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martes, 5 de noviembre de 2013

No quito ni pongo rey...

Don enrique de trastamara no ha dudado en entablar una guerra civil con el rey Pedro I, su hermanastro, para disputarle la corona de Castilla. Nos hallamos a mediados del siglo XIV.
Es una guerra civil muy especial, una guerra con intervención extranjera. España es campo de batalla de tropas extranjeras que apoyan a un bando y a otro. Los ingleses al mando del príncipe de Gales, a quien llaman el príncipe Negro por el color de la armadura, apoyan al rey don Pedro. Sus tropas son bien disciplinadas y aguerridas. Por otra parte, don Enrique recibe ayuda de las Compañías blancas, venidas de Francia, al mando de Beltrán Duguesclin.
Ayudado por el Príncipe Negro, don Pedro obtiene la victoria de Nájera en los campos de Rioja, y don Enrique consigue salvar la vida por la rapidez de su caballo. Se refugia en Aviñón y allí consigue reorganizar su ejército.
La situación evoluciona en favor de Enrique porque el pueblo de Castilla empieza a perder el aprecio por su rey a quien muchos consideran un déspota por sus actos de crueldad.
El rey Carlos de Navarra permite a don Enrique que pase sus tropas por su reino y de esta manera el de Trastamara consigue llegar a Burgos sin tropiezo.
El rey de Castilla no pudo salir al encuentro de su hermanastro porque estaba ocupado en reprimir las sublevaciones surgidas en Córdoba y en otras ciudades andaluzas, que se habían proclamado partidarias de don Enrique.
En estas circunstancias, don Pedro volvió a solicitar la ayuda del príncipe de Gales, pero éste se negó porque no estaba conforme con las arbitrariedades de don Pedro y su forma de reinar.
Otra contrariedad iba a sufrir el rey don Pedro. Hacía tiempo que se había concertado la boda de su hija con el infante de Portugal. De este modo don Pedro podría contar con un buen aliado. Pero cuando se iba a concertar la alianza y la fecha de la boda, el rey de Portugal se volvió atrás de su palabra en vista del incremento que iba tomando el poderío del de Trastamara.
Don Pedro de Aragón también se hizo sordo a la llamada del de Castilla y para colmo de desdichas el papa lanzó contra él la excomunión.
Todos estos desastres y contrariedades eran suficientes para abatir el ánimo más esforzado, pero don Pedro no se dejaba amilanar fácilmente.
Cuenta la leyenda que consultó con un moro llamado Bena-Halin, amigo del rey de Granada, y que pocas veces se había equivocado en sus vaticinios.
Bena-Halin contestó sinceramente con las siguientes palabras:
-Tienes fama de apoderarte de los bienes ajenos. Cuando reinaba tu padre todo el mundo vivía en paz y sosiego, pero ahora el pueblo vive en la amargura. La nobleza ha olvidado el afecto que te tenía antes y ya prefieren a tu enemigo. Tus días tocan a su fin y quiera Alá que mis vaticinios no se cumplan.
Pero la obcecación del rey era tan grande que no quiso hacer caso de las sinceras palabras del moro.
Como ningún rey cristiano quiso ayudarle, don Pedro solicitó apoyo del rey moro de Granada, el cual puso a disposición del monarca cristiano un numeroso ejército.
Con las fuerzas moras y las que pudo él reunir, don Pedro se dirigió a poner sitio a Córdoba, en contra de la opinión de sus capitanes que le instaban a presentar batalla a don Enrique.
El asedio de Córdoba terminó en fracaso, pues los defensores lograron derrotar a las tropas atacantes.
Pocas ciudades le quedaban a don Pedro, entre ellas se contaba Toledo, asediada por el de Trastamara.
El rey acudió entonces en auxilio de la muy leal Toledo. Como la mayoría de los pueblos andaluces le eran adversos tuvo que dar un gran rodeo para llegar a Toledo. Por tal motivo y para desorientar a sus enemigos se dirigió hacia Montiel.
Don Enrique fue advertido con anticipación de los propósitos del monarca castellano. Aconsejado por los capitanes de su ejército encomendó el sitio de Toledo a don Gómez de Manrique mientras él salía al encuentro de su hermanastro con dos mil quinientos jinetes y las Compañías blancas de Duguesclin.
El de Trastamara hizo noche en Orgaz y allí supo que su hermanastro cruzaba las tierras de Ciudad Real en dirección a Montiel.
El rey castellano pernoctó en el castillo de Montiel cuyo alcaide don García Morán era de la Orden de Santiago, partidaria de don Enrique. A pesar de ello acogió a don Pedro, temeroso de que éste pudiera cometer desmanes contra los suyos.
Don Pedro ordenó a sus tropas que se alojaran en los alrededores de Montiel con lo que cometió un error: diseminar su ejército. A buen seguro que no lo habría hecho de conocer la proximidad del de Trastamara.
Según refiere la tradición ocurrió una coincidencia muy extraña: don Pedro se alojó en el más alto torreón de la iortaleza y antes de entrar vio en la puerta una inscripción que le hizo estremecer y que decía: «Ésta es la torre de la estrella».
Para comprender el estado de ánimo del rey hemos de decir que tiempo atrás un astrólogo le había vaticinado que hallaría la muerte en una torre de aquel nombre.
Por un momento el terror se apoderó de él, pero luego reaccionó valientemente y consideró que si huía de allí tendría que dirigirse a otra población y el ejército estaba cansado para poder continuar la marcha.
