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martes, 5 de noviembre de 2013

Amor y sangre en la judería

-"¿Qué tal esta noche, señor Víctor?"
-"Mal. Muy mal, don Noé. Toda la noche medio asfi­xiado. Y, para colmo, a las cuatro de la madrugada se presentó la Maruja".
-"Pero, ¿cómo recibe usted visitas a esas horas de la
noche?"
-"No me diga usted que no sabe quién es la Maruja".
-"No tengo la menor idea".

Don Noé Duarte Pérez es el practicante del pueblo. Hombre amable y bondadoso, que escucha a sus pa­cientes sin hartarse. Uno de esos profesionales llamados a extinguir, cura con sus conocimientos y, más aún, re­cogiendo cual confesor las intimidades de sus enfermos.
Víctor Martín Aceras es ahora su paciente. Vive en la Calle del Vado, paralela al río Ambroz. Es un típico ejemplar donde las raíces de la historia y de la raza son fácilmente definibles.
A pesar de su enfermedad tiene ánimos para contar esa historia viva que no pocos sufren, algunos cuentan y muchos ignoran.
Hervás, en aquellos tiempos, se dividía en dos ba­rrios, casi en dos pueblos: el de arriba y el de abajo, el de los cristianos y la judería.
Cuando alguno del pueblo de arriba intentaba visitar al de abajo tenía necesariamente que hacerlo por la que se llamaba también Calle de Abajo. Los de abajo de­bían subir por el sitio que llamaban La Cuestecilla, para que los pudiera ver y autorizar el centinela que, situado en el Cantón, vigilaba toda la extensa judería. El sitio, por eso, se llamaba "ve de lejos". Es la actual Calle de Vedelejos.
La parte alta era la mansión de los señores. Uno de ellos era el "aperaor". Su hijo Julián, mozo de diecinue­ve años, todas las mañanas cruzaba montado a caballo el barrio de abajo, para dirigirse a sus tierras de Roma­ñazos y dar órdenes a las cuadrillas de jornaleros que allí le trabajaban.
En la judería, el personaje principal es su rabino Is­mael. Hombre soberbio poseído de su cargo e influen­cia, intransigente, fanático, que sostenía a pulso el pode­río de la grandeza de su raza. Su hija Maruja o Maruxa, de dieciocho años, era la muchacha envidiada de todos. Su belleza y bondad había trascendido los límites del propio barrio, hasta convertirse en ilusión de muchos cristianos.
Julián es uno de ellos. Más de una vez ha cambiado la ruta obligada para hacerse encontradizo con la bella ju­día, aunque con el pretexto de caminar siempre a sus predios.
Cuando adivinó los posibles lugares de encuentro de­jó el caballo en casa y así podía elegir las callejas de Va­llijuelo, Mata los Lirios y la Hambrigüela, caminos más frecuentados por Maruxa.
Un día, al cruzarse, pese a la prohibición, el mucha­cho dijo:
-"¡Buenos días, María!"
La joven quedó verdaderamente sorprendida y ace­leró ruborizada el paso.
Bajó los ojos y no contestó al mozo.
Así pasaron los días, y los encuentros fueron más fre­cuentes, siempre en lugares solitarios.
La belleza, la candidez, aquellos ojos tan delicados, cautivaron de tal manera ajulián que por encima de to­dos sus principios y creencias se enamoró perdidamente de la joven judía.
A María le pasó lo mismo. Fue su primer amor since­ro, propio de una edad que no conoce malicias.
A pesar de la profundidad amorosa comprendieron pronto que era un amor ilegal. Y en seguida llegó el mie­do y las precauciones, para evitar posibles contratiem­pos. Tomaron la decisión, expuesta para el galán, de verse por las noches en una fuente pequeña que estaba junto al puente. Una fuente tan pequeña que por eso todo el mundo conocía con el nombre de "Fuente Chi­quita".
Pero no tardó alguien en descubrir el lugar de la cita.
Zoilo era un zagal judío, travieso, inquieto. Para sus quince años, las salidas nocturnas eran una de tantas di­versiones.
Cuando descubrió a la pareja de enamorados corrió a contárselo a su vecino Dimas.
Dimas, judío de veinticuatro años, inútilmente había pretendido el amor de Maruxa.
Ser malvado, vengativo, pendenciero, enemigo de los cristianos, no pudo disimular su contrariedad y juró vengarse como fuera.
Visitó al rabino Ismael contándole una falsa versión de los hechos, haciendo creer al padre que su hija ya es­taba perdida. Que las citas nocturnas de la Fuente Chi­quitita tenían otras intenciones que el amor casto de dos jóvenes enamorados.
El soberbio rabino se sintió herido en lo más profun­do de su orgullo. Sin investigar los hechos decretó la muerte del cristiano que tan osadamente desafiaba y ofendía, no sólo a todo el pueblo judío, sino también a su religión.
Ordenó a Dimas que buscara algunos colaboradores y que, cuanto antes, fuera ejecutada la sentencia. Preten­día evitar que trascendiera la noticia de la traición y el pecado de su hija.
Al malvado Dimas no le fue difícil buscar la ayuda de
