Antaño, unos esposos viejecitos vivían en una casa de
labranza situada en lo más alto de una montaña. Como faltaban solamente dos
días para el Año Nuevo, el vejete le dijo a su esposa:
-Mañana ya será Noche Vieja, tendré que ir a la ciudad
para comprar pescado, ¿verdad?
-Sí, claro, aunque seamos pobres necesitamos un poco
de pescado para preparar la comida de Noche Vieja, ya que es un día especial.
-Bueno, ¿qué te parece si compro una cabeza de salmón
y la cocemos con unos rábanos?, puede ser una cena deliciosa de Noche Vieja.
-De acuerdo, compra pues la cabeza de salmón en la
ciudad, todavía tenemos 20 mones.
Su esposa le buscó el «mino» y ayudándole a
ponérselo, le dijo cariñosa-mente:
-No tardes, yo mientras voy a hacer fuego para que te
calientes al llegar.
El abuelo se cubrió la cabeza con una especie de
toalla y encima se puso el sombrero de paja. Después cerró la puerta y
emprendió el camino a la ciudad.
Al andar un poco, empezó a caer una nieve muy fina.
-¡Dios mío!: ¡está nevando!, ahora me explico el frío
que hace, tengo que darme prisa para poder llegar a casa antes de que oscurezca.
Enfrente había un montículo por el que tenía que
pasar, al lado del camino habían seis «Jizo» (santones) de piedra, puestos en
hilera, todos eran del mismo tamaño más o menos.
-Seis «Jizo-sama».
La gente que frecuentaba aquel camino les llamaba así
con cariño. El abuelo también les tenía devoción.
-Buenos días, Jizo-samas -les dijo.
Se paró un minuto, les hizo una reverencia y rezó una
oración. Las seis estatuas estaban de pie, bien alineadas como siempre, pero
aquel día sus cabezas estaban cubiertas de nieve, su aspecto era miserable, ni
un simple techo que les protegiese.
-¡Pobrecitos!, aunque sean de piedra, tendrán mucho
frío con esta nieve y completamente desnudos...
El abuelo hablaba solo mientras les iba quitando la
nieve que cubría sus cuerpos.
-No sirve de nada el que les quite esta nieve,
enseguida se volverá a acumular, los Jizo-sama necesitan al menos sombreros de
paja.
Después continuó su camino, pero en su mente sólo
había la imagen de los pobre Jizo helados en medio de aquella nieve tan fría...
Al llegar a la ciudad, encontró ambiente de vísperas
de fiestas, la gente andaba de aquí para allá comprando pescado, arroz, sake,
pero el abuelo no podía comprar tanto como aquella gente, él era pobre y sólo
tenía 20 mones en su bolsillo. Quería comprar pescado y los sombreros para los
Jizo, sin embargo no tenía suficiente para las dos cosas, así que decidió comprar
los sombreros. Entró en la tienda y los 20 mones le llegaban sólo para cinco
sombreros.
-¿Qué puedo hacer?, me falta dinero para comprar uno
más.
Como el tendero no le quiso fiar, salió de la tienda
con los cinco sombreros, cruzó la calle a la derecha, luego ala izquierda y
llegó a las afueras de la ciudad. Todavía seguía nevando y el abuelo andaba
fatigado. Al llegar al pie del montículo se descargó los sombreros y
dirigiéndose a los «Jizo-sama» les habló así:
-¡Pobrecitos!, se ha acumulado mucha nieve como temía.
Perdonadme «Jizo-samas», que os toque con mis manos sucias de labrador, pero
permitidme quitar la nieve aunque sea irreverente.
Después de retirar la nieve, empezó a ponerles uno a
uno los sombreros que había comprado y al llegar al sexto Jizo le dijo:
-Perdóname, mi intención era comprar seis sombreros,
pero no he tenido suficiente dinero, voy a regalarte el mío, que aunque viejo
te protejerá un poco de la intemperie.
El sombrero usado del abuelo tenía los cordones de
algodón ya muy gastados. Con sus dedos entumecidos por el frío desató los
cordones, se quitó el sombrero y lo colocó en la cabeza del último Jizo. Después,
les hizo una reverencia y continuó el camino hacia su casa.
El viento helado rozaba implacablemente las mejillas
y la cabeza, ahora descubierta, del afectuoso viejo.