Aquella noche era la del 12 de marzo de 1369. Era una noche oscura como boca de lobo, pero de pronto los vigías del castillo anunciaron que veían luces móviles. En seguida se dio la voz de «Enemigo a la vista».
El alcaide se alarmó ante la noticia, pero don Pedro le tranquilizó diciendo que serían fuerzas suyas que se unían a él para el cerco de Toledo.
-Estas fuerzas, señor, según las últimas noticias han llegado ya a Toledo -dijo uno de los capitanes de don Pedro.
-Entonces, ¿serán fuerzas enemigas? -preguntó don Pedro sin obtener respuesta.
El rey decidió al instante. Dio orden de avisar a sus tropas que estaban diseminadas para que acudieran todas a la fortaleza. Pero esta orden llegaba demasiado tarde.
Don Enrique, que conocía la situación de su hermanastro, se lanzó como una exhalación a su encuentro. Los mensajeros enviados por don Pedro no pudieron pasar, pues las tropas del de Trastamara se lo impidieron. Volvieron enloquecidos a comunicar la alarma a los del castillo.
Fue una noche horrible para don Pedro que hubiera querido avisar con el pensamiento a su ejército para que acudiera a socorrerlo. Pero pasaban las horas y la desesperación de don Pedro iba en aumento al comprender que con las escasas fuerzas de que disponía no podía enfrentarse a don Enrique.
El pretendiente al frente de su ejército dio la batalla en los alrededores de Montiel y barrió por completo a las escasas fuerzas de que don Pedro podía disponer. El rey se encerró en la fortaleza y de este modo empezó el asedio.
Eran muchas las dificultades que se oponían a la conquista de la fortaleza de Montiel, pero don Enrique tenía paciencia. Por de pronto el rey estaba acorralado y ahora aquél podía esperar la llegada del grueso de su ejército que estaba en Toledo.
Don Pedro lamentaba ahora todos sus fatales errores: haber diseminado sus fuerzas y haberse encérrado en el castillo de Montiel.
Los atacantes fueron estrechando el cerco y pronto los víveres empezaron a escasear entre los sitiados.
Desesperado, un día don Pedro llamó a su fiel capitán Men Rodríguez de Sanabria y le expuso su plan para abrirse paso a través del cerco enemigo.
-¿De cuántos hombres disponemos? -preguntó el rey.
-De muy pocos. La falta de víveres ha hecho que muchos hayan desertado. Me sorprende que no nos ataquen.
-Es que deben esperar rendirnos por hambre -dijo el monarca.
-Es imposible pasar a través del cerco, pero aún queda un recurso.
-¿Cuál? ¡Decid! ¿Qué recurso nos queda?
-Podríamos sobornar a Beltrán Duguesclin.
-¡Imposible! ¡Sobornar a Beltrán Duguesclin! Es muy codicioso y pediría la mitad de mi reino.
-Quizá sea razonable...
-¿Lo conocéis?
-Le conocí hace dos años, cuando caí prisionero en Briviesca. La cámara que ocupo cae justo sobre el lugar en que él tiene su tienda de campaña; si me autorizáis le pediré una entrevista secreta...
-Bueno. Podéis hacerlo. Confío en vos.
Duguesclin accedió a la entrevista que le propuso Men Rodríguez de Sanabria y entre ambos tuvo lugar la siguiente conversación:
-Mi señor don Pedro me ha mandado hablar con vos para que le saquéis del apuro en que se encuentra y lo coloquéis en lugar seguro. Dice que si cumplís os entregará las villas de Soria, Almazán, Monteagudo, Atienza, Serón y Deza que serán para siempre vuestras y de vuestros herederos. Por mi parte, don Beltrán, os ruego que atendáis esta demanda del rey. Pensad que en el futuro todo el mundo alabará vuestra grandeza de ánimo por haber salvado su vida y su reino.
-Caballero, vos sabéis que yo soy un buen vasallo del rey de Francia y si estoy aquí es por obedecer sus órdenes que no son otras que ayudar a don Enrique en contra de don Pedro. Por tanto no haré nada que vaya contra mi honor de caballero. Y ahora os ruego me disculpéis...
Con estas tajantes palabras que encerraban una rotunda negativa, Beltrán Duguesclin se despidió de Men Rodríguez de Sanabria.
Poco después Beltrán Duguesclin comunicaba a don Enrique todo lo que pretendía el enviado de don Pedro. Pero el pretendiente vio entonces una oportunidad de apoderarse del rey y no quiso desaprovecharla.
-Avisaréis a Men Rodríguez de Sanabria que lo habéis meditado mejor y que estáis dispuesto a aceptar la propuesta.
-Pero Sanabria quizá sospeche de mi cambio de actitud.
-Cuando se está tan desesperado la mente se nubla y el sentido común desaparece -dijo don Enrique de Trastamara con una sonrisa.
-Tenéis razón, señor. Haré cuanto decís.
Men Rodríguez volvió a entrevistarse con Duguesclin y éste le convenció de su cambio de actitud con tan buenas palabras que el servidor de don Pedro no sospechó lo más mínimo. Terminó de convencerle el hecho de que Duguesclin empeñó su palabra de caballero de que nada malo le sucedería al rey.
Don Pedro estaba acuciado por los remordimientos. Como si presagiara algo malo de aquella entrevista con Duguesclin acudían a su mente recuerdos de antaño en que él había sido cruel y despiadado para con sus súbditos, sin
importarle la palabra jurada, ni el honor y la fe de caballero bien nacido. Su conciencia le acusaba de forma abrumadora y al mismo tiempo le advertía que no fiara de promesas ajenas finalizando con esta sentencia implacable y justa: «Quien la hace la paga».

