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martes, 5 de noviembre de 2013

Bermudo el fuerte

Ocurrió lo que vamos a contar en una noche tormentosa en las orillas del Nalón, en la hermosa región asturiana.
El retumbar de los truenos se unía a los mugidos del océano y torrentes de agua inundaban los valles. Era imposible que en una noche así alguien pudiera aventurarse a caminar a través de los campos. Sin embargo, un hombre realizaba eso que parecía tan imposible. El caminante avanzaba impávido sin hacer caso de nada. Un rayo cayó de las alturas y tronchó un árbol que cayó a unos pasos del hombre.
Al fondo del bosque se hallaba una pequeña ermita y tan sólo el afán por llegar a ella podía disculpar la temeridad de aquel hombre inasequible al desaliento.
Finalmente, llegó al sagrado lugar. Se quitó el casco de cuero que cubría su cabeza y luego sus labios murmuraron una oración.
El semblante del hombre era rudo, sus facciones denotaban energía de carácter y era hercúlea la complexión de su cuerpo.
Ajeno a la tormenta penetró en el atrio de la ermita. Su traje ofrecía un aspecto lamentable. Cansado del esfuerzo realizado, se apoyó en un rincón para descansar.
El lugar estaba solitario a horas tan avanzadas de la noche. Pero de pronto se oyó a lo lejos el galopar de un caballo.
El desconocido comprendió, por el ruido de los cascos, que se dirigía hacia allí. Entonces se ocultó en el atrio, no por miedo sino por cautela.
No se equivocó en sus suposiciones. Los cascos del caballo dejaron de oírse: el animal se había detenido ante la ermita.
El desconocido escuchó atentamente y a los pocos instantes un rumor de armaduras le hizo comprender que alguien se acercaba.
La oscuridad era completa, pero a la luz de un relámpago vio que el caballero llevaba oculto entre los pliegues de un amplio tabardo un gran bulto, que colocó sobre un banco de piedra a la puerta de la ermita.
El oscuro bulto se agitó ligeramente y de él se escapó un débil gemido, que al acentuarse evidenció que era la queja de una dulce voz femenina.
A cada lamento de la mujer respon día el hombre con palabras duras mientras el desconocido oculto en un rincón presenciaba expectante la escena.
Al lamento de la mujer se unió pronto el llanto de un niño que ella llevaba en su regazo, sin duda recién nacido.
Los relámpagos que iluminaban la escena permitieron ver la lívida faz del caballero y su acción de arrojarse sobre la infeliz mujer, la cual cubrió al niño con sus brazos para evitar que pudiera sufrir daño. Ante tal actitud, el desconocido salió de su escondite con ánimo de defender a la débil criatura del acoso de aquel hombre. Quizá si no lo hubiera hecho con tanta oportunidad, el caballero habría cometido un crimen a juzgar por su actitud. El desconocido apuntó con su daga el pecho del irascible caballero al mismo tiempo que exclamaba con voz enérgica:
-¡Deteneos, caballero!
-¡Atrás, quienquiera que seáis! -replicó con duro acento el interpelado. ¡Marchaos! ¡No intentéis oponeros a mi voluntad!
El desconocido no hizo el menor caso a sus palabras. Lejos de obedecer sujetó al caballero con más fuerza y mirándole fijamente pudo al fin reconocerle.
-¿Y por qué queréis que me marche, señor? No puedo permitir que se cometa una infamia en mi presencia. Por otra parte no es preciso digáis vuestro nombre, pues sobradamente os conozco. Estáis ahora en mi poder y no os dejaré libre hasta que prometáis dejar tranquila a la madre y al niño.
El caballero obedeció impresionado quizá por la dureza de aquel desconocido. Éste tomó al niño y lo puso en brazos de la mujer, en cuyos ojos se pudo leer una infinita gratitud.
Al cabo de un momento el caballero, sorprendido por la altanería de aquel hombre que le era desconocido, preguntó con ira:
-¿Podréis decirme vuestro nombre?
-Me sorprende en extremo vuestra pregunta, señor. ¿Es que ya os habéis olvidado de Bermudo el Fuerte?
El vencido caballero no pudo reprimir un gesto de sorpresa que luego se trocó en actitud desdeñosa.
-¡Ah, vamos! ¡Ya recuerdo! Bermudo el Fuerte, capitán de bandoleros...
