Una de las
más hermosas leyendas montserratinas que se conservan hace referencia a la
imagen de la Moreneta. Esta narración empieza cuando Nuestro Señor Jesucristo
acababa de ofrendar su preciosa Vida en el Gólgota para salvar a toda la
humanidad.
La noticia
de la Pasión y Muerte de Jesús la conoce un joven de Barcino (Barcelona)
llamado Sergio en uno de sus viajes a Palestina. Cuando regresa a su ciudad
comunica la triste nueva a sus padres.
El anciano
Eulogio, padre de Sergio, presidente del municipio de Barcino, convoca a los
consejeros para darles cuenta del sacrificio del divino Maestro. Sergio
advierte a los reunidos del peligro que corre la madre del Salvador a quien los
judíos piensan hacer víctima de su inquina.
De común
acuerdo se organiza una expedición a Palestina para rescatar a la Virgen y
traerla a Barcino por ser esta ciudad un refugio seguro. Por unanimidad se
acuerda nombrar a Sergio, a pesar de su juventud, jefe de la expedición.
Después de
muchas penalidades, Sergio y sus compañeros llegan a Palestina y encuentran a
la Virgen. La Madre del Señor, advertida de su llegada, les acogió con una
dulce sonrisa.
-¡Amigos
míos! Conozco lo difícil que ha sido para vosotros llegar hasta aquí desde
Barcino. Os agradezco toda vuestra buena voluntad.
-¡Señora!
Barcino os pide vuestra intercésión -repuso Sergio con voz conmovida. Esta
ciudad será un refugio seguro para Vos. Nadie podrá molestaros y estaréis a
salvo del odio de muchas gentes. Venid con nosotros, señora. Os lo suplicamos
como devotos crístianos[1] y
como ciudadanos de la muy noble y leal Barcino.
-¡Gracias,
amigos míos! Es un gesto tan noble el vuestro que no lo olvidaré jamás. Pero
siento mucho no poder aceptar vuestra hospitalidad. Conozco todos los peligros
que aquí me acechan, pero mi sitio está en Palestina, en esta bendita tierra
regada con la sangre de mi Divino Hijo, el buen Jesús, Padre de todos.
Comprendo que el pesar se refleja en vuestros rostros al oír mis palabras y no
quiero que marchéis con esa sombra de tristeza. ¡Regresad a Barcino! Vuestras
madres, esposas e hijas os esperan con los brazos abiertos. Cuando alguien os
pregunte por qué la Señora no os ha acompañado respondedle: «Era una madre que
quiso permanecer al lado de su hijo.» Todos comprenderán estas palabras. Yo os
prometo, no obstante, que dentro de algún tiempo uno de los apóstoles de Jesús
llegará a Barcino con una imagen mía. Es el obsequio de una madre a sus hijos
de Barcino que un día se acordaron de ella y fueron hasta Palestina para
protegerla. Decidies a todos que estoy muy contenta de su devoción y que no
teman por mí. Dios sabrá protegerme. ¡Que Dios os bendiga a todos, hijos míos!
El eco de
aquellas palabras se mantuvo en toda su fuerza en los corazones de los peregrinos.
Habían salido ya de Betzal en dirección a la costa en donde iban a encontrar al
resto de la expedición. Sergio y los demás peregrinos anduvieran con la cabeza
erguida, mirando al cielo, como si en él esperasen contemplar aquella imagen de
la Señora, que había inundado su alma de una luz espiritual descono-cida hasta
entonces.
Sergio,
sobre todo, a veces, cerraba los ojos. Las palabras de la Virgen quedaron
impresas en su frente y una tras otra volvía a recordarlas.
-Nuestra
misión no ha sido estéril -decía Sergio a sus amigos. Nos ha prometido que uno
de los apóstoles de Jesús llevaría a Barcino una imagen suya. ¿Qué mejor
recompensa podíamos esperar? Ella permanecerá con nosotros a través de los
siglos y nuestro pueblo sabrá rendirle tributo de amor y devoción. Ella será
nuestra Reina y Protectora, nuestra Madre del cielo...
El regreso
fue más rápido que la ida. Era como un milagro de rapidez, algo que dejó
asombrados a los marineros cuando les vieron llegar. Habían recorrido media
Palestina en pocas jornadas: sin probar alimento alguno y sin sufrir hambre o
sed, ni siquiera cansancio. La Virgen les amparó con su Divinal manto y les
protegió a través del mar hasta llegar a Barcino. Ni una tormenta nubló el
cielo ni el más mínimo incidente alteró la travesía.
