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sábado, 8 de septiembre de 2012

La conversión de sara

En la calle del Lirio, dentro de la aljama ciudad realeña, vivía el rico judío Efraín con su hija Sara. Ésta era de gran belleza y hermosura y tenía unos atractivos y penetrantes ojos.
Su padre era un conocido e importante comerciante que ejercía su oficio en las tiendas del Alcaná.
Efraín fue detenido y juzgado por la Santa Inquisición, acusado de hereje por practicar cultos y oraciones judaicas. Estuvo largo tiempo encerrado en un calabozo, y allí murió víctima de las tormentosas prácticas que empleaba la Inquisición en sus investigaciones.
Sara, su única hija, quedó por tanto huérfana y desolada. Pero ni el sufrimiento ni la soledad que soportó la joven judía por la muerte de su padre consiguieron deslucir su natural belleza.
Un día iba Sara por la calle a paso rápido hacia su casa, cuando se cruzó con un joven cristiano, hijo de familia noble e ilustre de esta ciudad, llamado Francisco Poblete. Era capitán de los Cuadrilleros de la Santa Hermandad. Al verla, Francisco quedó prendado de sus hechiceros ojos y de su inigualable belleza.
Después de varios intentos, una tarde el capitán Poblete consiguió hablar con Sara, y desde ese momento ambos quedaron cegados por la pasión amorosa. Así pues, todos los días, bien entrada la noche, Poblete iba a visitar a la hermosa hebrea, y lo hacía clandestinamente debido al peligro que corría un buen cristiano a esas horas de la noche, deambulando por las calles de la judería.
Una noche y otra sin faltar ninguna, los amantes se veían a solas, evitando ser descubiertos y poniendo todo el celo en no levantar sospechas, pues eran conscientes del peligro que uno y otro corrían si su relación llegaba a conocimiento de la Inquisición. Serían juzgados, uno por hereje y el otro por cómplice. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, pronto por el barrio de la judería empezaron a circular rumores sobre las visitas que el capitán Poblete efectuaba a la casa de la judía. Aun así, su amor no se vio debilitado y las visitas nocturnas se siguieron efectuando.
A toda costa quiso el capitán que su amante se hiciera cristiana, pero a pesar de sus ruegos no pudo conseguirlo. Por más que insistía haciéndole ver que era la única forma de poder sobrevivir y forma-lizar su relación, Sara una y otra vez le respondía que profesaba la fe que le enseñaron sus padres, pues en ella la educaron, y le decía que estaba dispuesta a complacerle en todos sus anhelos, menos en el de renunciar a su religión, sobre todo pensando que a su padre lo habían matado por defenderla.
Sara, que en belleza y hermosura rivalizaba con las flores, continuaba cada vez más enamorada, y de la misma forma era correspondida por Poblete, pero no había coincidencia religiosa entre el convencido cristiano y la bella judía.
Convencido de los buenos principios de su amor, Francisco Poblete se encomendó a Nuestro Padre Jesús Nazareno, que recibía culto en el Convento de los Dominicos del Compás de Santo Domingo, para que intercediese en la conversión de Sara. El convento se había construido sobre el solar donde antes estuvo la Sinagoga Mayor judía y a escasos metros de la vivienda de su amada.
Un buen día, llegó a la ciudad la noticia de que la Santa Herman-dad era llamada por el rey para que sus cuadrilleros acudieran a la frontera con Andalucía a sumarse a las tropas reales en su lucha contra los musulmanes. La noticia cayó como un jarro de agua fría sobre los amantes. El capitán Poblete debía partir junto con el resto de cuadrilleros en auxilio del rey. Quedó Sara llorando sobre la reja de la calle del Lirio y con el alma desolada y hecha pedazos.
Al despedirse, el capitán le prometió que la llevaría siempre en su pensamiento y le dijo que, al volver, le gustaría verla cristiana. Y, para que la protegiera en los malos momentos, le dio una estampa con la efigie de Jesús Nazareno, diciéndole que le rezara y lo tuviera siempre junto a ella, que a buen seguro le ayudaría a superar aquellos días de ausencia. Del mismo modo, antes de marchar al frente, le confesó a su madre los amores que mantenía con Sara y cuáles eran sus intenciones, a la vez que le pidió que acudiera con frecuencia a visitarla y que cuidara de ella.
Desde el mismo momento en que Poblete partió, Sara se sumergió en una profunda soledad, la tristeza se adueñó de ella y su salud se fue deteriorando progresivamente. La madre del capitán, que la visitaba a diario, la consolaba y cuidaba dándole ánimos.
Pasaron varios meses y Sara no tuvo noticias del joven cristiano. Cada vez su salud era más precaria. Los días se le hacían inter-minables, el temor a haber sido olvidada por el capitán la hundía más si cabe, sus ilusiones de volver a verlo junto a la reja de su casa se desvanecían. Para Sara la vida sin Poblete ya no tenía sentido. Llegó a pensar en hacer conjuros judaicos para que Poblete volviese a su lado, pero desistió y apeló a aquella imagen del Nazareno que el capitán le había regalado y que ella guardaba celosamente junto a su pecho, rezándole por su regreso.
Un día, Sara manifestó a la madre de su prometido que presentía la muerte y que si ésta llegaba sin ver a su hijo, le rogaba hiciese el favor de comunicarle que ella moría con el pensamiento puesto en él y que por verlo le había rezado a su Señor Jesús.
En la primaveral noche del Jueves Santo, la procesión de Jesús Nazareno salió del Convento de Santo Domingo situado en la calle del Compás, muy próximo a la vivienda donde agonizaba la desolada hebrea. Cuando pasaba a la altura de la ventana enrejada por donde Sara se asomaba a ver si venía su amante, la venerada imagen de Jesús se detuvo y, por más intentos que hicieron los que la llevaban a hombros, no pudieron arrancarla de aquel sitio. Sara, al mirar y ver a través de su ventana la imagen de Jesús Nazareno, sacó fuerzas de flaqueza, se hincó de rodillas, y mirándole a la cara le rezó prometiéndole, que como cristiana que ya era, si Francisco Poblete volvía a su lado, unirían sus manos en matrimonio allí en Santo Domingo, a los pies de su imagen. Al terminar de rezar ante la imagen del Nazareno, de lo más profundo de su ser exhaló un suspiro y murió.
La imagen de Jesús Nazareno empezó a caminar lentamente alejándose de la reja de la casa donde la bella hebrea Sara había vivido, amado, se había convertido y había muerto. Cuando la madre del capitán de Cuadrilleros envió la noticia a su hijo de que Sara había muerto de amor y convertida al cristianismo, él sintió que algo en su interior también moría, y a los pocos días, en un duro combate con el ejército musulmán, encontró la muerte.
Desde entonces cuenta la tradición que durante muchos años en Ciudad Real no se hablaba de otra cosa sino de la conversión de la bella judía ante Jesús Nazareno, y de la parada de la imagen en la ventana donde agonizaba Sara.

102. anonimo (castilla la mancha)

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