Cuentan que érase una vez un hombre muy muy rico que
tenía una esposa fea y avara.
Un día, cuando la esposa estaba tejiendo tela para un
kimono, vio desde la ventana que se acercaba un mendigo sucio y harapiento.
Éste sé atrevió a pedirle un vaso de agua.
La señora, indignada y sin mirarle a la cara siquiera,
le dijo:
-¡Cómo te atreves!, acércate al río y bebe allí.
El mendigo se fue cabizbajo. En aquel momento, la
criada, que había visto el desprecio de su señora, se apiadó de él y se
apresuró a envolver en un papel lo que le correspondía a su desayuno. Llenó un
vaso con agua fresca del pozo y se fue detrás de él, procurando no ser vista
por el ama.
El harapiento, que además de sed también tenía
hambre, se alegró muchísimo.
Le dio efusivamente las gracias a la muchacha y le
regaló la única toalla que tenía.
A la mañana siguiente, la criada se levantó antes del
amanecer, se lavó la cara y se la secó con la toalla del mendigo, después se
fue al pozo a recoger agua, pensando que le esperaba un día muy ocupado. Lavó
y coció el arroz para el desayuno y empezó a poner la mesa. Cuando la señora se
levantó y fue al comedor se quedó boquiabierta al ver la cara de la criada, a
ella le pareció raro y le preguntó:
-¿Le ocurre algo, señora? o ¿acaso mi cara tiene
tiznajos?
Después de decir esto, se sacó del bolsillo la toalla
y se limpió otra vez la cara restregándosela, pensando que se le había
ensuciado con las cenizas de la lumbre.
La señora abrió todavía más los ojos y sin poder salir
de su asombro le preguntó:
-¿De dónde has sacado esta toalla?, ¿qué has hecho con
tu cara, mente-cata? Ahora es tan diferente que si no hubiera sido por tu voz no
te habría reconocido.
La muchacha sentía curiosidad por saber qué era lo
que chocaba tanto a su ama y empezó a buscar un espejo. Como no encontraba
ninguno, fue a mirarse al pozo.
Su cara, morena y fea como un mono, aparecía ahora
blanca y con unos ojos grandes y negros. Era realmente muy bonita. No podía
creer que se trataba de ella misma y hacía muecas para asegurarse de que la
cara que se reflejaba en las cristalinas aguas era la suya.
-Te has vuelto guapa al secarte con esta toalla,
déjamela a mí -le dijo irritada la señora, y se la quitó de las manos de un
tirón.
Enseguida, empezó a frotarse la cara, mas no se
producía ningún cambio. Sin embargo, si lo hacía la criada se volvía cada vez
más bonita.
-¿Quién te la ha dado?
-Aquel mendigo de ayer, señora. Le di un vaso de agua
y me la regaló.
-¡Qué rabia! Si yo le hubiera dado agua, me la habría
regalado a mí.
Muerta de envidia y furiosa, reunió a los demás
criados y les ordenó buscar por los alrededores a todos los mendigos que encontrasen
y traérselos sin pérdida de tiempo.
Al. cabo de un rato, cada criado apareció con un
pobre. La señora pensó que al menos uno de ellos llevaría una toalla mágica
como la de su criada.
Hizo preparar un banquete y les dio de comer y beber
hasta que se saciaron. Parecía una persona distinta: les trataba con una voz
dulce y cariñosa. Los mendigos, muy contentos, comieron y bebieron tanto sake
como pudieron, después empezaron a cantar y bailar. Rompían cosas, se peleaban...
Pero el ama todo lo permitía, pensando en lo guapa que se iba a poner.
La fiesta duró hasta el amanecer. Cuando los mendigos
ya empezaron a desfilar hacia sus chabolas, la señora les dijo:
-¿No tenéis ninguna toalla?, si tenéis alguna, aunque
esté sucia y vieja no importa, dejádmela, por favor.
Pero ninguno de ellos tenía. Cuando salía el último,
le miró sus bolsillos y le quitó un trapo tan pringoso que nadie podía imaginar
que fuera una toalla.
-¡Ja! Te puedes ir; tengo lo que quería.
Enseguida se lavó la cara y se la secó con el trapo,
luego mandó trajesen un espejo... Mas, la cara de la avara se había convertido
en la de un caballo. Fue tanta su sorpresa y vergüenza que incluso relinchaba
como uno más. Y trotando se fue hacia la montaña para no ser vista. Se dice que
no volvió nunca más a aquella casa.
0.040.3 anonimo (japon) - 028
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