-Me halaga que os acordéis de mí, don Álvar. El muy noble señor de San Martín de las Arenas no ha olvidado ni mi nombre ni mi rango. Yo tampoco, como veis. Podíamos haber sido amigos, pues entre los dos no hay grandes diferencias. Vos sois un déspota sobre vuestros vasallos, amparado tras los muros de vuestra fortaleza; yo, en cambio, reino en las llanuras y en los montes. En esto somos muy parecidos. No obstante nos separa una gran diferencia: yo no despojo a los débiles y pobres, sino a los fuertes y soberbios. Lo contrario de vos. No olvidéis que algún día podría hasta dominar vuestro castillo.
-¡Miserable! ¿Cómo os atrevéis? -exclamó Álvar con ira mal contenida
-Vamos a dejar eso -exclamó Bermudo con aire displicente. No os enojéis más y decidme por qué queríais matar a esa mujer y al niño.
-No os importa en lo más mínimo. No es de vuestra incumbencia. Pero en fin, os diré para zanjar la cuestión que iba a realizar un acto de justa venganza.
-¿Un acto de justa venganza contra seres inocentes? ¡Qué disparate, señor! No puedo creerlo... Yo, capitán de bandoleros, el bandido de corazón de roca, me siento enternecido por estas víctimas. ¿Y puedo saber qué ha hecho ese inocente niño...?
-No es de ese niño sino de esa mujer de quien debo vengarme. Ese infante es su hijo y sé que si la mato a ella mi venganza no será tan completa como si la privo de ese hijo, que es lo único que le importa en este mundo.
Mientras el caballero hablaba, la mujer seguía llorando silenciosa-mente.
-No entiendo vuestras razones y no permitiré que castiguéis a un inocente -dijo Bermudo el Fuerte. Sin embargo, podéis vengaros de ella sin tener que matar al niño. Entregadme al recién nacido y nadie más que los presentes conocerá su existencia.
Don Álvar se sintió contrariado con la proposición de Bermudo. No era esto lo que él quería. No obstante, se hallaba en evidente inferioridad ante su enemigo y no tenía otra solución que aceptar su propuesta. Con torva mirada entregó el niño al hombre que se lo exigía.
Bermudo arropó al recién nacido bajc su tabardo de pieles y luego miró a la mujer con expresión tranquilizadora como si quisiera infundirle confianza: ella le devolvió la mirada. En sus ojos, Bermudo pudo leer gratitud y esperanza. Había comprendido.
Poco después, Bermudo el Fuerte se adentró por el espeso bosque llevando entre sus nervudos brazos el diminuto cuerpecillo del pequeño al que acababa de salvar la vida. Por su parte, Álvar colocó a la mujer sobre el caballo y desapareció en la oscuridad en dirección opuesta a la que tomara su enemigo.

Para comprender bien los hechos relatados es necesario dejar constancia de que esto ocurrió en los bárbaros tiempos del feudalismo. El feudalismo había llegado a imperar en Asturias más que en ninguna otra de las regiones españolas.
Salvo raras excepciones, cada caballero dueño de un castillo o una fortaleza era un déspota insufrible, mezcla de reyezuelo y de bandido. Esto tenía validez especialmente en la época de don Alfonso VII en que ocurrieron los hechos que aquí se relatan.
A tales extremos llegaron los abusos de los caballeros feudales que el monarca tuvo que dar derechos especiales a sus súbditos, uno de los cuales decía textualmente: «tendrán derecho a defenderse contra los ladrones, caballeros y otros malhechores...»
Don Álvar Peláez, castellano de San Martín, a quien ya hemos conocido hace poco, era uno de los que más se distinguían por sus empresas de bandidaje. Era un verdadero buitre que desde su nido se arrojaba sin piedad sobre sus indefensas presas.
Don Álvar era un carácter de hierro y poseía un valor indomable, como hemos apreciado antes, aunque tuvo que doblegarse ante otro hombre más fuerte que él. Pero esta valentía era la de la fiera sanguinaria que no repara en los daños que va a causar, exenta de todo sentido generoso.
Un día, Álvar pensó en casarse y sus ojos se fijaron en una joven doncella, rica hembra del país, llamada María de Lena.
Al saber la elección del caballero de San Martín, la doncella se estremeció. Como todos los habitantes del país temía y detestaba al tiránico caballero. El solo pensamiento de llegar a ser la esposa de aquel hombre la llenaba de pavor.
El padre de la doncella no participaba de los sentimientos de su hija. Deseaba realizar aquel enlace que le aseguraría poder e influencia.
Doña María lloró amargamente la decisión de su padre que quería encadenarla con aquel matrimonio. Ella quería casarse con otro caballero llamado Ares de Miranda, generoso, cristiano y honrado. El padre de la doncella no quería hablar de él porque a pesar de sus buenas prendas no poseía bienes.
