Don enrique
de trastamara no ha dudado en entablar una guerra civil con el rey Pedro I, su
hermanastro, para disputarle la corona de Castilla. Nos hallamos a mediados del
siglo XIV.
Es una
guerra civil muy especial, una guerra con intervención extranjera. España es
campo de batalla de tropas extranjeras que apoyan a un bando y a otro. Los
ingleses al mando del príncipe de Gales, a quien llaman el príncipe Negro por
el color de la armadura, apoyan al rey don Pedro. Sus tropas son bien
disciplinadas y aguerridas. Por otra parte, don Enrique recibe ayuda de las
Compañías blancas, venidas de Francia, al mando de Beltrán Duguesclin.
Ayudado por
el Príncipe Negro, don Pedro obtiene la victoria de Nájera en los campos de Rioja,
y don Enrique consigue salvar la vida por la rapidez de su caballo. Se refugia
en Aviñón y allí consigue reorganizar su ejército.
La
situación evoluciona en favor de Enrique porque el pueblo de Castilla empieza a
perder el aprecio por su rey a quien muchos consideran un déspota por sus actos
de crueldad.
El rey
Carlos de Navarra permite a don Enrique que pase sus tropas por su reino y de
esta manera el de Trastamara consigue llegar a Burgos sin tropiezo.
El rey de
Castilla no pudo salir al encuentro de su hermanastro porque estaba ocupado en
reprimir las sublevaciones surgidas en Córdoba y en otras ciudades andaluzas,
que se habían proclamado partidarias de don Enrique.
En estas
circunstancias, don Pedro volvió a solicitar la ayuda del príncipe de Gales,
pero éste se negó porque no estaba conforme con las arbitrariedades de don
Pedro y su forma de reinar.
Otra
contrariedad iba a sufrir el rey don Pedro. Hacía tiempo que se había
concertado la boda de su hija con el infante de Portugal. De este modo don Pedro
podría contar con un buen aliado. Pero cuando se iba a concertar la alianza y
la fecha de la boda, el rey de Portugal se volvió atrás de su palabra en vista
del incremento que iba tomando el poderío del de Trastamara.
Don Pedro
de Aragón también se hizo sordo a la llamada del de Castilla y para colmo de
desdichas el papa lanzó contra él la excomunión.
Todos estos
desastres y contrariedades eran suficientes para abatir el ánimo más esforzado,
pero don Pedro no se dejaba amilanar fácilmente.
Cuenta la leyenda
que consultó con un moro llamado Bena-Halin, amigo del rey de Granada, y que
pocas veces se había equivocado en sus vaticinios.
Bena-Halin
contestó sinceramente con las siguientes palabras:
-Tienes
fama de apoderarte de los bienes ajenos. Cuando reinaba tu padre todo el mundo
vivía en paz y sosiego, pero ahora el pueblo vive en la amargura. La nobleza ha
olvidado el afecto que te tenía antes y ya prefieren a tu enemigo. Tus días
tocan a su fin y quiera Alá que mis vaticinios no se cumplan.
Pero la obcecación
del rey era tan grande que no quiso hacer caso de las sinceras palabras del
moro.
Como ningún
rey cristiano quiso ayudarle, don Pedro solicitó apoyo del rey moro de Granada,
el cual puso a disposición del monarca cristiano un numeroso ejército.
Con las
fuerzas moras y las que pudo él reunir, don Pedro se dirigió a poner sitio a
Córdoba, en contra de la opinión de sus capitanes que le instaban a presentar
batalla a don Enrique.
El asedio
de Córdoba terminó en fracaso, pues los defensores lograron derrotar a las
tropas atacantes.
Pocas
ciudades le quedaban a don Pedro, entre ellas se contaba Toledo, asediada por
el de Trastamara.
El rey
acudió entonces en auxilio de la muy leal Toledo. Como la mayoría de los
pueblos andaluces le eran adversos tuvo que dar un gran rodeo para llegar a
Toledo. Por tal motivo y para desorientar a sus enemigos se dirigió hacia
Montiel.
Don Enrique
fue advertido con anticipación de los propósitos del monarca castellano.
Aconsejado por los capitanes de su ejército encomendó el sitio de Toledo a don
Gómez de Manrique mientras él salía al encuentro de su hermanastro con dos mil
quinientos jinetes y las Compañías blancas de Duguesclin.
El de
Trastamara hizo noche en Orgaz y allí supo que su hermanastro cruzaba las
tierras de Ciudad Real en dirección a Montiel.
El rey
castellano pernoctó en el castillo de Montiel cuyo alcaide don García Morán era
de la Orden de Santiago, partidaria de don Enrique. A pesar de ello acogió a
don Pedro, temeroso de que éste pudiera cometer desmanes contra los suyos.
Don Pedro
ordenó a sus tropas que se alojaran en los alrededores de Montiel con lo que
cometió un error: diseminar su ejército. A buen seguro que no lo habría hecho
de conocer la proximidad del de Trastamara.