La mujer esperaba contenta la vuelta del esposo,
pensando que le habría comprado la cabeza de salmón, pero volvió cubierto de
nieve, desprovisto del sombrero y sin haber hecho el encargo.
-¡Abuela! ¡Abuela! Ya estoy aquí, pero no he traído
nada.
-¿Qué ha pasado? ¿Se habían agotado acaso los
pescados?
-No, no es eso. No compré la cabeza de salmón
porque...
Y le contó todo lo ocurrido a su esposa.
-Ahora entiendo porqué volviste sin pescado. ¡Pobres
Jizo-samas! Hubieran tenido mucho frío, hiciste bien en gastarte el dinero en
esto -dijo la esposa que también era compasiva.
Los días eran cortos en invierno y anocheció pronto.
Ya era Noche Vieja; durante la cena sólo comieron cebada cocida, en lugar de
arroz y verduras en adobo.
-Por lo menos, esta modesta comida nos ha calentado el
cuerpo, ¿verdad? -comentó el abuelo.
-Sí, no podemos quejarnos, los hay peores que
nosotros, hemos terminado el año sanos y salvos que es lo importante, ojalá
tuviéramos igual suerte para el próximo.
Después de cenar, conversaron un poco alrededor del
fuego y se fueron a dormir.
La abuela había puesto los calentadores de pies en sus
camas. Soplaba el viento norteño que con la fina nieve golpeaba el alero y las
ventanas.
-Parece que nevará toda la noche. Si nieva esta noche
el día de Año Nuevo hará buen tiempo.
Se durmieron pensando en los deseos que le pedirían al
nuevo año. El calentador empezó a caldearles suavemente hasta que se
adormecieron en la pequeña y oscura habitación.
Hacia el amanecer del día 1 de enero, de repente, les
pareció oír canciones que se mezclaban con el silbido del viento, sin saber de
dónde venían. La abuela aguzó el oído y dijo:
-¿Quién cantará en la madrugada del Año Nuevo?, parece
que se oye en aquella dirección.
El abuelo se despertó al oír hablar a la abuela.
Las voces cada vez se oían más cerca y la canción
decía así:
El viento
silba,
la nieve
vuela.
¿Dónde está
la casa del abuelo?
¿Dónde está
la casa de la abuela?
Traemos el
importe
de los sombreros
que nos dejó.
¿Llegarían fantasmas a su casa?, ¿tenían acaso la
intención de rodearles la morada? Los dos empezaron a temblar de miedo. Al cabo
de un instante, el sonido retumbante de arrastrar algo y las voces de aquellas
personas llegaron hasta el jardín.
-Aquí está la casa.
-Pues dejemos aquí lo que hemos traído.
-¿Preparados? ¡Ea! ¡Un, dos, tres!
Algo cayó a plomo en el pequeño jardín y la ruinosa
casa de madera se tambaleó...
Después paró el extraño ruido, las voces se iban
extinguiendo y se oía otra vez el dulce murmullo de la nieve. El viento gélido
hacía traquetear la puerta. Los dos estuvieron despiertos toda la noche. Sin
embargo, no se atrevieron a mirar fuera y esperaron a que clareara.
-Mira, abuelo, ya empieza a clarear el cielo oriental...
-Sí, pero todavía hace mucho frío.
La viejecita insistió en que su marido se levantara,
le preocupaba el ruido que se había oído por la noche.
El abuelo abandonó el lecho. Le pareció que los
sospechosos habían desaparecido ya. De todas formas, tenía un poco de miedo,
abrió sólo un poquito la puerta y miró fuera. Ya no nevaba, hacía buen tiempo.
Delante de él se extendía un manto azulado. Le pareció que ya no había nadie.
Con resolución, abrió la puerta estropeada de madera. Delante de la entrada se
encontró varios sacos de paja. Desató los cordones de los sacos...
-¡Caramba! ¡Abuela! ¡Abuela! ¡Ven pronto!
Unos sacos contenían monedas de oro y plata, otros,
toda clase de comidas típicas del Año Nuevo, arroz, pescados en adobo,
pastelitos, etcétera.
Los seis «Jizo-zamas» vinieron en la Noche Vieja para
recompensar la buena acción del viejo. Y la recompensaron con creces.
Desde entonces vivieron muy muy felices.
0.040.3 anonimo (japon) - 028
No hay comentarios:
Publicar un comentario