Un día don Ares propuso a la doncella casarse en secreto para evitar que se consumara lo irreparable. Así lo hicieron y al saberlo don Álvar juró que a pesar de todo doña María llegaría a ser su esposa. No estaba acostumbrado a quien alguien se opúsiera a sus deseos. Además deseaba unirse con la joven por sus riquezas y esto era lo único que le interesaba.
Sin tener en cuenta para nada que doña María iba a ser madre, ordenó el asesinato de don Ares y luego se casó a la fuerza con la viuda. Pero no paró ahí la cosa, sino que además estaba dispuesto a matar al recién nacido. Así lo habría hecho de no mediar Bermudo el Fuerte que pudo así desbaratar los viles propósitos del caballero feudal.

El capitán de bandoleros, Bermudo el Fuerte, llevó al niño a su caserío y lo entregó a una campesina, mujer discreta, honrada y digna de confianza.
Pero aquel incidente había exacerbado hasta el paroxismo la mutua antipatía entre Bermudo y Álvar. Desde entonces se juraron un odio mortal. Don Alvar aumentó su partida de caballeros acostumbrados a la rapiña y al escándalo, y Bermudo triplicó el número de aventureros que obedecían sus órdenes ciegamente.
Por espacio de quince años duró la encarnizada lucha entre Bermudo y Álvar que comenzaba a ser un duro azote para el país. No es de extrañar que durara tanto, pues Bermudo no podía ser apresado por las fuerzas de Alvar debido a la complicidad de todos los habitantes de la región que se beneficiaban de las correrías de Bermudo, el cual repartía entre ellos parte del botín.
Aunque los hombres de Alvar se llamaban caballeros, sin embargo excedían en crueldad a los bandoleros de Bermudo.
Pero como todo tiene final en esta vida también la tenía que tener aquella lucha y es curioso que terminara gracias a la propia causa de su origen: el inocente niño salvado por Bermudo.
El niño se crió entre las agrestes montañas y fue bautizado con el nombre de Sancho. Con los años se hizo fuerte y resistente como los corpulentos árboles de aquellos bosques. Su protector, que hacía las veces de padre, le había educado rudamente pero inculcando en su alma los sentimientos de honradez y generosidad. Bermudo le ocultó el secreto de su origen, aunque le dio a entender que era hijo de padres nobles.
Bermudo el Fuerte había sido en otro tiempo un gran soldado. Sus hazañas en la guerra contra los moros le habían granjeado un gran renombre en todo el país; pero luego al darse cuenta de que ciertos caballeros hacían más daño que los propios enemigos de la patria abandonó el campo de batalla para hacer por sí mismo la guerra a aquellas partidas de caballeros bandidos que no respetaban ni la honra ni la vida.
Amparado en su experiencia, Bermudo el Fuerte fue un gran maestro para Sancho, adiestrándolo en el manejo de las armas. De adolescente, Sancho acompañaba a su protector en los combates y todo el mundo reconocía en él un gran valor y una gran pericia.
Un día, Sancho, merodeando en torno al castillo de San Martín, hizo un singular descubrimiento: una entrada disimulada tras unos matorrales por la parte del río. La galería a que daba acceso estaba totalmente llena de escombros, lo cual evidenciaba que desde muchos años atrás no había sido utilizada por los moradores de la fortaleza.
En cuanto vio a Bermudo, Sancho le puso al corriente de su descubrimiento. Bermudo se alegró extraordinariamente y dijo a su ahijado:
-Has hecho un descubrimiento muy importante, Sancho. Todavía na sabes lo precioso que es para ti.
-¡Hablad, padre! No me ocultéis nada. Tengo deseos de saber -respondió el muchacho con emoción en la voz.
-La justicia divina ha puesto en tus manos la vida del tirano de San Martín. Hoy podrás hacer justicia con los que asesinaron a tu padre y liberar a tu madre, a tu pobre madre que se vio obligada a casarse por la fuerza con ese vil caballero y que gime encerrada en el más oscuro calabozo de la fortaleza.
Al escuchar las palabras de Bermudo,
Sancho sintió un estremecimiento por todo su cuerpo. Una vez repuesto de su emoción exclamó:
-Gracias, padre, por vuestras palabras. Yo liberaré a mi madre y haré justicia con su ofensor y asesino.
-De esto último me encargo yo, hijo mío -replicó Bermudo.
Y ambos empezaron a planear la empresa.

