Ocurrió lo
que vamos a contar en una noche tormentosa en las orillas del Nalón, en la
hermosa región asturiana.
El retumbar
de los truenos se unía a los mugidos del océano y torrentes de agua inundaban
los valles. Era imposible que en una noche así alguien pudiera aventurarse a
caminar a través de los campos. Sin embargo, un hombre realizaba eso que
parecía tan imposible. El caminante avanzaba impávido sin hacer caso de nada.
Un rayo cayó de las alturas y tronchó un árbol que cayó a unos pasos del
hombre.
Al fondo
del bosque se hallaba una pequeña ermita y tan sólo el afán por llegar a ella
podía disculpar la temeridad de aquel hombre inasequible al desaliento.
Finalmente,
llegó al sagrado lugar. Se quitó el casco de cuero que cubría su cabeza y luego
sus labios murmuraron una oración.
El
semblante del hombre era rudo, sus facciones denotaban energía de carácter y
era hercúlea la complexión de su cuerpo.
Ajeno a la
tormenta penetró en el atrio de la ermita. Su traje ofrecía un aspecto
lamentable. Cansado del esfuerzo realizado, se apoyó en un rincón para
descansar.
El lugar
estaba solitario a horas tan avanzadas de la noche. Pero de pronto se oyó a lo
lejos el galopar de un caballo.
El
desconocido comprendió, por el ruido de los cascos, que se dirigía hacia allí.
Entonces se ocultó en el atrio, no por miedo sino por cautela.
No se
equivocó en sus suposiciones. Los cascos del caballo dejaron de oírse: el
animal se había detenido ante la ermita.
El
desconocido escuchó atentamente y a los pocos instantes un rumor de armaduras
le hizo comprender que alguien se acercaba.
La
oscuridad era completa, pero a la luz de un relámpago vio que el caballero
llevaba oculto entre los pliegues de un amplio tabardo un gran bulto, que
colocó sobre un banco de piedra a la puerta de la ermita.
El oscuro
bulto se agitó ligeramente y de él se escapó un débil gemido, que al acentuarse
evidenció que era la queja de una dulce voz femenina.
A cada
lamento de la mujer respon día el hombre con palabras duras mientras el
desconocido oculto en un rincón presenciaba expectante la escena.
Al lamento
de la mujer se unió pronto el llanto de un niño que ella llevaba en su regazo,
sin duda recién nacido.
Los
relámpagos que iluminaban la escena permitieron ver la lívida faz del caballero
y su acción de arrojarse sobre la infeliz mujer, la cual cubrió al niño con sus
brazos para evitar que pudiera sufrir daño. Ante tal actitud, el desconocido
salió de su escondite con ánimo de defender a la débil criatura del acoso de aquel
hombre. Quizá si no lo hubiera hecho con tanta oportunidad, el caballero habría
cometido un crimen a juzgar por su actitud. El desconocido apuntó con su daga
el pecho del irascible caballero al mismo tiempo que exclamaba con voz
enérgica:
-¡Deteneos,
caballero!
-¡Atrás,
quienquiera que seáis! -replicó con duro acento el interpelado. ¡Marchaos! ¡No
intentéis oponeros a mi voluntad!
El
desconocido no hizo el menor caso a sus palabras. Lejos de obedecer sujetó al
caballero con más fuerza y mirándole fijamente pudo al fin reconocerle.
-¿Y por qué
queréis que me marche, señor? No puedo permitir que se cometa una infamia en mi
presencia. Por otra parte no es preciso digáis vuestro nombre, pues
sobradamente os conozco. Estáis ahora en mi poder y no os dejaré libre hasta
que prometáis dejar tranquila a la madre y al niño.
El
caballero obedeció impresionado quizá por la dureza de aquel desconocido. Éste
tomó al niño y lo puso en brazos de la mujer, en cuyos ojos se pudo leer una
infinita gratitud.
