Había en Toledo un oficial del ejército
llamado Diego Martínez que estaba enamorado de la joven de condición humilde
Inés de Vargas, con la que había mantenido una relación amorosa. Pasó un tiempo
y ante el conocimiento que de esos amores tuvo el padre de la joven, ésta pidió
a su joven enamorado que contrajera matrimonio con ella para lavar su honra y
evitar cualquier reticencia y habladuría.
Él, que debía partir para la guerra en
Flandes, le aseguró que a su vuelta del frente, un mes más tarde, la llevaría
al altar. Y la joven Inés, para quedarse más confortada, le pidió que se lo
jurase.
-Confía en mi palabra -le dijo Diego, que
parecía resistirse a cualquier juramento.
Pero la joven se empeñó en llevarlo ante la
venerada imagen del Cristo que había en una pequeña iglesia de la Vega junto al Tajo, y le rogó
que allí, en presencia del crucificado, tocando sus pies y en voz alta le
jurase solemnemente que, en cuanto volviera de la guerra, se casarían.
-Te lo juro por esta sagrada imagen de
Nuestro Señor -prometió el joven soldado.
Pasó un día y otro día, un mes y otro mes, y
ya había transcurrido un año largo sin que don Diego Martínez regresara de
Flandes.
Mientras, la desdichada Inés se marchitaba de
tanto llorar, ahogándose en su desesperanza y desconsuelo, aguardando en vano
la vuelta del galán. Todos los días rezaba ante la imagen de aquel Cristo
crucificado, testigo de su juramento, a quien rogaba la vuelta de Diego, pues
en nadie más encontraba apoyo y consuelo.
Pasaron dos largos años y por fin acabaron
las guerras en Flandes, pero Diego no volvía. Aun así, la joven Inés no
desesperaba, aguardando siempre con fe y paciencia la vuelta de su amado para
que le devolviera la honra que se había llevado con él. Todos los días acudía
al Miradero en espera de ver aparecer al soldado que había partido a Flandes.
Por fin, uno de esos días, después de pasados tres años, vio a lo lejos un
tropel de hombres que se acercaba a las murallas de la ciudad y se encaminaba
hacia la puerta del Cambrón. El corazón de la muchacha palpitaba con toda su
fuerza a causa de la zozobra que la embargaba mientras se iba acercando a la
puerta. Llegó al mismo tiempo que la atravesaba el grupo de jinetes. Y el
corazón le dio un vuelco cuando reconoció a Diego, que era el caballero,
acompañado de siete lanceros y diez peones que venía encabezando el grupo.
Al verlo, Inés lo llamó dando un grito en el
que se mezclaban el dolor y la alegría, pero el joven la rechazó fingiendo no
conocerla y, mientras ella caía desmayada, él, con palabras y gesto
despectivos, picó espuelas a su caballo y se perdió por las estrechas y oscuras
callejuelas de Toledo.
¿Qué había hecho cambiar a Diego Martínez?
Posiblemente fuera su encumbramiento, pues de ser un simple soldado había sido
ascendido a capitán y, a su regreso el rey le iba a hacer caballero y a tomarlo
a su servicio. Sin duda, el orgullo de su rango le había hecho olvidar su
juramento de amor, llevándole a negar rotundamente en todas partes que él
prometiera casamiento a esa ni a ninguna otra mujer.
«¡Tanto mudan a los hombres fortuna, poder y
tiempo!», comentaba a la joven su padre intentando consolarla. Pero Inés no
cesaba de acudir al encuentro de su amado, unas veces con ruegos, otras con amenazas
y casi siempre con llanto. Y ni aun así el corazón del joven capitán de
lanceros, que parecía haberse vuelto una dura piedra, se ablandaba ante los
ruegos de la joven, que, en su desesperación, sólo vio un camino para salir de
la situación en que se encontraba.
Sabía que aquella decisión que pensaba tomar
podía ser un peligro, pues suponía dar a luz pública su conflicto y su
deshonor. Qué más le daba, si las murmuraciones no cesaban en toda la ciudad y
ya todo el mundo hablaba de su estado. Así que, definitivamente acudió al
Gobernador de Toledo, que en aquel entonces era don Pedro Ruiz de Alarcón, y le
pidió justicia.
Después de escuchar sus quejas, el viejo
dignatario le solicitó algún testigo que corroborase su afirmación, pero ella
no tenía ninguno.
El juicioso don Pedro hizo acudir ante su
tribunal a Diego Martínez y le preguntó si era cierto el juramento hecho a
aquella joven de casarse con ella, lo que éste negó rotundamente una vez más.
Por más que Inés porfiaba y él siguiera negándolo, nada podía hacer el
gobernador, pues la causa carecía de testigos: era la palabra del uno contra la
de la otra.
-Mucho me temo, hijos míos, que no me es
posible dictar sentencia justa en estas condiciones. Así pues, idos con Dios.
En el momento en que Diego iba a marcharse
con gesto altanero y satisfecho después de que don Pedro le diera permiso, la
joven Inés pidió que lo detuvieran, pues de pronto recordaba tener un testigo.
Cuando la joven dijo ante el juez quién era
ese testigo, todos los presentes quedaron paralizados por el asombro. El
silencio se hizo profundo en el tribunal y, tras un momento de vacilación y de
una breve consulta de don Pedro a los demás miembros del tribunal, decidió
acudir al Cristo de la Vega
a tomarle declaración.
Así, aquel mismo día al caer el sol, se
acercaron todos a la vega donde se halla la mencionada ermita del Cristo. Un
amplio tropel de gente acompañaba al cortejo, pues la noticia del suceso se
había extendido como la pólvora por toda la ciudad. Delante iban don Pedro Ruiz
de Alarcón, don Iván de Vargas, su hija Inés, los escribanos, los corchetes,
los guardias, monjes, hidalgos y el pueblo llano.
Otra turba de curiosos los aguardaba en la
vega, y entre ellos se encontraba el propio Diego Martínez en ademán arrogante.
Entraron todos en el claustro, encendieron
ante el Cristo cuatro cirios y una lámpara y se postraron de hinojos a rezarle
en voz baja. A continuación, un notario se adelantó hacia la imagen y con los
dos jóvenes a ambos lados, en voz bien alta y clara, después de leer la
acusación, demandó al mismísimo Cristo como testigo:
-Juráis que es cierto que un día, a vuestras
divinas plantas, juró a Inés Diego Martínez por su mujer desposarla?
Tras unos instantes de expectación y
silencio, el Cristo crucificado, desclavándola del madero y poniéndola sobre
los autos, bajó su mano derecha, la puso sobre los autos y, abriendo levemente
los labios, exclamó:
-Sí, juro.
Y ante aquel hecho prodigioso que dejó
anonadados a todos los presentes, ambos jóvenes renunciaron a la vida mundana y
entraron a profesar en sendos conventos de la ciudad.
102. anonimo (castilla la mancha)
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