En el castillo de San Martín reinaba una febril actividad la noche en que Bermudo y Sancho se decidieron a dar su golpe de mano.
El principal alboroto llegaba de una sala baja, junto a la plaza, donde estaban reunidos en alegre orgía el propio castellano, sus caballeros y los deudos y parientes unidos a su sanguinaria bandera.
En aquella sala solían celebrarse tales festejos para fraguar algún nuevo plan de rapiña o para repartirse el botín sustraído a los vasallos de las cercanías.
Aquella noche se celebraba nada menos que el santo de don Alvar. El homenajeado se hallaba en el centro de la gran sala y todos sus secuaces reían alborozados mientras Álvar refería sus aventuras, robos y asesinatos.
En un momento dado todos los presentes se levantaron alzando sus vasos y brindaron por don Alvar.
Pero aquel brindis no pudo terminarse. Aunque la mayoría de los presentes estaban borrachos no pudieron por menos que darse cuenta de que algo anormal sucedía. Era un sordo rumor de pelea que se aproximaba poco a poco hacia ellos. Era una mezcla horrible de entrechocar de armas, gritos, gemidos e imprecaciones. Repre-sentaba la alegría del vencedor y el furor del vencido.
Hubo algunos que llegaron a creer que todo era fruto de su imaginación, pero pronto se hubieron de convencer de todo lo contrario: era algo real e irreversible. Ante ellos iba a suceder lo inimaginable. Sonaron recios golpes sobre las gruesas puertas de la sala. Algunos caballeros empuñaron sus espadas con temor. Unos segundos después las puertas cayeron pesadamente sobre el suelo. Hasta los más borrachos se levantaron sobresaltados y se dispusieron a la defensa.
Uno de los primeros en reaccionar fue Álvar que vio frente a él el rostro duro y noble de Bermudo el Fuerte. Los hombres de éste se habían esparcido por el castillo, cerrando todas las puertas para impedir la salida a los que en él se encontraban.
Bermudo el Fuerte habló con voz arrogante propia del vencedor:
-Un día me llamaste bandido a mí, don Alvar, a mí que jamás asesiné a nadie. Tú sí que eres un bandido y de la peor calaña. Ha llegado tu hora, vil caballero. Te doy la oportunidad de defender tu vida con tu espada. ¡Ea! ¡Acabemos de una vez!
-¡Sí, acabemos de una vez para siempre! -gritó con rabia el señor de San Martín.
Las hojas se entrecruzaron una y otra vez. La fuerza de la desesperación hacía que Álvar siguiera resistiendo los formidables embates de Bermudo, pero éste era un maestro consumado. Su pericia y su serenidad se impusieron al fin a su contrincante que cayó a sus pies vencido.
La victoria de Bermudo fue completa. Los supervivientes de la lucha, amigos de Alvar, fueron hechos prisioneros y luego entregados a la justicia para que investigara sus fechorías.
Bermudo el Fuerte acompañó a Sancho hasta el calabozo donde estaba encerrada doña María. Antes de entrar, Bermudo recomendó a su ahijado con voz conmovida:
-Es tu madre, Sancho. Pero ten cuidado: no sea que la emoción sea para ella peor que todo. Está muy débil. Yo entraré primero para prepararla y luego te avisaré.
-Muy bien, padre. Obedeceré vuestras órdenes.
La pobre mujer apoyó su cabeza sobre ambas manos y murmuró siempre a los pies del crucifijo:
-¡Permitidme que le vea por última vez, Señor! Es mi hijo y me han separado de él. Verle y morir, no pido más. Quiero saber que vive, que es bueno y que me quiere, que quiere a su madre, que no me ha olvidado.
Bermudo el Fuerte oyó todo esto y tuvo que contener a Sancho que quería lanzarse a los pies de su madre.
-¡Espera, Sancho! Ya falta poco. Es por su bien...
-Apresuraos, padre. Es demasiado para mí -musitó Sancho con voz conmovida.
Bermudo el Fuerte dulcificó en lo posible su varonil acento y llamó:
-¡Doña María!
La noble dama se volvió con un movimiento de sobresalto, pero al ver a Bermudo se tranquilizó en seguida. Abrió la puerta y Bermudo entró en la celda.
Doña María observó el rudo aunque honrado semblante del recién llegado. Su actitud respetuosa contrastaba con la que con ella adoptaban los carceleros y por eso tuvo confianza en él desde un principio a pesar de no haberle reconocido.
-¿Quién sois? -preguntó.
-¿No me reconocéis, señora?