Según
refiere la tradición ocurrió una coincidencia muy extraña: don Pedro se alojó
en el más alto torreón de la iortaleza y antes de entrar vio en la puerta una
inscripción que le hizo estremecer y que decía: «Ésta es la torre de la
estrella».
Para
comprender el estado de ánimo del rey hemos de decir que tiempo atrás un
astrólogo le había vaticinado que hallaría la muerte en una torre de aquel
nombre.
Por un
momento el terror se apoderó de él, pero luego reaccionó valientemente y
consideró que si huía de allí tendría que dirigirse a otra población y el
ejército estaba cansado para poder continuar la marcha.
Aquella
noche era la del 12 de marzo de 1369. Era una noche oscura como boca de lobo,
pero de pronto los vigías del castillo anunciaron que veían luces móviles. En
seguida se dio la voz de «Enemigo a la vista».
El alcaide
se alarmó ante la noticia, pero don Pedro le tranquilizó diciendo que serían
fuerzas suyas que se unían a él para el cerco de Toledo.
-Estas
fuerzas, señor, según las últimas noticias han llegado ya a Toledo -dijo uno de
los capitanes de don Pedro.
-Entonces,
¿serán fuerzas enemigas? -preguntó don Pedro sin obtener respuesta.
El rey
decidió al instante. Dio orden de avisar a sus tropas que estaban diseminadas
para que acudieran todas a la fortaleza. Pero esta orden llegaba demasiado
tarde.
Don
Enrique, que conocía la situación de su hermanastro, se lanzó como una
exhalación a su encuentro. Los mensajeros enviados por don Pedro no pudieron
pasar, pues las tropas del de Trastamara se lo impidieron. Volvieron
enloquecidos a comunicar la alarma a los del castillo.
Fue una
noche horrible para don Pedro que hubiera querido avisar con el pensamiento a
su ejército para que acudiera a socorrerlo. Pero pasaban las horas y la
desesperación de don Pedro iba en aumento al comprender que con las escasas
fuerzas de que disponía no podía enfrentarse a don Enrique.
El
pretendiente al frente de su ejército dio la batalla en los alrededores de
Montiel y barrió por completo a las escasas fuerzas de que don Pedro podía
disponer. El rey se encerró en la fortaleza y de este modo empezó el asedio.
Eran muchas
las dificultades que se oponían a la conquista de la fortaleza de Montiel, pero
don Enrique tenía paciencia. Por de pronto el rey estaba acorralado y ahora
aquél podía esperar la llegada del grueso de su ejército que estaba en Toledo.
Don Pedro
lamentaba ahora todos sus fatales errores: haber diseminado sus fuerzas y
haberse encérrado en el castillo de Montiel.
Los
atacantes fueron estrechando el cerco y pronto los víveres empezaron a escasear
entre los sitiados.
Desesperado,
un día don Pedro llamó a su fiel capitán Men Rodríguez de Sanabria y le expuso
su plan para abrirse paso a través del cerco enemigo.
-¿De
cuántos hombres disponemos? -preguntó el rey.
-De muy
pocos. La falta de víveres ha hecho que muchos hayan desertado. Me sorprende
que no nos ataquen.
-Es que
deben esperar rendirnos por hambre -dijo el monarca.
-Es
imposible pasar a través del cerco, pero aún queda un recurso.
-¿Cuál?
¡Decid! ¿Qué recurso nos queda?
-Podríamos
sobornar a Beltrán Duguesclin.
-¡Imposible!
¡Sobornar a Beltrán Duguesclin! Es muy codicioso y pediría la mitad de mi
reino.
-Quizá sea
razonable...
-¿Lo
conocéis?
-Le conocí
hace dos años, cuando caí prisionero en Briviesca. La cámara que ocupo cae
justo sobre el lugar en que él tiene su tienda de campaña; si me autorizáis le
pediré una entrevista secreta...
-Bueno.
Podéis hacerlo. Confío en vos.
Duguesclin
accedió a la entrevista que le propuso Men Rodríguez de Sanabria y entre ambos
tuvo lugar la siguiente conversación:
-Mi señor
don Pedro me ha mandado hablar con vos para que le saquéis del apuro en que se
encuentra y lo coloquéis en lugar seguro. Dice que si cumplís os entregará las
villas de Soria, Almazán, Monteagudo, Atienza, Serón y Deza que serán para
siempre vuestras y de vuestros herederos. Por mi parte, don Beltrán, os ruego
que atendáis esta demanda del rey. Pensad que en el futuro todo el mundo
alabará vuestra grandeza de ánimo por haber salvado su vida y su reino.
-Caballero,
vos sabéis que yo soy un buen vasallo del rey de Francia y si estoy aquí es por
obedecer sus órdenes que no son otras que ayudar a don Enrique en contra de don
Pedro. Por tanto no haré nada que vaya contra mi honor de caballero. Y ahora os
ruego me disculpéis...
Con estas
tajantes palabras que encerraban una rotunda negativa, Beltrán Duguesclin se
despidió de Men Rodríguez de Sanabria.
