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martes, 5 de noviembre de 2013

El monarca de la mano horadada

Alfonso VI fue llamado «el monarca de la mano horadada». Este nombre tuvo su origen en los tiempos en que este rey se hallaba en el palacio de Almenón, rey árabe, de quien fue huésped al ser despojado del reino de León por su hermano Sancho.
Alfonso VI era hijo del gran Fernando I, que al morir, tras haber logrado victorias importantísimas sobre los árabes, cometió el error de dividir sus estados entre sus hijos. A Alfonso le correspondió León; a García, Galicia, y a Sancho, Castilla. A sus dos hijas, Urraca y Elvira, les dejó respectivamente los señoríos de Zamora y Toro. Esta división impolítica dificultó en gran manera lo conseguido hasta entonces: la unidad del reino cristiano y la derrota del moro invasor, lo cual llegaría a ser realidad tres siglos después.
Como sea que Sancho era el mayor de los hermanos se creyó con más derechos y resolvió usar la fuerza para imponerse. Primero se enfrentó con Alfonso al que derrotó dos veces, la segunda con la ayuda del Cid Campeador. Alfonso fue encerrado en el castillo de Burgos hasta que a ruegos de su hermana Urraca salió en libertad para entrar en un convento. Algunos caballeros leoneses ayudaron a don Alfonso a escapar a favor de un disfraz y le condujeron a Toledo donde Almenón, rey moro, que gobernaba la ciudad, le acogió como huésped.
El carácter bondadoso y caballeroso de Alfonso le granjeó las simpatías del moro que le trató como a un hijo. Le regaló una hermosa quinta a orillas del Tajo y en ella pudo vivir el monarca destronado con todo regalo y comodidad acompañado por tres de sus leales caballeros. Don Alfonso se hubiera sentido feliz de no recordar la humillación sufrida al arrebatarle su hermano el trono.
Hecho este preámbulo vamos a relatar el hecho que dio motivo a que el rey fuera llamado el de la mano horadada.
Cierta mañana el rey moro Almenón se hallaba con sus caballeros en la finca de Alfonso y entre ellos se suscitó una conversación acerca de la inexpugnabilidad de la plaza de Toledo.
-Es muy difícil apoderarse de Toledo, pero yo creo que la plaza no es inexpugnable- dijo uno de los caballeros.
-Yo creo, por el contrario, que no ha nacido aún el que sea capaz de entrar en ella en son de guerra -afirmó otro.
El que había hablado antes insistió:
-Toledo puede ser tomado. No me cabe la menor duda.
-¿Y de qué medios se valdría para conseguir ocuparla? -preguntó otro de los que intervenían en la conversación.
-Si yo fuera caballero cristiano y proyectara cercar Toledo, lo primero que haría es talar todos los campos de los alrededores; de tal modo faltarían los víveres y Toledo no tendría otro remedio que rendirse.
Las palabras del moro convencieron a todos, pero de pronto se sobre-saltaron al darse cuenta de que a pocos pasos de ellos estaba don Alfonso, echado sobre el césped y en actitud de dormir. Pero ¿era verdadera su actitud o sólo fingía y había oído la conversación? La situación era peligrosa para ellos. Aquel hombre podría ser un día rey de Castilla y León y podría aprovechar entonces la idea que tan indiscretamente le habían brindado sus huéspedes. Intentaron averiguar si realmente dormía, pero sin resultado. El rey seguía inmóvil bajo el árbol. Como no estaban muy seguros uno de ellos trajo una vasija con plomo derretido y derramó unas gotas sobre la palma de la mano de Alfonso, el cual no se movió siquiera y continuó haciéndose el dormido en un esfuerzo sin precedentes a pesar del dolor que la quemadura debió producirle. Por este motivo se le llamó el de la mano horadada.
Sin embargo, se han hecho varias objeciones a esta leyenda, pues no parece verosímil que uno pueda aguantar tanto el dolor o en el caso de que estuviera dormido no despierte al notar plomo hirviente en la palma de su mano. Por ello hay quien afirma que el sobrenombre de la mano horadada se le dio por su generosidad y prodiga-lidad. Sea como sea hay que hacer constar que este sobrenombre acompañó siempre al rey.
Hay también otra leyenda que se refiere a los mismos personajes y ocurrida en la misma época poco más o menos. Dicen que al rey Alfonso se le erizaron los cabellos en presencia de Almenón y que cuanto más pasaba el moro su mano sobre la cabeza del cristiano, más se erizaban los cabellos de éste.
Aquello extrañó mucho a todos y algunos adivinos dijeron que era un signo claro de que Toledo sería conquistada por los cristianos. Sólo se desharía el maleficio si Almenón expulsaba a Alfonso de su reino. Pero el moro era un hombre recto y no hizo caso de augurios y supersticiones.
Con el tiempo, y cuando ya Almenón y su hijo habían muerto, el rey Alfonso conquistó Toledo, pero sin tener necesidad de apelar a la estrategia que oyera tendido en el árbol, pues conocía de sobras la ciudad y sus defensas.
Mientras Alfonso fue huésped de Almenón ocurrieron grandes hechos históricos en la España cristiana. Sancho se había apoderado de Galicia y del señorío de Toro y sólo le quedaba Zamora, que opuso encarnizada resistencia justificando el dicho popular «No se tomó Zamora en una hora».
Alfonso comenzaba a dar muestras de desaliento cuando llegó la noticia de la muerte de don Sancho a manos de Bellido Dolfos. No tardó mucho tiempo en llegar un mensajero de parte de doña Urraca, el cual notificó a don Alfonso que había sido proclamado rey de los castellanos.
Al enterarse de esta buena nueva los amigos de don Alfonso le aconsejaron prudencia y discreción. Debía evitar que su anfitrión el rey moro Almenón se enterara de lo ocurrido. Ahora era ya rey de Castilla y el moro podría aprovechar la ocasión para retenerle como prisionero e imponerle condiciones.
El rey Alfonso desoyó los consejos de sus amigos. Ante todo, él era un hombre agradecido y el moro sólo beneficios le había dado. Por ello dijo a los suyos:
-No haré caso de lo que decís, aunque sea por mi bien. Almenón ha sido para mí como un padre y yo debo comportarme como hijo sin ocultarle nada. No soy un desagradecido.
Una vez dichas estas palabras, el rey se encaminó hacia el alcázar real y solicitó una audiencia con Almenón.
El rey moro, que ya estaba al tanto de los sucesos acaecidos y que sabía por tanto que su huésped era rey de Castilla, le hizo pasar en seguida a su real presencia.
-El asesinato de mi hermano Sancho me ha colocado en el trono de Castilla, rey Almenón. Ésta es la nueva que deseaba supieras cuanto antes. Estoy aquí en calidad de huésped tuyo y ahora que ya sabes lo sucedido pido tu venia para marcharme a fin de ser coronado rey.
-Sabía todo esto, amigo Alfonso, quizás antes que tú, y doy gracias a Alá por haberte inspirado lo que acabas de hacer. Si hubieras intentado marchar sin decirme nada no habrías conseguido otra cosa que ser muerto o encarcelado. Toda la ciudad está rodeada de guardias enviados por mí. Pero no temas. Ahora me doy cuenta de que eres bueno y agradecido y puedo confiar en ti lo mismo como huésped que como rey. Has actuado noblemente y puedes marcharte. Ve a coronarte rey de Castilla y en cualquier ocasión que me necesites, tanto en dinero como en hombres, puedes contar conmigo incondicionalmente.
-Gracias, rey Almenón. Tu generosidad no tiene igual en todos los reinos. Jamás olvidaré todo lo que has hecho por mí.
-Sólo te pido a cambio -dijo el moro- que respetes mis estados. Pero este juramento sólo te lo pido mientras dure mi vida y la de mi hijo. Los cristianos sois más fuertes cada día y tal vez en un futuro no muy lejano nuestras raza tenga que abandonar este hermoso país. Mientras tanto, seremos amigos y aliados, si es que quieres...
-No solamente estoy dispuesto a jurar esto que has dicho, sino además yo también te ofrezco ayuda siempre que te haga falta. Tus enemigos serán los míos.
Alfonso y Almenón se abrazaron conmovidos.
El rey árabe colmó a Alfonso de valiosos regalos y le acompañó con una nutrida escolta hasta el monte Velatón, donde de nuevo se despidieron como dos grandes amigos.
Era el año 1073. Dos años después, Alfonso tuvo ocasión de demostrar a Almenón todo su agradecimiento.

