Cuenta la leyenda que el
famoso Roland, o Roldán, era hijo de la princesa Berta, que, a su vez, era
hermana de Carlomagno, y del duque de Angers. Se cree que yendo la princesa, en
cierta ocasión, de viaje por tierras de Italia, dio a luz a Roldán, el cual, en
el momento de venir al mundo, cayó rodando al suelo -rouland; de ahí su nombre de Roland.
En estos parajes
campestres vivió el niño toda su infancia, en contacto abierto con la
naturaleza. Pasados los años, se convirtió en uno de los más famosos
caballeros de la época, por su destreza, su porte arrogante y su extraordinaria
bravura.
Con su tío Carlomagno
marchó un día al histórico combate que había de dar lugar a la derrota de
Roncesvalles, en la que el Emperador, viendo perdida la batalla y deshecho su
ejército, logró huir por los montes.
Roldán, como un cadáver
más, quedó allí abandonado y herido, sepultado por el cuerpo inerte de su
caballo Vigilante, que había caído sobre él. Cuando volvió en sí y se dio
cuenta de su situación, intentó librarse del enorme peso del animal y, apoyando
una de sus manos sobre la roca, logró ponerse en pie con un extraordinario
esfuerzo.
Dicen que las huellas de
sus dedos se conservan aún marcadas sobre la piedra, como testimonio de su
descomunal fortaleza.
Roldán contempló unos
momentos el terrible panorama, y trató de orientarse para buscar el camino que
conducía a Francia; pero tuvo que hacerlo con cautela, porque el enemigo estaba
aún al acecho.
Después de grandes
penalidades, y escondiéndose entre los riscos, Roldán logró llegar hasta el
valle de Ordesa. Una vez allí, sólo tenía que trepar por los empinados riscos
que cerraban el valle.
Extenuado ya por la
fatiga, inició la ascensión, mientras escucha-ba a su espalda un rumor de tropas,
acompañado de fuertes ladridos. Toda una jauría le perseguía, olfateando su
camino. Roldán aceleró su marcha y llegó hasta más allá de Cotacuero. Se creía
salvado de momento, cuando de detrás de unos riscos vio surgir las figuras de
cuatro hombres. Creyendo el héroe que aquéllos eran sus perseguidores,
desenvainó su espada Durandarte, en un supremo esfuerzo, y les cortó a todos
la cabeza. Ninguno hizo ademán de defenderse, porque, en realidad, no se
trataba de la vanguardia de sus perseguidores, sino de unos cuantos caminantes
extraviados e indefensos.
Roldán, tras este último
esfuerzo, se sintió desfallecer; la debilidad y el agotamiento se iban apoderando
poco a poco de sus nervios y de sus músculos. No obstante, al comprobar que la
tarde declinaba y que la noche iba a impedir orientarse, hizo un esfuerzo y
llegó con paso lento hasta la base de la montaña que le separaba de Francia.
Comenzó a subir, arrastrando ya pesadamente sus pies y sintiendo los latidos
de sus sienes, como si las venas quisieran saltarle de la cabeza. Entonces
creyó oír, saliendo del fondo del valle, una voz misteriosa que le anunciaba su
próximo fin, si persistía en continuar el camino. Pero Roldán, firme en su
propósito, continuó la marcha, que ahora resultaba más pesada, porque una
fuerte ráfaga de viento soplaba en dirección contraria.
A poco, el cielo, ya
oscuro de la noche, se encapotó con negros nubarrones, y una horrible tormenta
empezó a caer sobre la montaña, entorpeciendo la marcha de Roldán. A lo lejos,
seguían escuchándose los ladridos de los perros, que parecían acercarse más y
más. Poco después, Roldán se vio acometido por la jauría, que llevaba gran
ventaja a los soldados. Sin mucho esfuerzo, les asestó una serie de certeros
golpes y los dejó muertos a todos. Miró hacia abajo y divisó a sus
perseguidores, que con paso rápido se dirigían hacia él. Comprendió entonces
que no podría hacer frente a un número tal elevado de hombres, y realizando el
último alarde, lanzó su espada Durandarte al otro lado de la montaña, para
hacer llegar un último saludo de despedida a su patria; pero no logró elevarla
a suficiente altura, y, tras de tropezar en la montaña, el arma cayó a sus
pies.
Mientras, el rumor de los
perseguidores se iba haciendo más claro a cada momento. Roldán, con gesto
rápido, volvió a lanzar su espada a gran altura, a fin de hacerle traspasar la
montaña; pero de nuevo tropezó, y volvió a caer cerca de él. Desalentado, intentó
una vez más alcanzar su propósito; pero el fracaso se repitió. El héroe,
viéndose perdido, volvió a recoger su espada del suelo, y esta vez, con un
sobrehumano esfuerzo, la lanzó horizontalmente, con tal violencia, que
Durandarte atravesó la montaña y cayó en tierras de Francia, dejando una brecha
abierta, por la que Roldán, casi sin sentido, pudo contemplar por última vez su
patria. Inmediatamente, cayó al suelo: el esfuerzo realizado había sido tan
enorme, que las venas del cuello le estallaron, dejándole sin vida.
Sus perseguidores le
encontraron muerto en este histórico lugar del valle de Ordesa, en Huesca, conocido
desde entonces con el nombre de la
Brecha de Roldán.
013. anonimo (aragon)
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