Se trata
nada menos que del rey don Jaime el Conquistador. Este monarca era un gigante
de cuerpo y de alma. La historia nos ha dejado constancia de su espíritu
generoso y abnegado, y las estampas y grabados de la época, de su corpulencia
física y de su varonil arrogancia. Era sólo un muchacho y se dice que manejaba
la espada como el mejor de sus guerreros. Fue él quien conquistó las islas
Baleares; los moros al verle huían asustados porque temían su arrojo y su gran
fuerza.
De tantos
hechos que se cuentan podríamos destacar el siguiente. Cierto día el joven
monarca, que sólo contaba diecisiete años, regresaba no muy contento de una
expedición a Valencia. El motivo de su malhumor era que no había conseguido
agrupar un gran ejército en la empresa, pues muchos nobles no acudieron a su
llamamiento. Seguido de sus adeptos, no muy numerosos, avanzaba por el camino
polvoriento cuando vio en dirección contraria otra comitiva. Mandaba el grupo
don Pedro de Ahonés con sesenta caballeros y se disponía a acometer la misma
empresa a la que antes había negado su concurso.
Don Pedro
había ayudado mucho al rey cuando éste era todavía un niño, pero después se fue
distanciando del monarca y llegó a ser tan poderoso como él.
Don Jaime,
a pesar de las desobediencias de don Pedro, le profesaba mucho afecto. Sin
embargo, al darse cuenta de que don Pedro se disponía a atacar a los moros
cuando antes no había querido seguirle entró en ira y le intimó a que le
siguiera. Después de muchas instancias, don Pedro acompañó al rey hasta el
castillo de Daroca. Allí, en presencia de muchos caballeros, el monarca exigió
de su vasallo abandonase la empresa y respetase la tregua que él había pactado
con los moros tan a pesar suyo y precisamente por la defección de don Pedro de
Ahonés.
-Os lo
suplico, don Pedro. No podéis ahora romper la tregua que ha firmado el rey
vuestro señor.
-Debo
castigar al moro de Valencia y lo haré. Si vos no me ayudáis lo haré solo
-aseguró orgullosamente don Pedro a quien las palabras suaves del rey le
sonaban a debilidad.
-Vuelvo a
insistir, don Pedro. Es una orden real. No toméis decisiones por vuestra
cuenta. La tregua no se romperá por nada del mundo.
-Y yo os
digo que iré a Valencia -insistió don Pedro.
Las buenas
palabras del rey no hacían mella en el vasallo. La conversación aumentó de
tono. El monarca iba alzando la voz y cada vez sus órdenes eran más
perentorias. Finalmente, el monarca, viendo la inutilidad de su empeño, dio la
orden tajante:
-¡Prended a
don Pedro!
Cuando el
obstinado caballero vio acercarse a los hombres de don Jaime se incorporó
bruscamente y llevó la mano a la empuñadura de su espada. Don Pedro era un
hombre hercúleo, pero más lo era el Conquistador. Rápido como el pensamiento,
el rey se abalanzó sobre el rebelde y sujetó con fuerza su mano. Don Pedro se
quedó inmóvil. Estaba sin poder moverse por la presión de la mano real. Bajó
los ojos y su rostro enrojeció de vergüenza y de cólera.
Los
partidarios de don Pedro acudieron en su ayuda y lograron libertarle. Se armó
un gran revuelo y don Pedro y los suyos pudieron huir.
Pero el rey
no estaba dispuesto a permitir tal rebeldía y acompañado de algunos de sus
leales servidores se lanzó en persecución de los fugitivos.
Don Pedro y
su grupo habían alcanzado la cumbre de un cerro y desde allí se defendían
arrojando piedras para obstaculizar la acción de los servidores del rey.
Don Jaime
espoleó su caballo y seguido por dos servidores trepó con toda velocidad por un
atajo. Tal fiereza había en su ademán que los partidarios de don Pedro
abandonaron a su señor, el cual fue atravesado por una lanza de uno de los
servidores del rey.
Ahonés
estaba ya moribundo cuando el rey se acercó a él y le dijo en tono triste:
-Siento
mucho lo sucedido, don Pedro. No pretendía llegar hasta este extremo.
En el
rostro de don Pedro de Ahonés apareció una suprema expresión de arrepentimiento
aunque sus labios no pronunciaron palabra alguna. Pero los que rodeaban al rey
don Jaime el Conquistador estaban aún indignados por el proceder del rebelde y
querían tomar cumplido desquite.
-Entregadnos
a este hombre, don Jaime. Es un rebelde y merece ser castigado.
Don Jaime
reaccionó inmediatamente ante tales palabras y respondió al que había hablado:
-Esto que
habéis dicho no es de noble caballero. Bastante ha pagado su culpa. Y yo os
digo a todos que el que intente acabar con don Pedro tendrá que pasar antes por
encima de mi cadáver.
Don Pedro,
aunque moribundo, oyó a su rey, y en sus ojos aparecieron lágrimas de conmovido
agradecimiento.
Nadie osó
entonces decir más palabras de queja y todos en su interior elogiaron el
comportamiento del monarca que así echaba en el olvido los agravios y
demostraba tanta magnanimidad con el vencido.
Por orden
del rey el moribundo fue conducido a Daroca en cuyo castillo exhaló el último
suspiro en los brazos de su joven señor.
Don Jaime
lloró al conducir los restos del caballero Ahonés al templo de Santa María. Así
fue honrado don Pedro recordando sólo sus grandes servicios y olvidando por
completo su rebeldía.
Tanto
impresionó aquel acto de fuerza y generosidad al mismo tiempo del joven rey que
al terminar el sepelio todos los nobles, aun los más díscolos y orgullosos,
espontáneamente doblaron la rodilla y besaron la mano de don Jaime en
reconocimiento de su superioridad como hombre.
A partir de
entonces se acabaron para siempre las discordias en el reino de Aragón, y don
Jaime el Conquistador pudo realizar sus grandes hazañas con la colaboración de
los nobles del reino.
Leyenda historica
Fuente: Roberto de Ausona
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