Erase una vez un joven llamado Heiroku, tan enamorado
de su bella esposa, que pasaba la mayor parte del día contemplándola y
admirándola, con lo que se olvidaba por completo de las labores del campo, la
base económica de aquellos recién casados.
Y la joven esposa, aunque en un principio le
agradaban estas muestras de cariño, se empezaba a preocupar y no sabía cómo
hacerle trabajar. Varias ideas le pasaron por la mente, y al fin decidió que lo
más conveniente sería dibujar su cara a tamaño natural. Enseguida cogió un
pincel y tinta china y mirándose a un espejo no tardó en hacer un bosquejo.
-Toma, cariño, llévate este dibujo al campo, así
podrás mirarlo de cuando en cuando y te parecerá que estoy contigo.
-¡Oh!, ¡pero si el dibujo es igualito a ti! Es cierto,
si me llevo esta copia será casi como si estuviéramos juntos.
Luego, Heiroku dobló cuidadosamente el papel y después
de coger el almuerzo preparado por su bonita mujer, se fue al campo muy
contento.
Al llegar allí, se sentó en una piedra, sacó el papel
que había guardado en el cinturón del kimono y con una sonrisa de oreja a oreja
disfrutó mirando el retrato: Después, lo guardó y empezó a cavar un poquito; al
rato, lo desplegó de nuevo... Y así estuvo todo el santo día sin que le
cundiera nada el trabajo.
-¿Qué estará haciendo ahora mi amor? -y mientras
pensaba esto, se sacó otra vez el dibujo de la faja.
En aquel mismo instante sopló un fortísimo viento
arrebatándole de las manos el papel que con tanto esmero y cariño Heiroku
guardaba, volando muy alto, muy alto...
-¡Eh! ¡Espera, espera! -iba diciendo, mientras corría
detrás de él atra-vesando campos y ríos...
Pero el dibujo voló tan alto, que desapareció al otro
lado de la montaña y le resultó imposible alcanzarlo.
El caso es que el retrato de la esposa de Heiroku fue
a caerse encima de la cabeza del señor feudal que vivía al otro lado de la
sierra.
El caballero del castillo, al ver el perfil de aquella
hermosa mujer, se enamoró de ella enseguida, y ordenó a sus vasallos que la
buscasen donde fuera y la trajeran ante su presencia de inmediato.
Los súbditos empezaron la minuciosa búsqueda por todas
las casas de los contornos. Una mañana, se presentaron a la casa de Heiroku y
al comparar la mujer del dibujo con su esposa se dieron cuenta del gran
parecido y se dispusieron a cumplir las órdenes de su señor, sin hacer caso ni
de las súplicas del marido ni de los lloriqueos de la esposa. Pero antes de
separarse ella pidió que le concediesen unos minutos para hablar con su
marido. Se arrodilló encima de la estera, se sacó una bolsa de dentro del
kimono y muy humildemente le dijo:
-Esta bolsa contiene semillas de melocotón, plántalas
y dentro de tres años los árboles darán frutos, entonces, ven a venderlos al
castillo donde me llevarán.
Heiroku no prestó atención a las palabras de su
mujer, atado de pies y manos, se arrastraba por la estera para rogarles de nuevo
a los samurais que no se la llevaran. Sin embargo, su esposa ya estaba dentro
del palanquí y los palanquineros estaban dispuestos a emprender la marcha,
contentos de haber podido cumplir la orden.
Desde el día en que secuestraron a su esposa, Heiroku
quedó sin fuerzas y enfermizo de tristeza. En cierta ocasión se acordó de la
bolsa que le entregó ella antes de despedirse. La abrió y efectiva-mente contenía
unas gruesas semillas de melocotón, las plantó en el huerto de delante de casa
y se quedó otra vez cabizbajo observando lo que acababa de plantar, sin abrigar
ningún tipo de esperanza.
Mientras tanto vino el invierno y cubrió con su nieve
montes, ríos y campos. Heiroku esperó el paso de los días fríos encerrado en
casa, sin ganas de hacer nada. Sólo le venían a la memoria los ratos felices
vividos junto a ella.
Pasado el invierno llegó la primavera y luego el
verano y..., así pasaron tres años, al cabo de los cuales, aquellos melocotoneros
dieron espléndido fruto.
En el castillo, durante este largo tiempo de
separación, la vida transcurría sin ningún aliciente, la esposa del noble no
se reía nunca, aunque el señor feudal había intentado todos los recursos
posibles para que lo hiciese.
Heiroku recogió los melocotones y los puso en un gran
capazo. Se lo cargó a la espalda y se dirigió hacia el castillo. Al llegar por
sus alrededores empezó a dar voces:
«Melocotoneees,
melocotoneees,
melocotones
dulcees y baratooos,
¿no quiere
melocotones el señor?».
Heiroku se atrevió a acercarse al filo de la puerta,
con el fin de ser vista por su esposa.
Súbitamente, la señora soltó una carcajada, lo que llenó
de alegría al señor, el cual hizo llamar al vendedor ambulante y le hizo
repetir el estribillo.
Heiroku no se hizo rogar y sin poder contener el
regocijo de ver a su esposa tan cerca, repitió:
«Melocotoneees,
melocotoneees,
melocotoneees,
dulcees y baratooos...».
La señora volvió a reírse. Entonces el noble quiso que
se riera más todavía y se puso el kimono del vendedor para imitarle mejor y
Heiroku se puso el del noble, sentándose al lado de su esposa. El caballero,
así disfrazado, salió fuera del castillo para que pareciese más real.
Al quedarse solos los dos enamorados, se abrazaron muy
emocio-nados, ¡tres años sin verse! Era para estar locos de contento...
Un rato después, el soberano obligó a su vasallo a que
le abriese la puerta, pero éste no le reconoció y le dijo:
-Oye, vendedor, ya viniste antes, además con este
kimono tan viejo y pringoso ensuciarás la estera.
El señor no se daba por enterado y como quería entrar
a la fuerza, salieron más guardias y con grandes paros le echaron del castillo.
Desde entonces, Heiroku y su bella esposa vivieron
muy muy felices en el castillo. En cambio, el verdadero amo no volvió más a
su gran fortaleza, y cada día se pasaba las horas mirando a la mujer, del
cuadro con un aire triste y desolado.
0.040.3 anonimo (japon) - 028
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