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martes, 5 de noviembre de 2013

Cadáveres sin cabezas

Allá por los años cincuenta, en el pueblecito de Gri­maldo, y por parte de los dueños de la finca y del pueblo se hacían obras para construir una vivienda destinada al guarda.
El lugar elegido estaba muy próximo a lo que resta del famoso castillo. No olvidemos que éste de Grimaldo era parte en la red de comunicaciones y defensas que jalo­naban por un lado y por otro el Tajo, frontera natural durante muchas etapas de la Reconquista. Los mahome­tanos lo construyeron posiblemente para dar escolta a la colosal fortaleza de Monfragüe. Pasó después a ser cuna y señorío del esclarecido linaje de los Grimaldos, a los que dio nombre.
Sabemos, por ejemplo, que Sancho IV donó a los Se­ñores de Grimaldo el castillo de Monfragüe cuando se extinguió la Orden de Calatrava. Uno y otro pasaron después a diversas familias como los Trejos, Vargas, Calderones, etc.
El castillo ha sufrido diversas transformaciones, y hoy es precario recuerdo de su pasada grandeza.
Relacionado con estas transformaciones está el hecho a que nos estamos refiriendo.
Se hacían los cimientos para la casa del guarda. Dis­tancia: cincuenta metros no más de los muros del casti­llo. Ante la sorpresa de los obreros, comienzan a apare­cer abundantes restos humanos. Una duda domina a to­dos: si son restos humanos deben aparecer calaveras. Pero las cabezas no aparecen. Huesos de todas las partes del cuerpo y ninguno de la cabeza.
Lo que era sorpresa o desencanto para todos fue ale­gría para una persona: el señor Circo. Era esa especie ra­ra de intelectual, auto-didacta, pueblerino, enciclopedia de tradiciones y saberes autóc-tonos. Curandero, pacifi­cador, depositario de la justicia y, luego, amigo mío.
Cuando lo vio, su afirmación fue lapidaria:
-"Esto confirma que la leyenda, desde hoy, se ha convertido en historia".
Los Reyes Católicos fueron los empresarios de una nueva España. Para conseguirlo tuvieron que limpiar la nación de una serie incontrolada de pícaros, vagos, ma­leantes, pordioseros, sinver-güenzas y ladrones que in­festaban pueblos y ciudades. Ni las aldeas pequeñas, o quizá más, las aldeas pequeñas, eran los lugares predi­lectos para toda esta legión de rufianes.
Para llevar adelante este propósito, los Reyes Católi­cos crearon la Santa Hermandad, que en todas partes, para gloria de los actuales, se la define como una especie de guardia civil en los siglos XV y XVI.
Entonces, como ahora, "ni eran todos los que pare­cían, ni parecían todos los que eran". El desarraigo, pues, fue un proceso lento de sacrificio, paciencia y ha­bilidad, a veces, con unos medios más propios de píca­ros que de agentes de la justicia. Era un recurso obligado para la Santa Hermandad, que tenía sobre sus hombros el peso ingente de limpiar el lastre depositado, quizá du­rante siglos.
Aunque parezca mentira a Grimaldo, la pequeña al­dea olvidada, cercana a Plasencia, le tocó también su turno.
Se corría la especie de que en el Castillo, albergue obligado de caminantes que seguían utilizando la dete­riorada Vía de la Plata, entraban a veces arrieros que no volvían a salir.
Se decía que durante la noche, mientras dormían, se les daba muerte para despojarlos de cuanto llevaban.
Narcóticos... Crímenes... Enterramientos secretos... Riquezas incontrola-das...
La imaginación popular estaba desbordada.
¿Verdad? ¿Mentira?
La Santa Hermandad tenía que averiguarlo.
El ardid se puso en marcha: varios de los miembros de esa Hermandad se disfrazan de arrieros haciendo in­cluso ostentación de riquezas. Sus armas debidamente camufladas. Una de tantas noches, y debidamente dis­tanciados, piden hospedaje en el castillo. Se identifican como pastores, como arrieros trashumantes, como po­seedores de rebaños que pastan ahora en las llanuras castellanas. Todo parece normal. Todo está perfecta­mente estudiado. Ahora sólo hacía falta que los hechos esperados llegaran a producirse. Y, desgraciadamente, se produjeron. Pero esta vez con suerte contraria para sus protagonistas. Cuando intentaron repetir sus críme­nes y latrocinios con el primero de los arrieros, cayeron sobre ellos los demás y los prendieron al grito escalo­friante:
-"Alto a la Santa Hermandad."
Sorprendidos "in fraganti", la pena era ejemplar: "Cortarles la cabeza". Y así se hizo para escarmiento ge­neral. Se les cortó la cabeza y sobre las almenas del casti­llo se colocaron una a una, para que sirvieran de ejem­plo.
Una orden especial de la Reina Isabel obligó a des­mochar el castillo en un tercio de su altura. Esta es una de las causas que justifican su actual aspecto.
No hace falta que digamos que ya está explicado el hecho de los enterramientos: cabezas sin cadáveres y cadáveres sin cabezas.
Aclaramos también que los actuales poseedores del castillo no son los descendientes directos de los respon­sables de esta leyenda.

FUENTES:
-Testimonio recogido directamente por el autor cuando aún no pensaba escribir este libro.
- Aprovecho esta ocasión para dar testimonio público de mi agra­decimiento al pueblecito de Grimaldo. Allí pasé unos cuantos años, siempre tratado con un respeto y cariño de tal calibre, que el paso del tiempo no ha podido borrar.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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