Y un día,
por fin, desembarcaron en el puerto de Barcino. La noticia de su arribada
corrió como un reguero de pólvora. Viejos y jóvenes, niños y mujeres acudían a
saludar a los bravos peregrinos que regresaban de Palestina. Al frente de
todos, el noble Eulogio, presidente del consejo municipal. El primero que saltó
a tierra fue Sergio cuyo primer impulso fue abrazar a su padre.
-¿Qué ha
ocurrido, hijo?
-Todo bien,
padre. Si os parece explicaré los resultados del viaje al consejo municipal. La
Señora está a salvo y nada ha de ocurrirle. No ha venido con nosotros, pero nos
ha hecho una promesa que ha de alegrar los corazones de todos.
En la
reunión del consejo que se celebró poco después, Sergio contó en breves
palabras las incidencias del viaje y las palabras de la Virgen y terminó
diciendo:
-Éstas
fueron sus palabras y su gran promesa. No podía estar con nosotros en carne
mortal, pero su imagen representará para Barcino la más dulce de las
esperanzas.
Pasó mucho
tiempo... hasta que un día la promesa de la Virgen se hizo real. San Pedro
llegó a Barcino[2]
con una imagen de la Señora tallada por san Lucas para ofrendarla al consejo
municipal de la ciudad que presidía Sergio por haber fallecido su padre
Eulogio.
El consejo
en pleno presidió la ceremonia religiosa y el sacerdote de la iglesia de los
Santos Justo y Pastor recibió de manos de san Pedro la Sagrada imagen de la
Virgen. El pueblo que asistía a la ceremonia se arrodilló devotamente. San
Pedro habló a su grey:
-Alabado
sea siempre el nombre de nuestro Dios. Mi misión ha terminado. Vine de
Palestina por expreso encargo de la Señora a ofrendaros su imagen que habéis
colocado en el altar. Ahora regreso a Roma, hermanos míos, a esa Roma pagana en
la cual hay tanto que hacer. Que Dios os bendiga a todos.
La Roma
pagana empezó a perseguir a los cristianos y pronto la sangre de los mártires
empapó la arena de los anfiteatros. Barcino tampoco escapó a las persecuciones
y una de las primeras Víctimas fue Sergio.
La Santa
imagen fue escondida durante este vendaval de odio, pero los romanos, atentos
sólo a matar cristianos, no se preocuparon de ella.
Llegaron
por fin días de paz. El cristianismo logró salir victorioso de los poderes
infernales y pronto alboreó una nueva era en la historia de la humanidad.
El tiempo
va pasando veloz y, ahora, el otrora poderoso Imperio romano se ve amenazado
por tribus bárbaras del norte que poco a poco se van adueñando de las antiguas
provincias del Imperio.
El jefe
visigodo Ataúlfo llega a Barcino con sus huestes y ocupa la ciudad. Los
visigodos pertenecen a la secta de Arrio y los cristianos no pueden practicar
libremente su culto. Pero con los años los visigodos con su jefe Recaredo se
convierten al cristianismo. Entonces la Santa imagen de la Virgen ocupa de
nuevo su sitio en el altar mayor de la iglesia de los Santos Justo y Pastor.
Pero los
peligros se van sucediendo. Otra invasión se abate sobre España. En la batalla
de Guadalete el rey don Rodrigo es derrotado por los árabes que se apoderan de
casi toda España. En el norte, en Asturias, quedan unos núcleos de resistencia
al mando de don Pelayo.
En Barcino,
ocupa el cargo de gobernador el noble godo Eurigonia, fervoroso creyente y
devoto de la Virgen. Conocedor del desastre visigodo se entrevista con el
obispo de la ciudad con el fin de acordar las medidas para preservar a la Santa
imagen de la profanación de los invasores.
-Las
noticias que obran en mi poder señalan un arrollador avance de las mesnadas
árabes. Tarik y Muza intentan llegar a Barcino por todos los medios- explicó el
gobernador.
-¿No puede
hacerse nada? -inquirió el obispo con acento triste.