A pesar de todos los avisos de su conciencia, don Pedro no tenía otra alternativa que confiar en Duguesclin o perecer en la terrible agonía de un asedio del que nadie podría liberarle.
Los víveres y el agua faltaban ya totalmente en el castillo y las deserciones habían hecho quedar en cuadro las fuerzas defensoras. Si se quedaba en el castillo moriría irremisiblemente y si aceptaba la oferta de Duguesclin quizá pudiera aún salvarse. Lo único que le hacía confiar era que Duguesclin como buen mercenario sentía atracción por el oro; sin embargo, lo que no sabía el monarca era que Enrique de Trastamara le daba lo mismo que le había ofrecido don Pedro.
En la noche del 22 al 23 de marzo de 1369 el rey salió del castillo con las debidas precauciones acompañado de varios caballeros, entre ellos Men Rodríguez de Sanabria. El grupo se encontró con un emisario que los acompañó a la tienda de Duguesclin.
Por todo el camino una profunda inquietud cuya causa no podía explicar empezó a corroer el ánimo del rey don Pedro.
Cuando llegaron a la tienda nadie salió a recibirlos. Entonces el rey preguntó:
-¿Dónde está Beltrán Duguesclin?
-Llegará en seguida, señor -contestó el caballero que los había acompañado hasta allí fingiendo la mayor cortesía.
Don Pedro entró en la tienda seguido de sus caballeros. Poco después Duguesclin hizo acto de presencia.
-Ya estoy aquí, Duguesclin -dijo el rey. Espero que cumpláis.
Beltrán Duguesclin no contestó y sólo miró al rey en actitud de reto y con una extraña sonrisa en sus pálidos labios.
-¿No contestáis? -preguntó el rey sorprendido y temeroso a la vez.
En este momento se oyó un rumor sospechoso en la puerta de la tienda. El rey alzó la tela que cubría la puerta y entonces se dio cuenta de la traición. Los guardias de Duguesclin habían rodeado la tienda por entero y hecho prisioneros a todos sus acompañantes.
Don Pedro intentó defenderse, pero unos guardias le desarmaron antes que pudiera emplear la fuerza. En aquel momento apareció en la tienda Enrique de Trastamara armado hasta los dientes.
El rey pudo librarse de los guardias y se lanzó sobre don Enrique. Ambos rodaron por tierra.
La batalla era desigual; don Pedro no iba armado aunque era más fuerte que su hermanastro y consiguió esquivar el golpe fatal de la daga de su enemigo. La batalla se inclinaba por don Pedro que estaba encima de don Enrique, pero en aquel momento decisivo intervino Duguesclin que ayudó al de Trastamara a quitarse de encima a don Pedro y entonces fue éste el que quedó debajo y desarmado.
-No quito ni pongo rey; sólo ayudo a mi señor -exclamó el francés tratando de justificar su acción.
Don Pedro se vio ahora irremisiblemente perdido y a pesar de sus inútiles esfuerzos el de Trastamara consiguió matarle. De tal forma el pretendiente Enrique pudo proclamarse rey de Castilla y terminar de una vez con las luchas civiles que ensangrentaban las tierras hispánicas.
Y queda ante la historia el enigma de la real personalidad del monarca asesinado. ¿Cruel o justiciero? Para unos fue lo primero; para otros, lo segundo. Recientes investigaciones médicas sobre el cuerpo del rey don Pedro han descubierto síntomas de lesiones en el cerebro que explicarían ciertas anormalidades en su conducta sobre sus estados de crueldad.

Leyenda historica

Fuente: Roberto de Ausona


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