Erase una vez una familia muy rica que vivía
en una gran casa rodeada de un hermoso jardín. En el jardín sus moradores
habían construido una choza con el fin de que la ocupara el abuelo, pues la
presencia en la casa del anciano les resultaba molesta y desagradable.
Todas las noches, después de la cena, el
nieto, mandado por su padre, le llevaba un plato de comida al abuelo. El niño
se sentaba junto al anciano y, mientras éste comía, lo observaba con angustia y
tristeza. Cuando el viejo terminaba de cenar, el nieto cogía una vieja manta y
lo tapaba.
-Gracias, hijo, que Dios te bendiga -le
decía el abuelo.
Al cabo de algunos años, murió el abuelo y,
tras el entierro, el padre de la familia se dirigió a la choza con intención de
limpiarla.
En medio del jardín preparó una hoguera en
la que quemar las pocas ropas viejas y la manta que había usado el abuelo.
El niño, que estaba observando a su padre,
le dijo de pronto:
-¡Padre, por favor, no quemes la manta del
abuelo!
-¿Por qué? Ya ves que está muy gastada y no
sirve para nada -le respondió.
-Por favor, padre -insistió el pequeño. Es
que voy a necesitarla.
-¿Para qué la quieres, hijo mío, si en casa
tenemos muchas, más suaves y nuevas que ésta?
-Es que, padre, cuando tú tengas la edad del
abuelo, la necesitaré para taparte con ella.
El padre, callado, inclinó la cabeza y no
dijo nada. Lo decían todo las lágrimas que derramaban sus ojos.
131. anonimo (melilla)
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