Lo que
vamos a contar tuvo lugar durante el reinado de Sancho IV el Bravo, a fines del
siglo XIII, poco después de la guerra civil que el citado monarca había
suscitado contra su padre Alfonso X el Sabio.
Era una
época de batallas, de hechos gloriosos y de grandes derrotas, la época de la
reconquista, en que las guerras intestinas se aunaban con las guerras de
religión y de raza. Dos pueblos, el moro y el cristiano, dirimían su derecho a
la supervivencia en el solar hispánico.
Junto a los
héroes de uno y otro bando proliferaban los traidores, los que no vacilaban en
pasarse al enemigo por ambición o por dinero. Uno de éstos fue el infante don
Juan, hermano del rey, de carácter turbulento y muy voluble, que únicamente se
plegaba a sus conveniencias sin parar mientes en la lealtad y en los deberes de
sangre. En la guerra civil entre Alfonso el Sabio y Sancho el Bravo tan pronto
luchó en un bando como en el otro. Ni las amenazas ni las ofertas lograron
calmar su insaciable inquietud.
El rey
Sancho se vio obligado finalmente a encarcelar a su hermano en Alfaro. Cuando
salió libre volvió a las andadas, pero al ver que nada conseguía huyó a
Portugal para seguir conspirando. El monarca portugués por respeto a don Sancho
se negó a darle asilo. Como no podía volver a España, don Juan marchó a
Marruecos y ofreció sus servicios al emir Aben Jacob.
-De
acuerdo, don Juan. Precisamente hemos decidido emprender una lucha contra el
rey de Castilla. Saldréis en compañía de mi primo Amir con cinco mil jinetes,
pasaréis el estrecho de Gibraltar y os plantaréis delante de Tarifa. Esta plaza
debe ser tomada rápida-mente.
-Lo será.
No lo dudéis. Conozco todo el territorio y podré ayudar a vuestro primo -repuso
el infante don Juan.
-Tarifa nos
dará la oportunidad de avanzar y derrotar al rey de Castilla. Si conseguimos
esto os recompensaré largamente.
-No
esperaba menos de vos, señor -dijo el infante inclinándose hipócrita-mente, pues
él tenía sus propios planes. Lo que le interesaba era derrotar a su hermano y
ocupar el trono. No recordaba por supuesto lo que les ocurrió a los traidores
don Opas y a los hijos de Witiza cuando intentaron hacer lo mismo con don
Rodrigo, el último rey godo.
Pero
tampoco el emir se fiaba mucho de don Juan. Un hombre que traiciona a su propio
hermano no inspira confianza.
Realizados
los preparativos adecuados, Amir y don Juan después de pasar el estrecho
llegaron a la plaza de Tarifa.
La
fortaleza de Tarifa se hallaba defendida entonces por un caballero cristiano
cuyo nombre era Guzmán y que con el tiempo sería conocido con el epíteto de «el
Bueno».
Don Juan
conocía al citado caballero y a pesar de su integridad quiso intentar el
soborno: ofrecióle un gran tesoro si entregaba la villa.
-Decidle al
infante traidor que ha querido comprarme que un caballero cristiano no se rinde
jamás -contestó Guzmán a la propuesta del emisario. Y añadid también que un
cobarde y un vil cree que todos son de su condición.
Cuando supo
lo que había contestado el defensor de Tarifa, don Juan ardió en cólera y de
acuerdo con Amir ordenó el asalto a la plaza.
Pasaron los
días y la ciudad no cedía. Pero los sitiados empezaban a estar en condiciones
angustiosas: escaseaban los víveres y especialmente el agua. La moral se iba
resquebrajando. Aprovechando esta coyuntura, don Juan, olvidando su anterior
resquemor, volvió a ofrecer a Guzmán la mitad del tesoro prometido
anteriormente.
-Decid al
infante don Juan que los buenos caballeros ni compran ni venden la victoria.
Esta
respuesta no sólo enfureció al infante, sino también al caudillo Amir.
-Habéis
fracasado en las dos ocasiones, don Juan. Este caballero no entregará la plaza
si no es por la fuerza. Es la le y de la guerra. ¿Por qué empeñarse en obrar de
otra manera? Mi primo el emir no aprobaría esto -exclamó indignado Amir.