Al cabo de
un momento el caballero, sorprendido por la altanería de aquel hombre que le
era desconocido, preguntó con ira:
-¿Podréis
decirme vuestro nombre?
-Me
sorprende en extremo vuestra pregunta, señor. ¿Es que ya os habéis olvidado de
Bermudo el Fuerte?
El vencido caballero
no pudo reprimir un gesto de sorpresa que luego se trocó en actitud desdeñosa.
-¡Ah,
vamos! ¡Ya recuerdo! Bermudo el Fuerte, capitán de bandoleros...
-Me halaga
que os acordéis de mí, don Álvar. El muy noble señor de San Martín de las
Arenas no ha olvidado ni mi nombre ni mi rango. Yo tampoco, como veis. Podíamos
haber sido amigos, pues entre los dos no hay grandes diferencias. Vos sois un
déspota sobre vuestros vasallos, amparado tras los muros de vuestra fortaleza;
yo, en cambio, reino en las llanuras y en los montes. En esto somos muy
parecidos. No obstante nos separa una gran diferencia: yo no despojo a los
débiles y pobres, sino a los fuertes y soberbios. Lo contrario de vos. No
olvidéis que algún día podría hasta dominar vuestro castillo.
-¡Miserable!
¿Cómo os atrevéis? -exclamó Álvar con ira mal contenida
-Vamos a
dejar eso -exclamó Bermudo con aire displicente. No os enojéis más y decidme
por qué queríais matar a esa mujer y al niño.
-No os
importa en lo más mínimo. No es de vuestra incumbencia. Pero en fin, os diré
para zanjar la cuestión que iba a realizar un acto de justa venganza.
-¿Un acto
de justa venganza contra seres inocentes? ¡Qué disparate, señor! No puedo
creerlo... Yo, capitán de bandoleros, el bandido de corazón de roca, me siento
enternecido por estas víctimas. ¿Y puedo saber qué ha hecho ese inocente
niño...?
-No es de
ese niño sino de esa mujer de quien debo vengarme. Ese infante es su hijo y sé
que si la mato a ella mi venganza no será tan completa como si la privo de ese
hijo, que es lo único que le importa en este mundo.
Mientras el
caballero hablaba, la mujer seguía llorando silenciosa-mente.
-No
entiendo vuestras razones y no permitiré que castiguéis a un inocente -dijo
Bermudo el Fuerte. Sin embargo, podéis vengaros de ella sin tener que matar al
niño. Entregadme al recién nacido y nadie más que los presentes conocerá su
existencia.
Don Álvar
se sintió contrariado con la proposición de Bermudo. No era esto lo que él
quería. No obstante, se hallaba en evidente inferioridad ante su enemigo y no
tenía otra solución que aceptar su propuesta. Con torva mirada entregó el niño
al hombre que se lo exigía.
Bermudo
arropó al recién nacido bajc su tabardo de pieles y luego miró a la mujer con
expresión tranquilizadora como si quisiera infundirle confianza: ella le
devolvió la mirada. En sus ojos, Bermudo pudo leer gratitud y esperanza. Había
comprendido.
Poco
después, Bermudo el Fuerte se adentró por el espeso bosque llevando entre sus
nervudos brazos el diminuto cuerpecillo del pequeño al que acababa de salvar la
vida. Por su parte, Álvar colocó a la mujer sobre el caballo y desapareció en
la oscuridad en dirección opuesta a la que tomara su enemigo.
Para
comprender bien los hechos relatados es necesario dejar constancia de que esto
ocurrió en los bárbaros tiempos del feudalismo. El feudalismo había llegado a
imperar en Asturias más que en ninguna otra de las regiones españolas.
Salvo raras
excepciones, cada caballero dueño de un castillo o una fortaleza era un déspota
insufrible, mezcla de reyezuelo y de bandido. Esto tenía validez especialmente
en la época de don Alfonso VII en que ocurrieron los hechos que aquí se
relatan.