-La flor y
nata del ejército visigodo fue deshecha en Guadalete. Sólo quedaba Teodorico en
Levante, pero creo que ha pactado con los árabes. Debemos, por tanto, preservar
la Santa imagen del furor de los sicarios de Mahoma. Mis tropas van a retirarse
mañana mismo de Barcino en dirección a los Pirineos. Allí quizá pueda
organizarse alguna resistencia. Tengo noticias de que así lo han hecho en otras
partes Pelayo y Garci-Rodríguez.
-Mi deber
es permanecer junto a mis feligreses -repuso el obispo con voz conmovida. Creo
que podría entregar la Sagrada joya a unos monjes de san Bernardo que han
venido hoy a visitarme. Ellos podrían esconderla en un lugar seguro hasta que
pase el peligro.
-Es una
buena idea. Así podré irme más tranquilo -exclamó el gobernador Eurigonia.
Tal como
había dicho el obispo, la imagen fue entregada a los monjes de San Bernardo,
los cuales salieron de Barcino en dirección a Monistrol antes que las tropas
árabes entraran en la ciudad.
La Santa
imagen permaneció en una cueva de Montserrat por espacio de muchos años. Los
monjes fueron desapareciendo. El último de ellos murió solo y no pudo revelar a
nadie el sitio donde estaba escondida la imagen. Y empezó a forjarse la
leyenda...
Pasó mucho
tiempo y los árabes, aquellos orgullosos conquista-dores que creyeron dominar
toda Europa, retrocedían de sus antiguas posiciones.. Los reinos de Castilla y
León y los de Cataluña se extendían de continuo. Llegó el día en que los árabes
se retiraron hacia el sur: Cataluña quedó libre de enemigos.
Los
habitantes de Barcino que rezaban en la iglesia de los Santos Justo y Pastor
recordaban que antes de la invasión una Santa imagen de la Virgen presidía el
altar mayor. La piadosa leyenda continuaba viva en los corazones de todos los
creyentes, que ignoraban el sitio donde podía haber quedado oculta. Circulaban
muchas versiones. Algunos decían que la imagen había sido profanada por los
árabes; otros, que se hallaba en Francia. La mayoría desesperaba de
encontrarla.
Sin
embargo, la Divina Providencia no permitió que la imagen de la Virgen
permaneciera por más tiempo oculta sin recibir público homenaje de los devotos
cristianos. Para ello era preciso un milagro y la intervención de seres humanos.
Y Dios
escogió para ello los seres más humildes, unos pastorcillos de Monistrol,
llamados Pedro y Esteban, de catorce y quince años respectiva-mente. Aquella
mañana su madre les despidió como cada día antes de salir a apacentar sus
ovejas.
-No regreséis
tarde, hijos míos. Cuidad de las ovejas y que no se extravíe ninguna. No os
acerquéis mucho a los precipicios de la montaña. Han ocurrido desgracias..., y
sed buenos. Rezad a la Virgen.
-¡Adiós,
madre! -saludó Pedro con aire alegre.
-No te
preocupes por nosotros. Regresaremos pronto -añadió Esteban.
Los dos
pastorcillos y el rebaño fueron alejándose de la casa. A los cuatro minutos
sólo veían un punto borroso y un pequeño movimiento: era su querída madre que
aún les iba diciendo adiós.
-Seguiremos
la ruta de siempre, ¿verdad? -preguntó Pedro. -Sí, Pedro. Iremos al sitio de
costumbre, en aquel llano en donde parece que se pueda tocar el cielo con la
punta de los dedos.
-Tienes
razón, Esteban. Y además se disfruta de un magnífico panorama. Bueno, esto si
nos dejan las ovejitas que a veces son tan traviesas...
-Ya sabes
que la semana pasada se nos extravió una y nuestra madre lloró mucho. Yo no
quiero disgustarla -dijo Esteban con un mohín de preocupación.
-Y yo
tampoco, pero, claro, hemos de estar pendientes siempre de lás ovejas y no
podemos distraernos ni un poquito.
Y así con
estos dimes y diretes los dos pastorcillos llegaron al sitio de sus
preferencias. Cuidaron de las ovejas, corrieron un poco alegremente por el
llano y luego prepararon el almuerzo.
