra.
Fuente: Anne W. Faraggi
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