A tales
extremos llegaron los abusos de los caballeros feudales que el monarca tuvo que
dar derechos especiales a sus súbditos, uno de los cuales decía textualmente:
«tendrán derecho a defenderse contra los ladrones, caballeros y otros
malhechores...»
Don Álvar
Peláez, castellano de San Martín, a quien ya hemos conocido hace poco, era uno
de los que más se distinguían por sus empresas de bandidaje. Era un verdadero
buitre que desde su nido se arrojaba sin piedad sobre sus indefensas presas.
Don Álvar
era un carácter de hierro y poseía un valor indomable, como hemos apreciado
antes, aunque tuvo que doblegarse ante otro hombre más fuerte que él. Pero esta
valentía era la de la fiera sanguinaria que no repara en los daños que va a
causar, exenta de todo sentido generoso.
Un día,
Álvar pensó en casarse y sus ojos se fijaron en una joven doncella, rica hembra
del país, llamada María de Lena.
Al saber la
elección del caballero de San Martín, la doncella se estremeció. Como todos los
habitantes del país temía y detestaba al tiránico caballero. El solo
pensamiento de llegar a ser la esposa de aquel hombre la llenaba de pavor.
El padre de
la doncella no participaba de los sentimientos de su hija. Deseaba realizar
aquel enlace que le aseguraría poder e influencia.
Doña María
lloró amargamente la decisión de su padre que quería encadenarla con aquel
matrimonio. Ella quería casarse con otro caballero llamado Ares de Miranda,
generoso, cristiano y honrado. El padre de la doncella no quería hablar de él
porque a pesar de sus buenas prendas no poseía bienes.
Un día don
Ares propuso a la doncella casarse en secreto para evitar que se consumara lo
irreparable. Así lo hicieron y al saberlo don Álvar juró que a pesar de todo
doña María llegaría a ser su esposa. No estaba acostumbrado a quien alguien se
opúsiera a sus deseos. Además deseaba unirse con la joven por sus riquezas y
esto era lo único que le interesaba.
Sin tener
en cuenta para nada que doña María iba a ser madre, ordenó el asesinato de don
Ares y luego se casó a la fuerza con la viuda. Pero no paró ahí la cosa, sino
que además estaba dispuesto a matar al recién nacido. Así lo habría hecho de no
mediar Bermudo el Fuerte que pudo así desbaratar los viles propósitos del
caballero feudal.
El capitán
de bandoleros, Bermudo el Fuerte, llevó al niño a su caserío y lo entregó a una
campesina, mujer discreta, honrada y digna de confianza.
Pero aquel
incidente había exacerbado hasta el paroxismo la mutua antipatía entre Bermudo
y Álvar. Desde entonces se juraron un odio mortal. Don Alvar aumentó su partida
de caballeros acostumbrados a la rapiña y al escándalo, y Bermudo triplicó el
número de aventureros que obedecían sus órdenes ciegamente.
Por espacio
de quince años duró la encarnizada lucha entre Bermudo y Álvar que comenzaba a
ser un duro azote para el país. No es de extrañar que durara tanto, pues
Bermudo no podía ser apresado por las fuerzas de Alvar debido a la complicidad
de todos los habitantes de la región que se beneficiaban de las correrías de
Bermudo, el cual repartía entre ellos parte del botín.
Aunque los
hombres de Alvar se llamaban caballeros, sin embargo excedían en crueldad a los
bandoleros de Bermudo.
Pero como
todo tiene final en esta vida también la tenía que tener aquella lucha y es
curioso que terminara gracias a la propia causa de su origen: el inocente niño
salvado por Bermudo.
El niño se
crió entre las agrestes montañas y fue bautizado con el nombre de Sancho. Con
los años se hizo fuerte y resistente como los corpulentos árboles de aquellos
bosques. Su protector, que hacía las veces de padre, le había educado rudamente
pero inculcando en su alma los sentimientos de honradez y generosidad. Bermudo
le ocultó el secreto de su origen, aunque le dio a entender que era hijo de
padres nobles.
