Neing'uari orkinyang ake, neto akiti peyie
eidip aitayu imasaa enyenak. Ore peyie ebau olotoko, eeta tenkufiiík enye
inkujit nainepua teine.
Fue en
los orígenes de la Tierra. Natero Kop vivía con sus hijos y con sus rebaños en
el Andikiru Enero, un inmenso y árido cráter rodeado de altas paredes rocosas,
del valle de Kerio, en la comarca de Kalenjin.
Todas
las personas allí concentradas hablaban el olmaa, y no había ni jefes ni
clanes. Todos tomaban parte en las decisiones y llevaban una existencia
armoniosa.
Pero su
vida era muy dura: el suelo, cubierto de piedras, no valía para alimentar a los
animales. La hierba era muy escasa. La tierra, dura y yerma, no era capaz de
absorber las aguas aportadas por unas lluvias violentas y demasiado breves.
Natero
Kop y los suyos sufrían enormes dificultades para encontrar agua en las
estaciones secas, que además duraban demasiado tiempo.
Transcurridas
varias lunas, el hambre se convirtió en una auténtica amenaza; los niños más
débiles comenzaron a morir y la tribu estaba muy desmoralizada.
Bajo el
árbol de las palabras, Natero Kop y los suyos le preguntaron al patriarca Leeyo
qué debían hacer para no ver sufrir a sus hijos y a su ganado.
Leeyo
les dijo a los guerreros de la manyatta que había visto pasar a tres pájaros
que llevaban hierba verde en sus picos para hacer sus nidos.
La
comunidad mantuvo una larga reunión aquel día. Entre todos llegaron a la
conclusión de que la hierba verde procedía del otro lado de las rocosas
crestas, mucho más allá de los escarpados montes que se alzaban ante ellos; de
allá donde crece la hierba y cae la lluvia.
Massinda,
el guerrero, le dijo entonces a Leeyo que él era joven y fuerte y que, con
algunos guerreros más, podía intentar averiguar lo que había al otro lado del
cráter.
Se
pusieron en camino sin volver la vista atrás, formando un armonioso desfile de
vivas estatuas de bronce delicadamente cinceladas. Massinda marchaba en cabeza.
La punta de su larga lanza brillaba al sol, despidiendo cegadores destellos al
compás del animoso ritmo de sus pasos, que hacían que se balancease su larga y
trenzada cabellera, emplastecida con ocre.
Su
shuka, de tela roja anudada al hombro, restallaba al viento, descubriendo por
instantes sus largas y bien conformadas piernas, tan ligeras que parecía que
apenas tocaban el suelo. Avanzaron durante mucho tiempo entre piedras y zarzas
y escalaron gateando los rocosos picos del farallón.
«¡Valor,
se decían en silencio, que después del esfuerzo seremos recompensados!».
Cada uno
de sus movimientos hacía destacar su fuerte musculatura bajo la negra y
brillante piel, que resplandecía con la luz del sol. A veces se detenían a
escuchar los sonidos de la naturaleza, intentando identificar la ronca tos del
leopardo o el rugido del león. Mientras continuaban escalando vieron una
columna de humo blanco ascendiendo hacia el cielo.
Al
llegar a la cima descubrieron que había árboles frutales y llanuras de prados
verdes hasta donde alcanzaba la vista, surcadas por multitud de arroyos por los
que corría un agua cristalina. Ante ellos se erigía una gran montaña de la que
surgía humo blanco.
Sus
laderas estaban cubiertas por una espesa selva verde. Rebaños de tiernas
gacelas reposaban entre los matorrales. A lo lejos, un lago teñido de púrpura
por los rayos del sol, resplandecía con destellos plateados.
Recogieron
frutas y algunas hierbas para llevárselas a los mayores de la tribu como
testimonio de su descubrimiento.
Después
reemprendieron la marcha para bajar de nuevo al cráter. Caminaron mucho tiempo,
descendiendo por las paredes inclinadas y cruzando barrancos.
Cuando
llegaron hasta los suyos fueron recibidos con grandes muestras de alegría y
enorme curiosidad. Contaron lo que habían visto. Los ancianos se reunieron
durante varios días y convinieron en declarar que Enkai les había dado todo el
ganado existente en la Tierra y que, sin embargo, el suyo se moría en el fondo
de un cráter. Acordaron también que, para dar gracias a Enkai por su gesto de
bondad al haberles dado la montaña sagrada Oldoinyo Lengai, en la cima de la
cual Él vivía, sus hijos debían desafiar las crestas del farallón y acercarse a
Él con el fin de pedirle para sus rebaños la nutricia hierba que crecía al pie
de la montaña sagrada.
¿Todos
estuvieron de acuerdo y los ancianos comenzaron a estudiar el modo de escalar
las crestas del farallón. Decidieron construir una gran escala lo
suficientemente larga como para subir a lo alto de aquella terrible
escarpadura. «Debemos llevar la menor carga posible», dijo Massinda. «Llevemos
sólo lo esencial. Con nuestros corazones, nuestros espíritus y nuestros cuerpos
bastará».
Cuando
acabaron de hacer la escala se pusieron todos en marcha. También subieron a los
animales, ansiosos por llegar a los pastos que aseguraban su subsistencia.
Cuando
la mitad del poblado había alcanzado la cumbre, la escala se rompió. La otra
mitad de la gente aún estaba en el fondo del cráter. Los mayores se reunieron y
acordaron continuar y seguir a los que ya habían subido e iniciado la marcha.
Al llegar
al pie de la montaña sagrada dieron gracias a Enkai por haber guiado sus pasos
hasta Él. Para recompensarlos por su valor y felicitarlos por lo que habían
conseguido, Enkai les reconoció como a sus hijos e hizo de ellos los primeros
masai.
Mientras
tanto, los que se habían quedado en el fondo del cráter fabricaron otra escala.
Al ser menos, tuvieron que trabajar mucho durante la estación de las lluvias, y
en toda la estación seca, para poder partir en busca de sus compañeros. Pero
había pasado mucho tiempo y tuvieron que labrarse su propio destino.
Cuando
llegaron hasta Enkai le preguntaron qué sería de ellos. Él les felicitó por su
valor.
Para
recompensar los esfuerzos que habían hecho para llegar hasta Él, sin dejar de
cuidar de sus animales, decidió otorgarles el nombre de Ilmeek y regalarles las
grandes llanuras del norte de Kenia.
Pero el
camino era largo y el sol ardiente.
Enkai
creó entonces un animal nuevo capaz de hacer largos viajes por la arena del
desierto y de vivir con Sus hijos nómadas.
Y creó a
Ngamia, el camello.
Luego
Enkai les dijo que, además de en la cima de la montaña sagrada también vivía en
el cielo y que, por las noches, les pondría en el firmamento señales de luz
para acompañarles.
Cuando
los recién llegados se pusieron en camino hacia los lugares en donde corría el
agua, oyeron los nombres que les serían dados.
Nombres
como Rendille, Pokot, Samburu, Turkana...
Fuente: Anne W. Faraggi
0.113.3 anonimo (masai) - 026
No hay comentarios:
Publicar un comentario