De pronto
una luz vivísima los cegó totalmente. El sobrenatural resplandor venía de una
cueva, situada en el promontorio, enfrente de donde ellos estaban. Los niños no
pudieron resistir la potencia de luz y se echaron al suelo atemorizados. Además
de la luz, que brillaba intensamente, se oía una suave melodía. A los pocos
minutos los pastorcillos se levantaron y pudieron darse cuenta del sitio exacto
de donde procedía el resplandor.
-Es en la
cueva, Esteban. Debe ser algo milagroso.
-Quizá sea
debido a lo que nos contó nuestra madre sobre la Virgen María.
-Yo estoy
un poco asustado, Esteban. ¿Y tú?
-No debes
de estar asustado, Pedro. ¿Oyes?
-Son los
ángeles que cantan...
-Pero ¿tú
crees que la Virgen puede ocultarse en esta cueva? -preguntó Esteban.
-Pues quizá
sí. ¿No sabes que el Niño Jesús nació en un establo? ¡Qué de particular tiene
que la Virgen se haya escondido en esta cueva!
-Es verdad.
Y ahora, ¿qué haremos nosotros? Uno, dos, cuatro, siete... Se ha perdido una
ovejita. Espera, está allí.
-¡Corre, corre,
Esteban! ¡Ah! ¡Por fin la cogió! Menos mal -suspiró Pedro.
-¡Qué
suerte! Nos habíamos olvidado de ella, la más pequeña. ¡Qué disgusto se hubiera
llevado nuestra madre! Bueno, Pedro. A ti, ¿qué te parece todo esto?
-No diremos
nada a nuestra madre hasta mañana. Bueno, en el caso de que mañana suceda lo
mismo que hoy, ¿no te parece?
-De
acuerdo. Esperemos a mañana.
La Virgen
escuchó seguramente la conversación de los pastorcillos y al día siguiente
volvió a manifestarse con su resplandor sobrenatural y con sus dulces
melodías...
-Ya no
podemos dudar, ¿verdad, Esteban?
-Se lo
contaremos a nuestra madre. Ella decidirá -replicó Esteban.
Y así lo
hicieron al regresar a su casa.
-¿No
estaréis ofuscados, hijos míos? Lo que contáis más parece un milagro que otra
cosa.
-No, madre.
No estamos ofuscados. Hemos esperado dos días para estar seguros. Es un
prodigio y no un fenómeno natural.
-Lo mejor
para todos será olvidarlo. No penséis más en ello -decidió la madre aunque no
estaba del todo convencida.
A pesar del
consejo de su madre los dos pastorcillos iban cada día a la cueva y siempre se
producía el mismo prodigio. Su madre, al fin, les acompañó en cierta ocasión y
comprobó que era verdad todo cuanto le habían contado sus hijos. La buena mujer
relató a sus vecinos el prodigio que sus ojos habían visto. Y la nueva empezó a
correr...
-Era una
mezcla de voces y música. No podía ser una música humana. Yo creo que cantaban
los propios ángeles -explicaba la madre de los pastorcillos.
-Se ha
dicho muchas veces que la imagen de la Señora, tantos años oculta desde que
salió de Barcelona, se encontraba en estas montañas. Se asegura que aquellos
buenos monjes de san Bernardo la escondieron por estos lugares -explicaba un
vecino.
-Yo no sé
qué hacer -decía la madre. Hablaré con mi confesor para que me aconseje.
Y así lo
hizo aquella misma tarde.
-Y esto es
todo, padre. Creo que mis hijos y yo no estamos en un error, pero como vos
entendéis más de estas cosas...
-Te creo,
hija. Creo en tu buena fe. Pero la Iglesia, en lo que atañe a los milagros, va
con mucha cautela. Es preciso que yo informe al obispo de Manresa y para ello
te acompañaré al lugar del suceso. Quiero verlo todo con mis propios ojos.
El cura
párroco de Monistrol, la madre y los dos pastorcillos llegaron a la cueva. Poco
después una luz vivísima iluminaba el lugar y se oían los cánticos celestiales.
El cura párroco sintió desvanecerse sus últimas dudas. Era, a no dudarlo, una
señal divina.
Pronto se
extendió la nueva y cada día eran más numerosos los que acudían a rezar ante la
Santa Cueva. El buen cura no lo pensó más. Era preciso hablar con el obispo de
Manresa. Y aquella mañana solicitó audiencia.