El rey árabe de Sevilla, Mohamed AlMotamid, decidió invadir las tierras toledanas. Cuando Alfonso VI se enteró del apuro de su amigo no vaciló ni un momento. Con sus mejores tropas corrió en ayuda de Almenón. Cuando los toledanos vieron llegar al ejército cristiano se asustaron porque ignoraban sus intenciones de ayuda. Entonces el rey castellano envió un emisario a Almenón anunciándole que venía a prestarle ayuda. Y tan decisiva fue la intervención del ejército de Alfonso que el rey moro de Sevilla tuvo que huir con sus tropas abandonando el campo de batalla.

La amistad de aquellos dos grandes reyes tuvo mucha influencia en el curso de la historia de España.
Ambos monarcas firmaron pactos de alianza y lucharon juntos en múltiples combates contra el rey de Sevilla, y en la conquista de Murcia. Con la ayuda de Alfonso, el rey moro se apoderó de Córdoba y Sevilla con todas sus riquezas y obsequió a su amigo con un rico presente en el que abundaban suntuosas joyas de arte árabe.
Pasó el tiempo hasta que Almenón comprendió que sus días estaban contados, pero Alfonso VI aún llegó a tiempo para recoger su último suspiro.
El buen rey castellano puso su diestra sobre la cabeza del hijo de Almenón y respondiendo a la muda pregunta del moribundo exclamó:
-Tranquilo puedes irte, rey Almenón. El rey Alfonso, tu amigo, seguirá cumpliendo el juramento. Seré para tu hijo lo que tú fuiste para mí. No olvidaré jamás tu hospitalidad...

Leyenda de moros y cristianos

Fuente: Roberto de Ausona


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