Bermudo el
Fuerte había sido en otro tiempo un gran soldado. Sus hazañas en la guerra
contra los moros le habían granjeado un gran renombre en todo el país; pero
luego al darse cuenta de que ciertos caballeros hacían más daño que los propios
enemigos de la patria abandonó el campo de batalla para hacer por sí mismo la
guerra a aquellas partidas de caballeros bandidos que no respetaban ni la honra
ni la vida.
Amparado en
su experiencia, Bermudo el Fuerte fue un gran maestro para Sancho,
adiestrándolo en el manejo de las armas. De adolescente, Sancho acompañaba a su
protector en los combates y todo el mundo reconocía en él un gran valor y una
gran pericia.
Un día,
Sancho, merodeando en torno al castillo de San Martín, hizo un singular
descubrimiento: una entrada disimulada tras unos matorrales por la parte del
río. La galería a que daba acceso estaba totalmente llena de escombros, lo cual
evidenciaba que desde muchos años atrás no había sido utilizada por los
moradores de la fortaleza.
En cuanto
vio a Bermudo, Sancho le puso al corriente de su descubrimiento. Bermudo se
alegró extraordinariamente y dijo a su ahijado:
-Has hecho
un descubrimiento muy importante, Sancho. Todavía na sabes lo precioso que es
para ti.
-¡Hablad,
padre! No me ocultéis nada. Tengo deseos de saber -respondió el muchacho con
emoción en la voz.
-La
justicia divina ha puesto en tus manos la vida del tirano de San Martín. Hoy
podrás hacer justicia con los que asesinaron a tu padre y liberar a tu madre, a
tu pobre madre que se vio obligada a casarse por la fuerza con ese vil
caballero y que gime encerrada en el más oscuro calabozo de la fortaleza.
Al escuchar
las palabras de Bermudo,
Sancho
sintió un estremecimiento por todo su cuerpo. Una vez repuesto de su emoción
exclamó:
-Gracias,
padre, por vuestras palabras. Yo liberaré a mi madre y haré justicia con su
ofensor y asesino.
-De esto
último me encargo yo, hijo mío -replicó Bermudo.
Y ambos
empezaron a planear la empresa.
En el
castillo de San Martín reinaba una febril actividad la noche en que Bermudo y
Sancho se decidieron a dar su golpe de mano.
El
principal alboroto llegaba de una sala baja, junto a la plaza, donde estaban
reunidos en alegre orgía el propio castellano, sus caballeros y los deudos y
parientes unidos a su sanguinaria bandera.
En aquella
sala solían celebrarse tales festejos para fraguar algún nuevo plan de rapiña o
para repartirse el botín sustraído a los vasallos de las cercanías.
Aquella
noche se celebraba nada menos que el santo de don Alvar. El homenajeado se
hallaba en el centro de la gran sala y todos sus secuaces reían alborozados
mientras Álvar refería sus aventuras, robos y asesinatos.
En un
momento dado todos los presentes se levantaron alzando sus vasos y brindaron
por don Alvar.
Pero aquel
brindis no pudo terminarse. Aunque la mayoría de los presentes estaban
borrachos no pudieron por menos que darse cuenta de que algo anormal sucedía.
Era un sordo rumor de pelea que se aproximaba poco a poco hacia ellos. Era una
mezcla horrible de entrechocar de armas, gritos, gemidos e imprecaciones.
Repre-sentaba la alegría del vencedor y el furor del vencido.
Hubo
algunos que llegaron a creer que todo era fruto de su imaginación, pero pronto
se hubieron de convencer de todo lo contrario: era algo real e irreversible.
Ante ellos iba a suceder lo inimaginable. Sonaron recios golpes sobre las
gruesas puertas de la sala. Algunos caballeros empuñaron sus espadas con temor.