-Vuestro
primo me ha encargado que os asesore en todo. Tarifa está muy bien defendida y
a pesar de que les falten víveres pueden prolongar la resistencia por espacio
de muchas semanas. Este tiempo será suficiente para que el rey de Castilla
organice un ejército fuerte capaz de haceros regresar otra vez a Marruecos.
-Sí, es
verdad. Puede ocurrir lo que decís -dijo Amir.
-Ocurrirá,
sin duda alguna, si Tarifa no se rinde dentro de unos días.
-Pero ya
habéis visto que el caballero Guzmán es insensible a los tesoros...
-Tengo otra
carta en mi poder que no quería emplear hasta el último momento -explicó el
infante mientras una sonrisa maliciosa iluminaba su cara.
-¿De qué se
trata? -preguntó el moro.
-¿No os
habéis fijado en un muchacho que vive en mi tienda y que me acompaña a todas
partes?
-Sí. ¿Es
vuestro criado?
-No, no es
mi criado ni mi paje ni pertenece a mi familia.
-Entonces
¿qué es? Por Alá, que sois un hombre bien extraño. Decid las cosas por su
nombre o no respondo de mí a pesar de la confianza que os tiene mi primo -gritó
Amir.
-Calma,
amigo. Me explicaré. En pocas palabras: este joven es nada menos que el hijo de
Guzmán.
-¿Es
posible? -exclamó el moro admirado.
-Es el hijo
de Guzmán. Ha sido casual que fuera Guzmán el defensor de Tarifa. No hace mucho
que fue nombrado para el cargo. En Portugal se me confió al hijo de Guzmán para
que lo pusiera bajo la protección de la corte portuguesa. Cuando fui expulsado
de Portugal me llevé al muchacho conmigo más bien por despecho al ver que en
todas partes me rechazaban. No pude imaginar entonces que me iba a ser tan
útil.
-Sigo sin
comprender...
-Es muy
fácil. No ofreceré a Guzmán dinero ni honores: sólo su hijo, la vida de su hijo
contra la plaza de Tarifa.
-Es una
jugada extraordinaria. Os felicito, don Juan, y me rindo ante vos. Mi primo
estará contento. No dudo de vuestro éxito. Un padre no dudará ante la vida de
su propio hijo.
Era verdad.
Un padre no podía dudar en circunstancias normales en salvar a su hijo, pero el
moro y el infante se equivocaban en una cosa: aquéllas no eran circunstancias
normales; la ocupación de Tarifa podría ser una nueva derrota de Guadalete, una
invasión árabe que podría destrozar a Castilla y a toda la península.
Al día
siguiente, don Juan sacó maniatado de la tienda al hijo de Guzmán, le llevó al
pie del muro de la fortaleza y mostrándoselo a su padre dijo:
-Aquí
tenéis a vuestro hijo, Guzmán. No habéis aceptado dinero ni dádivas, pero ahora
os ofrezco algo más: la vida de vuestro hijo. Si no os rendís en el acto,
morirá ante vuestros propios ojos.
No era la
primera vez que aquel hombre empleaba semejante ardid. Ya en vida de su padre
para conseguir que la ciudad de Zamora se rindiera se había apoderado de un
hijo de la alcaidesa del alcázar y con las mismas intima-ciones había obtenido
la rendición. Pero aquella vez se limitó a un acto de guerra al apoderarse del
hijo de la alcaidesa; ahora, en el caso del hijo de Guzmán, había violado
además el honor y la confianza.
El
caballero Guzmán vio a su hijo maniatado y lloroso al pie del muro y sus ojos
derramaron abundantes lágrimas. Era su hijo inocente el que estaba allí en
poder de aquel malvado que había abusado de la confianza real y dispuesto a
matar sin importarle nada lo inicuo de su acción. ¿Tendría que entregar la
plaza? ¿Consentiría que su hijo muriese? Recordó su nacimiento, sus años de
infancia... Hizo un esfuerzo para apartar de su mente aquellas escenas
placenteras. Recordó la lealtad jurada a su rey y el sacrificio que todos
debemos a la patria cuando está en peligro, y finalmente su deber venció a sus
sentimientos paternos. Se agigantó su figura al responder con voz firme a las
infames palabras del infante:
-No eduqué
ni crié a mi hijo para que fuera un enemigo de mi rey, sino para que sirviera a
la patria y luchara contra sus enemigos. Si don Juan le da muerte, yo seguiré
defendiendo Tarifa por encima de otra consideración. Mi hijo continuará en mi
recuerdo, pero su asesino obtendrá la condenación eterna y el desprecio de
todos.
