Una epidemia de peste
invadió Madrid en aquel verano del año 1599 -hacía tan sólo un año que se había
iniciado el reinado de Felipe III. El espectáculo era dantesco. Los cadáveres
permanecían en las casas y amontonados en las calles, insepultos, aumentando
así el propio poder de la plaga, porque ni personal había para dar digna
sepultura a los muertos.
Los sanos huían a toda
prisa y los moribundos quedaban solos esperando el trágico e irremediable
final; ni fuerzas para la plegaria les quedaban ya.
Un silencio de sepulcro,
estremecedor, invadía la Villa
y Corte que interrumpía algún quejumbroso lamento o el ladrido de un perro
carcomido por la sarna y succionado por los piojos, convertido de esta guisa en
un achacoso y decrépito cancerbero de los muertos y de los que no a mucho
tardar iban también a morir.
Pero existía una
auténtica isla de amor: era el Hospital de Convalecientes -lugar en el que
hasta hace poco tiempo estaba el Hospital General, y donde un día llamara el
arrepentimiento de Bernardino de Obregón para ofrecerse como humilde enfermero.
Él y sus hermanos de congregación se multiplicaban viendo que era insuficiente
la capacidad del hospital en tan críticos momentos.
Bernardino atendía a los
apestados repartiendo consuelo, oraciones y medicinas, que no eran remedios,
cerrando los ojos de los que partían defini-tivamente. Incansable, sin dormir
apenas, sin comer, sin miedo al contagio, iba de un lado para otro, día y
noche.
Fue una lucha contra la
muerte que le costó la suya.
Arcanos del alma popular.
Su cuerpo permaneció expuesto en la iglesia del hospital y, ante él, como una
postrera muestra de agra-decimiento, desfiló la muchedumbre sin temor al
posible contagio. Dos veces fue necesarioo cambiar su hábito porque la gente se
lo arrancaba a jirones para conservarlos como reliquias que, después según se
cuenta, forjaron prodigios.
127. anonimo (madrid)
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