En los agrestes parajes del Montseny existe
una corpulenta encina que recuerda una vieja tradición. El señor de Can Blanch,
uno de los señores más poderosos de la comarca, era un cazador entusiasta.
Siempre con su jauría, acompañado por los monteros, se internaba en las
fragosidades de la montaña persiguiendo jabalíes y otras piezas de caza mayor.
Tan sólo descansaba el tiempo preciso para reponer sus fuerzas, y cada
madrugada, cuando el lucero de la mañana brillaba vivamente, agrupaba a sus
servidores en el patio de la mansión, y partían a los alegres sones del cuerno
de caza.
Uno de esos días había prolongado la partida
durante toda la mañana. Dispuso que se le sirviera un breve refrigerio junto a
una gran encina. Y allí, después de comer, se echó para descansar, ordenando a
sus servidores que se alejaran para no turbar su sueño. Mas éste fue
interrumpido por una maravillosa voz de mujer que, no muy lejos de donde estaba
el señor de Can Blanch, entonaba una dulcísima canción. El cazador creyó que
estaba soñando, que recordaba aún las suaves voces de las monjas del convento
cercano a su casa, adonde solía acudir a misa.
Pero la canción seguía llenando el bosque
con su tierno son. Y entonces el noble se levantó y, dirigiéndose al lugar de
donde venía la voz, encontró a la orilla de un arroyo a una bellísima dama, que
calló de súbito al ver que se acercaba un extraño.
El señor de Can Blanch saludó emocionado a
la hermosa mujer y le preguntó cuál era su nombre y de dónde venía. Ella no
contestó, sino que de nuevo empezó a cantar. Y cuando la dama terminó de
cantar, él le rogó que lo acompañara a su mansión y que aceptase su mano, pues
jamás había visto una mujer como ella, que de tal manera cautivara su espíritu.
Ella, tras un rato de vacilación, aceptó, no
sin que una sombra de temor se fijara en su mirada.
Grande fue la sorpresa de los monteros, que
ya hacía rato que buscaban a su señor, cuando lo vieron aparecer en compañía de
la dama. Él les dijo:
-He aquí a la que será vuestra señora desde
hoy.
Y los criados se arrodillaron, rindiendo sus
armas de cazadores.
Llegados a la casa señorial, fueron
dispuestas las bodas. Pero, momentos antes de que se celebraran, la dama le
dijo al caballero:
-He querido ser tu esposa porque me sentí
atraída hacia ti de un modo extraño. He de ponerte una condición para que
nuestra felicidad no se turbe y vengan sobre nosotros terribles desgracias.
Cuando me preguntaste, junto a la fuente, que quién era yo y cuál era mi
nombre, no te contesté. Importa mucho que jamás repitas esas preguntas. Y
aunque me hayas encontrado junto al agua, jamás me has de llamar dona d'aigua [1].
Si respetas estas condiciones, todo irá bien para nosotros y seremos felices.
Si las infringes, perderemos la dicha y nos separaremos para siempre.
Celebráronse las bodas, y durante algún
tiempo la felicidad reinó en aquella casa. Pero el señor de Can Blanch pronto
echó de menos su vida de cazador, y a ella volvió. De nuevo las matas y las
manchas de la sierra fueron recorridas por las tropas de monteros, por las traíllas
de perros. De nuevo se oían las alegres sonatas de los cuernos, las voces de
los batidores.
Cuando el señor volvía a su casa, apenas si
subía al salón a saludar a su esposa, que ya le había hecho padre de una niña y
un niño. Y a los reproches de la mujer, él respondía con bruscas razones, que
fueron creciendo en intemperancia hasta degenerar en insultos.
Ya se había esfumado en el ánimo del
violento caballero el recuerdo de aquella tarde estival en que se sintiera
atraído por el canto de una voz. Y también había olvidado la promesa que
hiciera a su esposa.
Un día, cuando ella le reprochó el abandono
en que la había dejado, él estalló en ira, vituperándole lo desconocido de su
nacimiento:
-No sé quién eres, ni tu linaje, y aún me
molestas con tus lamentos. ¡Tú, a quien recogí de un arroyo, dona d'aigua!
¡Nunca debiera haber dicho esto! La mujer,
sin decir nada, mostrando en su cara la más atroz desesperación, huyó de la
casa, y a pesar de los lamentos del marido, que le prometía el arrepentimiento,
marchó ligera, y él sólo pudo ver cómo desaparecía en el Gorg Negre, tras
haberse arrojado desde lo alto de unas peñas.
Una angustiosa amargura llenó desde entonces
el alma del señor de Can Blanch. Volvió muchas veces a aquel arroyo, en donde
encontrara por primera vez a la bellísima mujer, que por la violencia de que
había sido objeto y por haber faltado él a sus promesas, había huido para
siempre arrojándose a la tenebrosa sima del Gorg Negre. Pero jamás volvió a oír
aquella voz y su espíritu no encontró ya la paz.
Sólo le consolaba ver a los niños. Y
observó, extraviado, que cuando por la mañana iba cada día a verlos a su
habitación, los encontraba arreglados y limpios, a pesar de no haber entrado
aún la sirvienta que los cuidaba. Y al ser preguntada por su padre, la niña
contestó:
-Es que todas las noches viene nuestra madre
y nos atiende. Siempre llora y nos besa al despedirse.
Lleno de esperanza, el caballero acudió casi
todas las noches, ocultándose en la cámara de sus hijos. Pero, siempre que él
acudía, su esposa dejaba de presentarse.
103. anonimo (cataluña)
Hola, me gustaría comentar contigo algo de esta leyenda que me ha encantado. Es posible?
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