Unos segundos después las puertas cayeron pesadamente sobre el suelo. Hasta los
más borrachos se levantaron sobresaltados y se dispusieron a la defensa.
Uno de los
primeros en reaccionar fue Álvar que vio frente a él el rostro duro y noble de
Bermudo el Fuerte. Los hombres de éste se habían esparcido por el castillo,
cerrando todas las puertas para impedir la salida a los que en él se
encontraban.
Bermudo el
Fuerte habló con voz arrogante propia del vencedor:
-Un día me
llamaste bandido a mí, don Alvar, a mí que jamás asesiné a nadie. Tú sí que
eres un bandido y de la peor calaña. Ha llegado tu hora, vil caballero. Te doy
la oportunidad de defender tu vida con tu espada. ¡Ea! ¡Acabemos de una vez!
-¡Sí,
acabemos de una vez para siempre! -gritó con rabia el señor de San Martín.
Las hojas
se entrecruzaron una y otra vez. La fuerza de la desesperación hacía que Álvar
siguiera resistiendo los formidables embates de Bermudo, pero éste era un
maestro consumado. Su pericia y su serenidad se impusieron al fin a su
contrincante que cayó a sus pies vencido.
La victoria
de Bermudo fue completa. Los supervivientes de la lucha, amigos de Alvar,
fueron hechos prisioneros y luego entregados a la justicia para que investigara
sus fechorías.
Bermudo el
Fuerte acompañó a Sancho hasta el calabozo donde estaba encerrada doña María.
Antes de entrar, Bermudo recomendó a su ahijado con voz conmovida:
-Es tu
madre, Sancho. Pero ten cuidado: no sea que la emoción sea para ella peor que
todo. Está muy débil. Yo entraré primero para prepararla y luego te avisaré.
-Muy bien,
padre. Obedeceré vuestras órdenes.
La pobre
mujer apoyó su cabeza sobre ambas manos y murmuró siempre a los pies del
crucifijo:
-¡Permitidme
que le vea por última vez, Señor! Es mi hijo y me han separado de él. Verle y
morir, no pido más. Quiero saber que vive, que es bueno y que me quiere, que
quiere a su madre, que no me ha olvidado.
Bermudo el
Fuerte oyó todo esto y tuvo que contener a Sancho que quería lanzarse a los
pies de su madre.
-¡Espera,
Sancho! Ya falta poco. Es por su bien...
-Apresuraos,
padre. Es demasiado para mí -musitó Sancho con voz conmovida.
Bermudo el
Fuerte dulcificó en lo posible su varonil acento y llamó:
-¡Doña
María!
La noble
dama se volvió con un movimiento de sobresalto, pero al ver a Bermudo se
tranquilizó en seguida. Abrió la puerta y Bermudo entró en la celda.
Doña María
observó el rudo aunque honrado semblante del recién llegado. Su actitud
respetuosa contrastaba con la que con ella adoptaban los carceleros y por eso
tuvo confianza en él desde un principio a pesar de no haberle reconocido.
-¿Quién
sois? -preguntó.
-¿No me
reconocéis, señora?
-Vuestra
fisonomía inspira confianza, por esto no he tenido temor de vuestra presencia a
pesar de mi situación. Vuestra voz..., me parece recordar vuestra voz, pero
hace tanto tiempo...
-Lo
comprendo, señora. Sólo me habéis visto una vez, hace quince años.
-¿Quince
años? -musitó doña María.
-Sí, me
visteis una vez y aun a la débil luz de los relámpagos.
-Entonces...
fue aquel día, el día en que mi hijo... Sí, ahora me acuerdo. Vos sois el
salvador de mi hijo. Gracias a vos..., pero decidme, señor, ¿dónde está mi
hijo? ¿Vive todavía?
-Calmaos,
señora. He venido hasta aquí, ¿no os dais cuenta? ¿Cómo podría yo entrar hasta
aquí? Vuestro hijo está bien y siempre piensa en vos.