-He sido
testigo del suceso -habló el párroco con voz conmovida- y creo que es un
prodigio del cielo que nos indica el lugar donde está oculta la imagen perdida
de la Virgen.
-Conozco
las vicisitudes de esta imagen por un manuscrito de la época en el que se
relata la expedición a Palestina al mando de un joven marino llamado Sergio,
que después fue presidente del consejo de Barcino y murió mártir en la
persecución de los romanos -repuso el obispo de Manresa.
-Yo creo
que es la imagen de la Virgen, la que ofreció san Pedro a la antigua Barcino y
que se veneró durante mucho tiempo en la iglesia de los Santos Justo y Pastor,
desaparecida durante la invasión árabe.
-Es posible
que sea así, hijo mío. Pero debemos estar seguros. En primer término hay que
entrar en la cueva. Mañana mismo iremos allí en procesión y Dios quiera que la
Santa imagen pueda ser hallada después de tantos años -dijo el obispo.
A la mañana
siguiente, el obispo Gotman y el párroco de Monistrol, acompañados de muchos
fieles, se dirigieron a Montserrat. También acudieron devotos de Barcelona y de
otras poblaciones del principado.
Al llegar a
Monistrol todo el pueblo se agregó a la procesión. Entre ellos estaban la madre
y los dos pastorcillos.
Por fin
llegaron a la Santa cueva. Allí se detuvieron todos. Se hizo un silencio
impresionante. Luego, lo de siempre: la luz y la música dieron fe del prodigio.
Entonces el obispo Gotman entró en la cueva acompañado de dos sacerdotes y del
cura párroco de Monistrol. Pasaron unos minutos de intensa emoción. Los hombres
apretaban nerviosamente los labios y muchas mujeres lloraban. Al poco rato
salieron el obispo y sus acompañantes. Todos los presentes se arrodillaron. El
obispo Gotman enseñaba al pueblo devoto la Santa imagen de la Señora.
-¡Alabado
sea el nombre del Señor! Dios ha querido recompensar así la fe de nuestro
pueblo. La imagen de la Señora, venerada siglos atrás en la antigua Barcino, y
tanto tiempo perdida, ha sido hallada en esta santa cueva de Montserrat.
Alegrémonos todos y dispongá-monos a trasladarla a su trono de honor en la
iglesia de los Santos Justo y Pastor de Barcelona. Siempre recordaremos con
emoción y gratitud el día de hoy y todos los años acudiremos a la ciudad para
expresar nuestra fe a la Señora de los cielos.
Con estas
palabras emocionadas terminó el obispo su oración. La multitud seguía
arrodillada contemplando la Sagrada imagen. A hombros de varios fieles que sz
iban turnando, la Santa imagen empezó a recorrer el trayecto. Se organizó de
nuevo la procesión cuya meta era Barcelona. La multitud no cesaba de entonar
cánticos religiosos. No habían recorrido más que unos cien metros cuando de pronto
sucedió algo inexplicable. Los que llevaban la imagen empezaron a denotar
cansancio y tuvieron que ser relevados por otros. Pero éstos acusaban la misma
fatiga. Pronto se dieron cuenta que la imagen pesaba mucho más que al
principio. Hasta que al pasar por delante donde hoy se halla el monasterio los
que sostenían la imagen no pudieron dar un paso más. Estaban clavados en el
suelo como si alguien los retuviera allí. La procesión se detuvo y se hizo un
silencio impresionante. El obispo Gotman se hallaba sorprendido. Era como si la
Señora intentara dar a conocer su verdadera intención. El hecho de no poder
avanzar con la Santa imagen no era producto de causa natural; ello era
evidente. El obispo comprendió el milagro: la Virgen quería permanecer en
aquellas montañas que habían sido su refugio en los azarosos años de la
reconquista. No, no podía dudarse del prodigio.
Tan pronto
como Gotman dio la orden de regresar a la cueva, la imagen empezó a perder peso
y pudo ser llevada con toda comodidad. Desaparecieron las últimas dudas que aún
podían albergar y la imagen fue colocada otra vez en la cueva. Y allí
permaneció muchos años venerada por miles de fieles que acudían de todo el orbe
católico a postrarse a sus plantas. Y de allí no se movió hasta que el abad Garriga
construyó el nuevo templo.
Leyenda religiosa
Fuente: Roberto de Ausona
0.003.3 anonimo (españa) – 024
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