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martes, 5 de noviembre de 2013

Milagro en noche vieja

Antaño, unos esposos viejecitos vivían en una casa de labranza situada en lo más alto de una montaña. Como faltaban sola­mente dos días para el Año Nuevo, el vejete le dijo a su esposa:
-Mañana ya será Noche Vieja, tendré que ir a la ciudad para comprar pescado, ¿verdad?
-Sí, claro, aunque seamos pobres nece­sitamos un poco de pescado para preparar la comida de Noche Vieja, ya que es un día especial.
-Bueno, ¿qué te parece si compro una cabeza de salmón y la cocemos con unos rábanos?, puede ser una cena deliciosa de Noche Vieja.
-De acuerdo, compra pues la cabeza de salmón en la ciudad, todavía tenemos 20 mones.
Su esposa le buscó el «mino» y ayudán­dole a ponérselo, le dijo cariñosa-mente:
-No tardes, yo mientras voy a hacer fuego para que te calientes al llegar.
El abuelo se cubrió la cabeza con una especie de toalla y encima se puso el som­brero de paja. Después cerró la puerta y emprendió el camino a la ciudad.
Al andar un poco, empezó a caer una nieve muy fina.
-¡Dios mío!: ¡está nevando!, ahora me explico el frío que hace, tengo que darme prisa para poder llegar a casa antes de que oscurezca.
Enfrente había un montículo por el que tenía que pasar, al lado del camino habían seis «Jizo» (santones) de piedra, puestos en hilera, todos eran del mismo tamaño más o menos.
-Seis «Jizo-sama».
La gente que frecuentaba aquel camino les llamaba así con cariño. El abuelo tam­bién les tenía devoción.
-Buenos días, Jizo-samas -les dijo.
Se paró un minuto, les hizo una reveren­cia y rezó una oración. Las seis estatuas estaban de pie, bien alineadas como siem­pre, pero aquel día sus cabezas estaban cubiertas de nieve, su aspecto era miserable, ni un simple techo que les protegiese.
-¡Pobrecitos!, aunque sean de piedra, tendrán mucho frío con esta nieve y com­pletamente desnudos...
El abuelo hablaba solo mientras les iba quitando la nieve que cubría sus cuerpos.
-No sirve de nada el que les quite esta nieve, enseguida se volverá a acumular, los Jizo-sama necesitan al menos sombre­ros de paja.
Después continuó su camino, pero en su mente sólo había la imagen de los pobre Jizo helados en medio de aquella nieve tan fría...
Al llegar a la ciudad, encontró ambiente de vísperas de fiestas, la gente andaba de aquí para allá comprando pescado, arroz, sake, pero el abuelo no podía comprar tan­to como aquella gente, él era pobre y sólo tenía 20 mones en su bolsillo. Quería com­prar pescado y los sombreros para los Jizo, sin embargo no tenía suficiente para las dos cosas, así que decidió comprar los som­breros. Entró en la tienda y los 20 mones le llegaban sólo para cinco sombreros.
-¿Qué puedo hacer?, me falta dinero para comprar uno más.
Como el tendero no le quiso fiar, salió de la tienda con los cinco sombreros, cruzó la calle a la derecha, luego ala izquierda y llegó a las afueras de la ciudad. Todavía seguía nevando y el abuelo andaba fatiga­do. Al llegar al pie del montículo se des­cargó los sombreros y dirigiéndose a los «Jizo-sama» les habló así:
-¡Pobrecitos!, se ha acumulado mucha nieve como temía. Perdonadme «Jizo-sa­mas», que os toque con mis manos sucias de labrador, pero permitidme quitar la nie­ve aunque sea irreverente.
Después de retirar la nieve, empezó a ponerles uno a uno los sombreros que ha­bía comprado y al llegar al sexto Jizo le dijo:
-Perdóname, mi intención era comprar seis sombreros, pero no he tenido suficien­te dinero, voy a regalarte el mío, que aun­que viejo te protejerá un poco de la intem­perie.
El sombrero usado del abuelo tenía los cordones de algodón ya muy gastados. Con sus dedos entumecidos por el frío desató los cordones, se quitó el sombrero y lo colocó en la cabeza del último Jizo. Des­pués, les hizo una reverencia y continuó el camino hacia su casa.
El viento helado rozaba implacablemen­te las mejillas y la cabeza, ahora descu­bierta, del afectuoso viejo.
La mujer esperaba contenta la vuelta del esposo, pensando que le habría comprado la cabeza de salmón, pero volvió cubierto de nieve, desprovisto del sombrero y sin haber hecho el encargo.
-¡Abuela! ¡Abuela! Ya estoy aquí, pero no he traído nada.
-¿Qué ha pasado? ¿Se habían agotado acaso los pescados?
-No, no es eso. No compré la cabeza de salmón porque...
Y le contó todo lo ocurrido a su esposa.
-Ahora entiendo porqué volviste sin pes­cado. ¡Pobres Jizo-samas! Hubieran teni­do mucho frío, hiciste bien en gastarte el dinero en esto -dijo la esposa que tam­bién era compasiva.
Los días eran cortos en invierno y ano­checió pronto. Ya era Noche Vieja; duran­te la cena sólo comieron cebada cocida, en lugar de arroz y verduras en adobo.
-Por lo menos, esta modesta comida nos ha calentado el cuerpo, ¿verdad? -co­mentó el abuelo.
-Sí, no podemos quejarnos, los hay peo­res que nosotros, hemos terminado el año sanos y salvos que es lo importante, ojalá tuviéramos igual suerte para el próximo.
Después de cenar, conversaron un poco alrededor del fuego y se fueron a dormir.
La abuela había puesto los calentadores de pies en sus camas. Soplaba el viento norteño que con la fina nieve golpeaba el alero y las ventanas.
-Parece que nevará toda la noche. Si nieva esta noche el día de Año Nuevo hará buen tiempo.
Se durmieron pensando en los deseos que le pedirían al nuevo año. El calentador empezó a caldearles suavemente hasta que se adormecieron en la pequeña y oscura habitación.
Hacia el amanecer del día 1 de enero, de repente, les pareció oír canciones que se mezclaban con el silbido del viento, sin saber de dónde venían. La abuela aguzó el oído y dijo:
-¿Quién cantará en la madrugada del Año Nuevo?, parece que se oye en aquella dirección.
El abuelo se despertó al oír hablar a la abuela.
Las voces cada vez se oían más cerca y la canción decía así:

El viento silba,
la nieve vuela.
¿Dónde está la casa del abuelo?
¿Dónde está la casa de la abuela?
Traemos el importe
de los sombreros que nos dejó.

¿Llegarían fantasmas a su casa?, ¿tenían acaso la intención de rodearles la morada? Los dos empezaron a temblar de miedo. Al cabo de un instante, el sonido retumbante de arrastrar algo y las voces de aquellas personas llegaron hasta el jardín.
-Aquí está la casa.
-Pues dejemos aquí lo que hemos traído.
-¿Preparados? ¡Ea! ¡Un, dos, tres!
Algo cayó a plomo en el pequeño jardín y la ruinosa casa de madera se tambaleó...
Después paró el extraño ruido, las voces se iban extinguiendo y se oía otra vez el dulce murmullo de la nieve. El viento géli­do hacía traquetear la puerta. Los dos es­tuvieron despiertos toda la noche. Sin em­bargo, no se atrevieron a mirar fuera y esperaron a que clareara.
-Mira, abuelo, ya empieza a clarear el cielo oriental...
-Sí, pero todavía hace mucho frío.
La viejecita insistió en que su marido se levantara, le preocupaba el ruido que se había oído por la noche.
El abuelo abandonó el lecho. Le pareció que los sospechosos habían desaparecido ya. De todas formas, tenía un poco de miedo, abrió sólo un poquito la puerta y miró fuera. Ya no nevaba, hacía buen tiem­po. Delante de él se extendía un manto azulado. Le pareció que ya no había nadie. Con resolución, abrió la puerta estropeada de madera. Delante de la entrada se en­contró varios sacos de paja. Desató los cordones de los sacos...
-¡Caramba! ¡Abuela! ¡Abuela! ¡Ven pronto!
Unos sacos contenían monedas de oro y plata, otros, toda clase de comidas típicas del Año Nuevo, arroz, pescados en adobo, pastelitos, etcétera.
Los seis «Jizo-zamas» vinieron en la Noche Vieja para recompensar la buena acción del viejo. Y la recompensaron con creces.
Desde entonces vivieron muy muy fe­lices.

0.040.3 anonimo (japon) - 028

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