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martes, 5 de noviembre de 2013

La toalla del pobre

Cuentan que érase una vez un hombre muy muy rico que tenía una esposa fea y avara.
Un día, cuando la esposa estaba tejien­do tela para un kimono, vio desde la ven­tana que se acercaba un mendigo sucio y harapiento. Éste sé atrevió a pedirle un vaso de agua.
La señora, indignada y sin mirarle a la cara siquiera, le dijo:
-¡Cómo te atreves!, acércate al río y bebe allí.
El mendigo se fue cabizbajo. En aquel momento, la criada, que había visto el des­precio de su señora, se apiadó de él y se apresuró a envolver en un papel lo que le correspondía a su desayuno. Llenó un vaso con agua fresca del pozo y se fue detrás de él, procurando no ser vista por el ama.
El harapiento, que además de sed tam­bién tenía hambre, se alegró muchísimo.
Le dio efusivamente las gracias a la mu­chacha y le regaló la única toalla que tenía.
A la mañana siguiente, la criada se le­vantó antes del amanecer, se lavó la cara y se la secó con la toalla del mendigo, des­pués se fue al pozo a recoger agua, pensan­do que le esperaba un día muy ocupado. Lavó y coció el arroz para el desayuno y empezó a poner la mesa. Cuando la señora se levantó y fue al comedor se quedó bo­quiabierta al ver la cara de la criada, a ella le pareció raro y le preguntó:
-¿Le ocurre algo, señora? o ¿acaso mi cara tiene tiznajos?
Después de decir esto, se sacó del bolsi­llo la toalla y se limpió otra vez la cara restregándosela, pensando que se le había ensuciado con las cenizas de la lumbre.
La señora abrió todavía más los ojos y sin poder salir de su asombro le preguntó:
-¿De dónde has sacado esta toalla?, ¿qué has hecho con tu cara, mente-cata? Ahora es tan diferente que si no hubiera sido por tu voz no te habría reconocido.
La muchacha sentía curiosidad por sa­ber qué era lo que chocaba tanto a su ama y empezó a buscar un espejo. Como no encontraba ninguno, fue a mirarse al pozo.
Su cara, morena y fea como un mono, aparecía ahora blanca y con unos ojos gran­des y negros. Era realmente muy bonita. No podía creer que se trataba de ella mis­ma y hacía muecas para asegurarse de que la cara que se reflejaba en las cristalinas aguas era la suya.
-Te has vuelto guapa al secarte con esta toalla, déjamela a mí -le dijo irritada la señora, y se la quitó de las manos de un tirón.
Enseguida, empezó a frotarse la cara, mas no se producía ningún cambio. Sin embargo, si lo hacía la criada se volvía cada vez más bonita.
-¿Quién te la ha dado?
-Aquel mendigo de ayer, señora. Le di un vaso de agua y me la regaló.
-¡Qué rabia! Si yo le hubiera dado agua, me la habría regalado a mí.
Muerta de envidia y furiosa, reunió a los demás criados y les ordenó buscar por los alrededores a todos los mendigos que en­contrasen y traérselos sin pérdida de tiempo.
Al. cabo de un rato, cada criado apareció con un pobre. La señora pensó que al me­nos uno de ellos llevaría una toalla mágica como la de su criada.
Hizo preparar un banquete y les dio de comer y beber hasta que se saciaron. Pa­recía una persona distinta: les trataba con una voz dulce y cariñosa. Los mendigos, muy contentos, comieron y bebieron tanto sake como pudieron, después empezaron a cantar y bailar. Rompían cosas, se pelea­ban... Pero el ama todo lo permitía, pen­sando en lo guapa que se iba a poner.
La fiesta duró hasta el amanecer. Cuan­do los mendigos ya empezaron a desfilar hacia sus chabolas, la señora les dijo:
-¿No tenéis ninguna toalla?, si tenéis alguna, aunque esté sucia y vieja no impor­ta, dejádmela, por favor.
Pero ninguno de ellos tenía. Cuando sa­lía el último, le miró sus bolsillos y le quitó un trapo tan pringoso que nadie podía ima­ginar que fuera una toalla.
-¡Ja! Te puedes ir; tengo lo que quería.
Enseguida se lavó la cara y se la secó con el trapo, luego mandó trajesen un es­pejo... Mas, la cara de la avara se había convertido en la de un caballo. Fue tanta su sorpresa y vergüenza que incluso re­linchaba como uno más. Y trotando se fue hacia la montaña para no ser vista. Se dice que no volvió nunca más a aquella casa.

0.040.3 anonimo (japon) - 028

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