Poco
después Beltrán Duguesclin comunicaba a don Enrique todo lo que pretendía el
enviado de don Pedro. Pero el pretendiente vio entonces una oportunidad de
apoderarse del rey y no quiso desaprovecharla.
-Avisaréis
a Men Rodríguez de Sanabria que lo habéis meditado mejor y que estáis dispuesto
a aceptar la propuesta.
-Pero
Sanabria quizá sospeche de mi cambio de actitud.
-Cuando se
está tan desesperado la mente se nubla y el sentido común desaparece -dijo don
Enrique de Trastamara con una sonrisa.
-Tenéis
razón, señor. Haré cuanto decís.
Men
Rodríguez volvió a entrevistarse con Duguesclin y éste le convenció de su
cambio de actitud con tan buenas palabras que el servidor de don Pedro no
sospechó lo más mínimo. Terminó de convencerle el hecho de que Duguesclin
empeñó su palabra de caballero de que nada malo le sucedería al rey.
Don Pedro
estaba acuciado por los remordimientos. Como si presagiara algo malo de aquella
entrevista con Duguesclin acudían a su mente recuerdos de antaño en que él
había sido cruel y despiadado para con sus súbditos, sin
importarle
la palabra jurada, ni el honor y la fe de caballero bien nacido. Su conciencia
le acusaba de forma abrumadora y al mismo tiempo le advertía que no fiara de
promesas ajenas finalizando con esta sentencia implacable y justa: «Quien la
hace la paga».
A pesar de
todos los avisos de su conciencia, don Pedro no tenía otra alternativa que
confiar en Duguesclin o perecer en la terrible agonía de un asedio del que
nadie podría liberarle.
Los víveres
y el agua faltaban ya totalmente en el castillo y las deserciones habían hecho
quedar en cuadro las fuerzas defensoras. Si se quedaba en el castillo moriría
irremisiblemente y si aceptaba la oferta de Duguesclin quizá pudiera aún
salvarse. Lo único que le hacía confiar era que Duguesclin como buen mercenario
sentía atracción por el oro; sin embargo, lo que no sabía el monarca era que
Enrique de Trastamara le daba lo mismo que le había ofrecido don Pedro.
En la noche
del 22 al 23 de marzo de 1369 el rey salió del castillo con las debidas
precauciones acompañado de varios caballeros, entre ellos Men Rodríguez de
Sanabria. El grupo se encontró con un emisario que los acompañó a la tienda de
Duguesclin.
Por todo el
camino una profunda inquietud cuya causa no podía explicar empezó a corroer el
ánimo del rey don Pedro.
Cuando
llegaron a la tienda nadie salió a recibirlos. Entonces el rey preguntó:
-¿Dónde
está Beltrán Duguesclin?
-Llegará en
seguida, señor -contestó el caballero que los había acompañado hasta allí
fingiendo la mayor cortesía.
Don Pedro
entró en la tienda seguido de sus caballeros. Poco después Duguesclin hizo acto
de presencia.
-Ya estoy
aquí, Duguesclin -dijo el rey. Espero que cumpláis.
Beltrán
Duguesclin no contestó y sólo miró al rey en actitud de reto y con una extraña
sonrisa en sus pálidos labios.
-¿No
contestáis? -preguntó el rey sorprendido y temeroso a la vez.
En este
momento se oyó un rumor sospechoso en la puerta de la tienda. El rey alzó la
tela que cubría la puerta y entonces se dio cuenta de la traición. Los guardias
de Duguesclin habían rodeado la tienda por entero y hecho prisioneros a todos
sus acompañantes.
Don Pedro
intentó defenderse, pero unos guardias le desarmaron antes que pudiera emplear
la fuerza. En aquel momento apareció en la tienda Enrique de Trastamara armado
hasta los dientes.
El rey pudo
librarse de los guardias y se lanzó sobre don Enrique. Ambos rodaron por
tierra.
La batalla
era desigual; don Pedro no iba armado aunque era más fuerte que su hermanastro
y consiguió esquivar el golpe fatal de la daga de su enemigo. La batalla se
inclinaba por don Pedro que estaba encima de don Enrique, pero en aquel momento
decisivo intervino Duguesclin que ayudó al de Trastamara a quitarse de encima a
don Pedro y entonces fue éste el que quedó debajo y desarmado.
-No quito
ni pongo rey; sólo ayudo a mi señor -exclamó el francés tratando de justificar
su acción.
Don Pedro
se vio ahora irremisiblemente perdido y a pesar de sus inútiles esfuerzos el de
Trastamara consiguió matarle. De tal forma el pretendiente Enrique pudo
proclamarse rey de Castilla y terminar de una vez con las luchas civiles que
ensangrentaban las tierras hispánicas.
Y queda
ante la historia el enigma de la real personalidad del monarca asesinado.
¿Cruel o justiciero? Para unos fue lo primero; para otros, lo segundo.
Recientes investigaciones médicas sobre el cuerpo del rey don Pedro han
descubierto síntomas de lesiones en el cerebro que explicarían ciertas
anormalidades en su conducta sobre sus estados de crueldad.
Leyenda historica
Fuente: Roberto de Ausona
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