Doña María
emocionada cayó a los pies del buen hombre, tomó una de sus manos y la cubrió
de besos y lágrimas.
-No merezco
estas efusiones, señora. Hay otro con más méritos que está esperando. ¡Ven,
Sancho! Es vuestro hijo, señora.
Sancho
salió de su escondite y abrazó a su madre efusivamente. Bermudo el Fuerte, el
bandido, lloraba silenciosamente.
Largo rato
duró aquel abrazo que unía a madre e hijo después de tantos años. Luego ella se
desasió y contempló la esbelta y noble figura de Sancho.
-Eres tal
como te había soñado, hijo mío.
-Cuanto
debes haber sufrido, pobre madre mía -exclamó el muchacho al ver el triste
aspecto de la desgraciada dama.
En efecto,
el rostro de ella presentaba un aspecto cadavérico y surcado por la angustia y
las privaciones en aquel calabozo casi sin luz y sin aire; un lecho de paja,
una manta y un trozo de pan negro habían sido los elementos principales de su
vivir.
Sancho vio
la mirada de aquellos ojos apagados y quemados a fuerza de derramar lágrimas, vio
su cabellera encanecida y sus vestidos toscos e insuficientes. Los ojos de
Sancho se nublaron y lloró como jamás lo había hecho.
Su madre
volvió a estrecharle contra su corazón y ambos se consolaron de su mutuo pesar.
-Madre
-dijo el muchacho, ahora eres ya libre. Tu ofensor no podrá hacer más daño.
Ni que
decir tiene que Bermudo el Fuerte fue desde entonces objeto de la predilección
de madre e hijo. Estos le decían siempre que jamás quedaría saldada la deuda
que tenían contraída con él. A esto Bermudo respondía con una sonrisa:
-Habéis
conseguido hacerme llorar a mí y esto es un beneficio que no se paga con nada.
Días
después Sancho era reconocido unánimemente como sucesor del castellano de San
Martín. Se había acabado la bárbara tiranía de los caballeros bandidos, pues
tanto la madre como el hijo se convirtieron en bienhechores de la región,
eximiendo y rebajando a sus súbditos del pago de los tributos y ayudándoles a
reponerse de las pérdidas sufridas con el gobierno de Alvar. Lo que éste había
atesorado sirvió para remediar tantas necesidades.
Bermudo el
Fuerte no cabía en sí de gozo ante tanta ventura, pues en parte se debía a él.
Los campesinos no lo ignoraban y respetaban a Bermudo como a don Sancho y a
doña María.
Los hombres
de Bermudo, antaño bandidos, fueron licenciados, y muchos de ellos volvieron a
ser colonos. Otros se alistaron entre las huestes de Alfonso VII que preparaba
nuevas y victoriosas batallas contra los moros.
En cuanto a
Bermudo no podía ni debía separarse de Sancho. Si lo hubiese intentado su
ahijado no lo habría permitido. Para el viejo guerrero no había mayor
satisfacción que la de servir a su señor. Sancho no olvidaría nunca que debía a
Bermudo su vida y la de su madre, y además la educación física y la del
espíritu. No sólo no se apartaría de él, sino que haría de Bermudo un hombre
digno de respeto y consideración en todo el reino.
De acuerdo
con doña María, Bermudo el Fuerte fue nombrado alcaide mayor del castillo de
San Martín de las Arenas.
El día en
que le fue otorgado el cargo volvieron a asomar lágrimas en sus ojos. Con voz
trémula por la emoción Bermudo agradeció la merced:
-Gracias,
Sancho. No merezco el cargo, pero lo acepto porque esto me permiti'rá seguir a
tu lado. He sido tu guardián y tu escudo desde que naciste. Dios quiera que lo
siga siendo hasta la hora de mi muerte.
Leyenda historica
Fuente: Roberto de Ausona
0.003.3 anonimo (españa) - 024
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