-Vuestra fisonomía inspira confianza, por esto no he tenido temor de vuestra presencia a pesar de mi situación. Vuestra voz..., me parece recordar vuestra voz, pero hace tanto tiempo...
-Lo comprendo, señora. Sólo me habéis visto una vez, hace quince años.
-¿Quince años? -musitó doña María.
-Sí, me visteis una vez y aun a la débil luz de los relámpagos.
-Entonces... fue aquel día, el día en que mi hijo... Sí, ahora me acuerdo. Vos sois el salvador de mi hijo. Gracias a vos..., pero decidme, señor, ¿dónde está mi hijo? ¿Vive todavía?
-Calmaos, señora. He venido hasta aquí, ¿no os dais cuenta? ¿Cómo podría yo entrar hasta aquí? Vuestro hijo está bien y siempre piensa en vos.
Doña María emocionada cayó a los pies del buen hombre, tomó una de sus manos y la cubrió de besos y lágrimas.
-No merezco estas efusiones, señora. Hay otro con más méritos que está esperando. ¡Ven, Sancho! Es vuestro hijo, señora.
Sancho salió de su escondite y abrazó a su madre efusivamente. Bermudo el Fuerte, el bandido, lloraba silenciosamente.
Largo rato duró aquel abrazo que unía a madre e hijo después de tantos años. Luego ella se desasió y contempló la esbelta y noble figura de Sancho.
-Eres tal como te había soñado, hijo mío.
-Cuanto debes haber sufrido, pobre madre mía -exclamó el muchacho al ver el triste aspecto de la desgraciada dama.
En efecto, el rostro de ella presentaba un aspecto cadavérico y surcado por la angustia y las privaciones en aquel calabozo casi sin luz y sin aire; un lecho de paja, una manta y un trozo de pan negro habían sido los elementos principales de su vivir.
Sancho vio la mirada de aquellos ojos apagados y quemados a fuerza de derramar lágrimas, vio su cabellera encanecida y sus vestidos toscos e insuficientes. Los ojos de Sancho se nublaron y lloró como jamás lo había hecho.
Su madre volvió a estrecharle contra su corazón y ambos se consolaron de su mutuo pesar.
-Madre -dijo el muchacho, ahora eres ya libre. Tu ofensor no podrá hacer más daño.
Ni que decir tiene que Bermudo el Fuerte fue desde entonces objeto de la predilección de madre e hijo. Estos le decían siempre que jamás quedaría saldada la deuda que tenían contraída con él. A esto Bermudo respondía con una sonrisa:
-Habéis conseguido hacerme llorar a mí y esto es un beneficio que no se paga con nada.
Días después Sancho era reconocido unánimemente como sucesor del castellano de San Martín. Se había acabado la bárbara tiranía de los caballeros bandidos, pues tanto la madre como el hijo se convirtieron en bienhechores de la región, eximiendo y rebajando a sus súbditos del pago de los tributos y ayudándoles a reponerse de las pérdidas sufridas con el gobierno de Alvar. Lo que éste había atesorado sirvió para remediar tantas necesidades.
Bermudo el Fuerte no cabía en sí de gozo ante tanta ventura, pues en parte se debía a él. Los campesinos no lo ignoraban y respetaban a Bermudo como a don Sancho y a doña María.
Los hombres de Bermudo, antaño bandidos, fueron licenciados, y muchos de ellos volvieron a ser colonos. Otros se alistaron entre las huestes de Alfonso VII que preparaba nuevas y victoriosas batallas contra los moros.
En cuanto a Bermudo no podía ni debía separarse de Sancho. Si lo hubiese intentado su ahijado no lo habría permitido. Para el viejo guerrero no había mayor satisfacción que la de servir a su señor. Sancho no olvidaría nunca que debía a Bermudo su vida y la de su madre, y además la educación física y la del espíritu. No sólo no se apartaría de él, sino que haría de Bermudo un hombre digno de respeto y consideración en todo el reino.
De acuerdo con doña María, Bermudo el Fuerte fue nombrado alcaide mayor del castillo de San Martín de las Arenas.
El día en que le fue otorgado el cargo volvieron a asomar lágrimas en sus ojos. Con voz trémula por la emoción Bermudo agradeció la merced:
-Gracias, Sancho. No merezco el cargo, pero lo acepto porque esto me permiti'rá seguir a tu lado. He sido tu guardián y tu escudo desde que naciste. Dios quiera que lo siga siendo hasta la hora de mi muerte.

Leyenda historica

Fuente: Roberto de Ausona

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