Translate

lunes, 4 de noviembre de 2013

La ascension del crater

Neing'uari orkinyang ake, neto akiti peyie eidip aitayu imasaa enyenak. Ore peyie ebau olotoko, eeta tenkufiiík enye inkujit nainepua teine.

Fue en los orígenes de la Tierra. Natero Kop vivía con sus hijos y con sus rebaños en el Andikiru Enero, un inmenso y árido cráter rodeado de altas paredes rocosas, del valle de Kerio, en la comarca de Kalenjin.
Todas las personas allí concentradas hablaban el olmaa, y no había ni jefes ni clanes. Todos tomaban parte en las decisiones y llevaban una existencia armoniosa.
Pero su vida era muy dura: el suelo, cubierto de piedras, no valía para alimentar a los animales. La hierba era muy escasa. La tierra, dura y yerma, no era capaz de absorber las aguas aportadas por unas lluvias violentas y demasiado breves.
Natero Kop y los suyos sufrían enormes dificultades para encontrar agua en las estaciones secas, que además duraban demasiado tiempo.
Transcurridas varias lunas, el hambre se convirtió en una auténtica amenaza; los niños más débiles comenzaron a morir y la tribu estaba muy desmoralizada.
Bajo el árbol de las palabras, Natero Kop y los suyos le preguntaron al patriarca Leeyo qué debían hacer para no ver sufrir a sus hijos y a su ganado.
Leeyo les dijo a los guerreros de la manyatta que había visto pasar a tres pájaros que llevaban hierba verde en sus picos para hacer sus nidos.
La comunidad mantuvo una larga reunión aquel día. Entre todos llegaron a la conclusión de que la hierba verde procedía del otro lado de las rocosas crestas, mucho más allá de los escarpados montes que se alzaban ante ellos; de allá donde crece la hierba y cae la lluvia.
Massinda, el guerrero, le dijo entonces a Leeyo que él era joven y fuerte y que, con algunos guerreros más, podía intentar averiguar lo que había al otro lado del cráter.
Se pusieron en camino sin volver la vista atrás, formando un armonioso desfile de vivas estatuas de bronce delicadamente cinceladas. Massinda marchaba en cabeza. La punta de su larga lanza brillaba al sol, despidiendo cegadores destellos al compás del animoso ritmo de sus pasos, que hacían que se balancease su larga y trenzada cabellera, emplastecida con ocre.
Su shuka, de tela roja anudada al hombro, restallaba al viento, descubriendo por instantes sus largas y bien conformadas piernas, tan ligeras que parecía que apenas tocaban el suelo. Avanzaron durante mucho tiempo entre piedras y zarzas y escalaron gateando los rocosos picos del farallón.
«¡Valor, se decían en silencio, que después del esfuerzo seremos recompensados!».
Cada uno de sus movimientos hacía destacar su fuerte musculatura bajo la negra y brillante piel, que resplandecía con la luz del sol. A veces se detenían a escuchar los sonidos de la naturaleza, intentando identificar la ronca tos del leopardo o el rugido del león. Mientras continuaban escalando vieron una columna de humo blanco ascendiendo hacia el cielo.
Al llegar a la cima descubrieron que había árboles frutales y llanuras de prados verdes hasta donde alcanzaba la vista, surcadas por multitud de arroyos por los que corría un agua cristalina. Ante ellos se erigía una gran montaña de la que surgía humo blanco.
Sus laderas estaban cubiertas por una espesa selva verde. Rebaños de tiernas gacelas reposaban entre los matorrales. A lo lejos, un lago teñido de púrpura por los rayos del sol, resplandecía con destellos plateados.
Recogieron frutas y algunas hierbas para llevárselas a los mayores de la tribu como testimonio de su descubrimiento.
Después reemprendieron la marcha para bajar de nuevo al cráter. Caminaron mucho tiempo, descendiendo por las paredes inclinadas y cruzando barrancos.
Cuando llegaron hasta los suyos fueron recibidos con grandes muestras de alegría y enorme curiosidad. Contaron lo que habían visto. Los ancianos se reunieron durante varios días y convinieron en declarar que Enkai les había dado todo el ganado existente en la Tierra y que, sin embargo, el suyo se moría en el fondo de un cráter. Acordaron también que, para dar gracias a Enkai por su gesto de bondad al haberles dado la montaña sagrada Oldoinyo Lengai, en la cima de la cual Él vivía, sus hijos debían desafiar las crestas del farallón y acercarse a Él con el fin de pedirle para sus rebaños la nutricia hierba que crecía al pie de la montaña sagrada.
¿Todos estuvieron de acuerdo y los ancianos comenzaron a estudiar el modo de escalar las crestas del farallón. Decidieron construir una gran escala lo suficientemente larga como para subir a lo alto de aquella terrible escarpadura. «Debemos llevar la menor carga posible», dijo Massinda. «Llevemos sólo lo esencial. Con nuestros corazones, nuestros espíritus y nuestros cuerpos bastará».
Cuando acabaron de hacer la escala se pusieron todos en marcha. También subieron a los animales, ansiosos por llegar a los pastos que aseguraban su subsistencia.
Cuando la mitad del poblado había alcanzado la cumbre, la escala se rompió. La otra mitad de la gente aún estaba en el fondo del cráter. Los mayores se reunieron y acordaron continuar y seguir a los que ya habían subido e iniciado la marcha.
Al llegar al pie de la montaña sagrada dieron gracias a Enkai por haber guiado sus pasos hasta Él. Para recompensarlos por su valor y felicitarlos por lo que habían conseguido, Enkai les reconoció como a sus hijos e hizo de ellos los primeros masai.
Mientras tanto, los que se habían quedado en el fondo del cráter fabricaron otra escala. Al ser menos, tuvieron que trabajar mucho durante la estación de las lluvias, y en toda la estación seca, para poder partir en busca de sus compañeros. Pero había pasado mucho tiempo y tuvieron que labrarse su propio destino.
Cuando llegaron hasta Enkai le preguntaron qué sería de ellos. Él les felicitó por su valor.
Para recompensar los esfuerzos que habían hecho para llegar hasta Él, sin dejar de cuidar de sus animales, decidió otorgarles el nombre de Ilmeek y regalarles las grandes llanuras del norte de Kenia.
Pero el camino era largo y el sol ardiente.
Enkai creó entonces un animal nuevo capaz de hacer largos viajes por la arena del desierto y de vivir con Sus hijos nómadas.
Y creó a Ngamia, el camello.
Luego Enkai les dijo que, además de en la cima de la montaña sagrada también vivía en el cielo y que, por las noches, les pondría en el firmamento señales de luz para acompañarles.
Cuando los recién llegados se pusieron en camino hacia los lugares en donde corría el agua, oyeron los nombres que les serían dados.
Nombres como Rendille, Pokot, Samburu, Turkana...

Fuente: Anne W. Faraggi

0.113.3 anonimo (masai) - 026

No hay comentarios:

Publicar un comentario