-Es una
locura lo que intentáis hacer, Guzmán -gritó el infante.
-No es
locura sino dignidad. Soy un caballero y vos un asesino aunque seáis infante y
hermano del rey. Y para que veáis mi firmeza y que no estoy dispuesto a cambiar
de opinión ahí va mi propio puñal para que no os falte arma con que completar
tal atrocidad.
Una vez
dichas estas palabras, Guzmán sacó el puñal que llevaba en la cintura, lo
arrojó al campo enemigo y se retiró al castillo.
Se hallaba
Guzmán con su esposa cuando oyó unos angustiosos alaridos que llegaban desde
los muros. Al no conseguir su propósito, don Juan, furioso, había matado al
hijo del defensor de Tarifa.
La gente
del pueblo fue testigo de la cruel escena y de ella partían los alaridos que
oyeron el caballero Guzmán y su dolorida esposa.
Mientras la
mujer lloraba y gemía, don Guzmán permanecía serio e inescrutable, pero con el
corazón roto por el dolor.
-Era mi
deber -exclamaba el héroe. Impedí que los moros entraran en Tarifa.
Seis meses
llevaban resistiendo los heroicos defensores de Tarifa y en varias ocasiones
recibieron ayuda de víveres y armas que desde Sevilla les mandaba el rey. Éste
había reunido tropas suficientes y se disponía a levantar el asedio, que había
permitido organizar la contraofensiva contra los moros.
Amir y don
Juan convencidos ya de lo inútil de su empeño decidieron levantar el cerco y
regresar a Marruecos.
Pronto se
extendió por toda la península la noticia de lo que en Tarifa había sucedido y
el clamor general fue de admiración. El propio rey, aunque estaba enfermo en aquellos
momentos, quiso saludar al defensor de Tarifa, que no había vacilado en
sacrificar a su propio hijo.
En cuanto
hubo cumplido con todos los amigos y parientes que fueron a darle el pésame,
Guzmán partió hacia Castilla.
Por los
caminos las gentes salían a verle y le aclamaban como a un héroe. Alcalá de
Henares aparecía engalanada en su honor, y no sólo el pueblo sino hasta la
corte había salido a recibirle con grandes muestras de respeto y admiración.
Cuando el
rey lo tuvo ante sí le abrazó emocionado y lo presentó ante la corte diciendo:
-Aquí
teneis a un ejemplo de caballero entero y patriota. Castilla no podrá olvidar
nunca lo que hizo en Tarifa.
-¡Gracias,
señor! Me siento pagado con vuestras palabras aunque sólo cumplí con mi deber.
-Hicisteis
más que cumplir con vuestro deber, caballero Guzmán. Ofren-dasteis a vuestro
hijo para salvar el reino de Castilla.
Y aunque
Guzmán se consideraba pagado por las atenciones del rey, éste le hizo donación
de todas las tierras andaluzas compren-didas entre las desembocaduras del
Guadalquivir y el Guadalete.
Queda un
poco oscura la figura de la esposa del héroe. Se cree que en un principio no
comprendió muy bien el actuar de su marido. Una madre es una madre, y ella no
pudo aceptar la muerte de su hijo en aquellas circunstancias. Lloró mucho y el
dolor nubló su buen sentido, pero con el tiempo reconoció la nobleza y el
desinterés de su esposo y llegó a admirar su conducta.
Y del
infante don Juan, ¿qué? Su criminal acción merecía un terrible castigo. ¿Lo
tuvo? Sí, lo tuvo. Cuando el ejército moro al mando de Amir llegó a Marruecos
sin haber conseguido apoderarse de Tarifa el emir montó en cólera. Amir quiso
librarse de responsa-bilidades y acusó al infante don Juan de haber perdido
muchos días intentando sobornar a Guzmán.
En resumen,
un traidor no es bien visto en ninguna parte y don Juan era un hombre que de
nada servía ya a los moros. Fue acusado formalmente de negligencia y
decapitado. Así murió el traidor.
Leyenda de moros y cristianos
Fuente: Roberto de Ausona
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