Hace casi quinientos años, la diócesis de
Calahorra y La Calzada
se extendía por unos territorios mucho más amplios que los actuales. Así, hacia
el oeste comprendía La
Riojilla Burgalesa , que limita en los Montes de Oca, célebres
entre otros motivos porque en su tramo eran asaltados numerosos peregrinos.
Por la parte donde el sol echa a correr cada
mañana, abrazaba varias localidades navarras. En una de éstas, en Bargota,
vivía Johanes, un clérigo que dependía de la parroquia de Santa María de Viana
y que, para entonces, se había granjeado una merecida fama de brujo.
Pero de practicar la magia blanca pasó a
ejercer la negra. El Tribunal de la Santa Inquisición
de Calahorra lo detuvo y le impuso una fuerte penitencia.
Afligido, acudió al santuario de la Virgen de Codés, de la cual
había sido gran devoto. Dicha Señora tenía su origen en el Monte Cantabria,
cerca de los parajes que él había frecuentado en los aquelarres. Habló primero
el brujo:
-Buenos días, Señora.
-Buenos días nos dé Dios, Johanes. Cuánto
tiempo sin verte.
El nigromante le refirió lo acontecido. Al
oírlo, movió la cabeza la Madre
con aires de reprensión y dijo:
-Atiende bien, Johanes. Yo no voy a
aumentarte el castigo de Calahorra; pero sí voy a imponerte una obligación:
todos los domingos asistirás a la misa de mediodía en Santa María de Viana.
Evitarás de esta manera las correrías tan largas que me dicen haces a veces.
Dicho y hecho. Johanes vivió tranquilo entre
Bargota y Logroño, a cuyas ferias de ganado le gustaba acudir, pues el
encantador se había hecho curandero y procuraba aliviar a los paisanos
enfermos.
La fama se propagó de nuevo. Muchos
peregrinaban a su mansión: así que pensó: «He de aprender más y más».
No había lugar más acreditado para ello que
los Montes de Oca; allí enseñaban unos clérigos, penitenciados asimismo en
Calahorra.
Así que ni corto ni perezoso, aparejó su
mejor mula, atravesó el Prado de Cantabria y el Puente de Piedra de Logroño,
cruzó Santo Domingo y se presentó en Villafranca de Montes de Oca. Cien
kilómetros en dos días.
Ahí permaneció cuatro jornadas aprendiendo
de sus colegas los secretos que encierran las hierbas y algunos artilugios:
carrasquilla para el catarro; hojas de olivo macho para la tensión; cédulas
para sanar que habían de ser atadas con cuerdas hiladas por doncellas cuyo
nombre fuera María...
Al amanecer del quinto día, el grupo de
clérigos se encontraba a la puerta de la parroquia de Santiago, que aún
conserva como pila de agua bendita una gran concha marina. Era una mañana de
agosto en la que Villafranca se había despertado purísima de nieve.
-¡Qué mañana de domingo tan bella! -exclamó
el sacristán.
-¿Cómo dice? -preguntó Johanes.
No había caído en la cuenta. Las jornadas
habían transcurrido en un sueño y ya tenía que haber estado de vuelta en Viana.
¡No podría cumplir la promesa hecha a la Virgen de Codés!
De pronto, se le encendió la mollera. Había
viajado una vez en una nube a Madrid a ver los toros, y en otra ocasión, a Roma
para avisar de un peligro al papa Alejandro VI. ¡Tenía que repetir la hazaña!
Fue a la cuadra. Cogió el saco de latinajos
y de hierbas y echó a correr monte arriba.
-¿Qué hacemos con la mula? -le gritaron.
-¡Se la dais al primer peregrino que salga
del hospital de San Antonio!
Nevaba copiosamente. Llegado a la Fuente de Mojapán, se volvió
hacia una nube oscurísima, aspiró aire y conjuró: «Nube de Montes de Oca,
¡acércate hasta mi boca!».
Entonces subió a ella y a punto estuvo de
chocar contra la torre del pueblo; pasó por encima de la Virgen de la Peña en Tosantos; ganó el
castillo de Belorado; pero la oscura masa vaporosa se detuvo, agotada, en un
otero cercano a Grañón. Johanes miró hacia el norte y clamó:
-Nube de las Conchas de Haro, ¡acude presta
en mi amparo!
Se montó y se dirigió hacia Santo Domingo;
divisó el cerro royo de Navarrete, cuando su alfombra transparente se paró,
extenuada, en el Monte Cantabria. Ninguna nube adornaba el cielo. A Johanes se
le llenaron los ojos de lágrimas: iba a fallar a su mejor amiga. Con todo,
mirando a Codés, imploró:
-Nube y Virgen de Codés, ¡socorredme en mi
revés!
De allá, de lo alto de Yoar, se vio venir
una nube tan pequeña que en ella no cabían ni los piececitos de un niño.
Johanes la acarició. Superando los prados de los aquelarres, la blanquísima
capa lo depositó en la puerta de Santa María de Viana, justamente sobre los
cantos rodados que reproducen en blanco el motivo heráldico de la Orden de la Terraza de Nájera.
Iba a comenzar la misa. El nigromántico se
abrió paso entre los feligreses del pórtico, que lo observaban extrañados: en
pleno agosto traía el sombrero y el manto cubiertos de nieve. Enfiló la nave
central sacudiéndose la ropa:
¡Cómo nieva en Montes de Oca! ¡Cómo nieva en
Montes de Oca!
Luego rezó y depositó el saco de latinajos y
hierbas a los pies de la Virgen
de Nieva. El envoltorio se transformó al instante en un gran ramo de flores.
La leyenda no cuenta nada más. Pero hoy en
día, en bastantes de nuestros pueblos, cuando algunas personas entran en un
local sacudiéndose la nieve, exclaman: «¡Cómo nieva en Montes de Oca!». Como
Johanes. Aunque no posean su poder de sobrevolar La Rioja.
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