Zoilo, Benito (Baraj), Fructuoso (Efrain) e Ismael (Jaco­bo). Muchachos de catadura similar a la suya, decidie­ron matar al joven Julián el mismo jueves por la noche, ya que el viernes comenzaba el Sabat.
Pero las circunstancias también mandan. Aquella no­che del jueves había una gran "cegallina", niebla baja y espesa que, bajando del Pinajarro, cubría todo el pue­blo. Por eso, sólo por eso, aquél día Julián no quiso to­mar la calleja de Trasdediego que por entonces tenía muy mala "juelliga" (huella). Conocía perfectamente el terreno y, amparado en la oscuridad, tomó el camino de la Calle de Abajo.
Los asesinos que esperaban comenzaron a impacien­tarse.
Zoilo, otra vez el zascandil de Zoilo, por pura casuali­dad, descu-brió a los enamorados en la Fuente Chiquita. Inmediatamente corrió a donde estaban los suyos con Dimas, medio ateridos de frío. Les contó que los enamo­rados ya estaban en la fuente.
Sigilosos intentaron caer con astucia sobre Julián. Pe­ro María, por instinto, los sintió llegar cuando ya esta­ban muy cerca. Se figuró a lo que iban. Sin decir palabra saltó sobre Julián y quiso protegerlo con su propio cuerpo.
Aquel abrazo fue un abrazo de muerte.
Los sicarios del rabino, ciegos de furor y de odio, apu­ñalaron una y mil veces a aquellas inocentes criaturas.
Así, abrazados, quedaron en el suelo, envueltos por la niebla de la noche y acostados en un charco de sangre.
Al día siguiente, Hervás se despertó conmovido.
Los dos jóvenes asesinados gozaban de las simpatías de todo el mundo.
Muchos pensaron que se había malogrado la ocasión más propicia para acercar las dos hostiles comunidades.
La Justicia no pudo hacer nada.
Como siempre, nadie sabía nada.
Nadie había visto ni oído nada.
Además, el joven cristiano era un transgresor de las normas establecidas. Normas a la vez religiosas y civiles.
Y, para colmo, el Sabat, que comenzaba aquella tarde, no permitía en el pueblo de abajo la presencia de ningu­na persona no judía.
El padre de Julián, acompañado de amigos y vecinos, se limitó a recoger el cuerpo ensangrentado de su hijo para darle sepultura en el cementerio cristiano.
El rabino Ismael no se resignó con los hechos.
Cruelmente fue mucho más lejos. Como su postura en aquel alevoso crimen estaba salpicada de no pocas sospechas para demostrar su inocencia e integridad reli­giosa, mandó enterrar los despojos de su hija fuera del cementerio judío, para que no se contaminaran las ceni­zas de sus antepasados.
La pobre María, ante los ojos escarmentados de la ju­ventud, fue enterrada en una de las márgenes del río Ambroz.
Prohibió expresamente cualquier señal que significa­ra el descanso eterno de aquella inocente criatura.
Muy pronto se olvidó el lugar donde reposaban los restos. Pero no fue tan fácil olvidar la historia de lo suce­dido.
Desde entonces, algunas noches, el espíritu de la po­bre Maruja recorre el río y sus lágrimas y suspiros hielan el alma de los que tienen el privilegio de sentirla. Sumen el cuerpo una especie de mareo y sus lamentos se oyen claros, seguros, llorando su triste destino.
Habían pasado algunos años desde que don Noé Duarte, el ilustre sanitario de Hervás, allá por los años 60, escuchó por primera vez esta historia.
Prácticamente ya la había olvidado.
Él mismo nos cuenta lo sucedido:
"Un día, a las cuatro de la madrugada, acababa de asistir a un parto que resultó muy complicado. Un tanto distraído, cansado del tabaco y del café que me tenía en pie, fui a dar un paseo. Cuando me di cuenta, estaba jun­to a la Fuente Chiquita. El aire era fresco, pero agrada­ble. Me acariciaba bajando desde el Pinajarro y luego llevaba mi cariño flotando por encima de las aguas del Ambroz. Al asomarme hacia el arroyo me apoyé sobre el puente mirando hacia abajo. Cuando tenía los ojos fi­jos en las profundidades, la mirada comenzó a entur­biarse. Un sudor frío recorría mi cuerpo. Los oídos pare­cían escuchar unos sollozos que, desde luego, no eran humanos. No caí al suelo, creo, porque estaba apoyado en las piedras de la balaustrada. ¿Cuánto tiempo duró aquello? ¿Qué fue lo que en realidad me sucedió? No lo sé. Pero estoy seguro que "el quejío", o grito, o suspiro fi­nal, que me devolvió a la realidad no es fácil olvidarlo. Estoy completamente convencido que era el espíritu de Maruxa. No quería contarlo. No lo hubiera contado nunca si no fuera porque aquella vez no fue la única, ni yo la persona única a quien le ha sucedido esto".
Quizá sea el aire que va o viene del Pinajarro, el mon­te más querido de nuestro pueblo.
Pero es en él, dentro de él, donde se oye y aparece el espíritu de Maruxa, la bella israelita de nuestra judería de Hervás.

FUENTES:
-Recopilación realizada directamente por don Noé Duarte Pé­rez, ATS de Hervás.
-Testimonios personales del mismo sanitario don Noé Duarte, al autor del libro.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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